domingo, 27 de julio de 2014

Recordando la historia con el pretexto de las fiestas.

Comparto este escrito publicado en Peru21 hoy 27 de julio. Considero que además de estar bien escrito toca aspectos de fundamental importancia con la metáfora recordatoria de una celebración que quedo en la historia.



Coronel Oscar R. Benavides (1914-1915)
            Fue encargado por los grupos dominantes del país para derrocar a Billinghurst, hecho que llevó a cabo el 4 de febrero de 1914. Benavides gobernó por encargo del Congreso hasta 1915, año en el que convocó a una convención de partidos políticos, la cual fue presidida por Andrés A. Cáceres y designo a José Pardo como Presidente de la República. Pardo acababa de llegar de Europa y había sido elegido Rector de San Marcos.

Ricardo Vásquez Kunze, Desayuno con diamantes

El futuro Gran Mariscal ya estaba listo muy temprano por la mañana. El clima no era el mejor para una fiesta, pero el ambiente de sus partidarios era exultante. Vestido con su uniforme de gala, el coronel de Artillería repasaba el espléndido programa. Pedro Manuel García Naranjo, arzobispo de Lima, ya lo estaba esperando en la catedral. Mientras, en Palacio, todo quedaba al punto para el besamanos del Cuerpo Diplomático.

Una gran tensión crispaba desde hacía un mes a los embajadores de las potencias acreditadas, pero el presidente provisorio no estaba ese día para caras de circunstancia. Cuando el edecán le informó de que ya era hora, Óscar R. Benavides salió de Palacio con honores de la Guardia. Afuera una multitud festiva daba vivas al Perú y hurras al coronel. El presidente no se inmutó cuando muy cerca de él alguien gritó “¡viva Billinghurst!” y fue molido a golpes. Hacía apenas seis meses que el coronel lo había derrocado en nombre de la Constitución oligárquica cuyos representantes, de etiqueta, lo saludaban, sombrero en mano, al pie de la catedral. El Te Deum dio inicio. Era el día de la Patria.

Más tarde el presidente recibía en Palacio a los plenipotenciarios de los países amigos. Hubo un gran revuelo cuando los de Francia y Alemania se saludaron cortantes ante la angustiada mirada del embajador inglés y la expectativa del americano. Pero era el aniversario del Perú y muy pronto volvió a reinar “la engañosa placidez de la belle époque, instalada en la dilatada continuación de casi tres lustros del siglo XIX, generoso y fructífero, que no acababa de pasar”.

Así, todavía con Europa como referente de civilización, las copas de champaña se alzaron en honor del Perú mientras tronaban los 101 cañonazos que saludaban marciales su independencia. Afuera las campanas de la Catedral anunciaban las 12 del mediodía, “pero en el reloj de la Historia era el crepúsculo, y el sol del viejo mundo se estaba poniendo, con un moribundo esplendor que nunca se vería otra vez”. Porque, en efecto, exactamente hace 100 años, aquel 28 de julio de 1914, el imperio austro-húngaro le declaraba la guerra a Serbia y con ello daba inicio la Primera Guerra Mundial.

Fue una catástrofe sin precedentes para la humanidad y el mundo conocido se desvaneció de repente. Los grandes imperios supérstites del antiguo régimen se extinguieron tocados por el rayo fulminante de la Historia. Austro-Hungría desapareció del mapa sin pena ni gloria. El Káiser fugó y dejó a Alemania en el caos y el resentimiento. Rusia cayó en el bolchevismo y el zar y su familia fueron asesinados. A los vencedores no les fue mejor. Francia y su imperio colonial terminaron exhaustos en su postrer esfuerzo por restablecer su antigua gloria. Y el león británico rugió por última vez como amo del mundo. El tiempo de Europa había llegado a su fin.

Pero nadie lo sabía aún aquel 28 de julio de 1914 cuando en Lima se celebraban las Fiestas Patrias. Vistas las cosas a 100 años de distancia, no deja de encerrar un profundo simbolismo que los grandes imperios festejaran juntos, ese día por última vez, ante el presidente del Perú, el advenimiento de una república que nació contra el colonialismo, el despotismo y la autocracia que ellos encarnaban.

Quién podía haber imaginado entonces que esos grandes imperios no eran más que carcasas que no podrían resistir la velocidad apabullante de la Historia. Herederos de instituciones caducas diseñadas en función de un “derecho divino”, ya para entonces increíble, el crédito de su legitimidad había vencido hace mucho. La Gran Guerra simplemente les cobró la factura y las repúblicas y las democracias les tomaron la posta.

Por ello, no resulta ocioso reflexionar un siglo después sobre el estado calamitoso de nuestras propias instituciones y virtudes republicanas. El Perú debería ser mucho más que el circo, las ferias y las comilonas. La Historia no perdona la decadencia. Y eso es tan cierto para “aquel 28” como para el de mañana.

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