martes, 29 de julio de 2014

Populismo y filosofía latinoamericana: el caso argentino

Frónesis: versão impressa ISSN 1315-6268

Frónesis v.13 n.3 Caracas dez. 2006

Comparto este archivo porque explica con claridad el tema y considero que sirve como referente. 

Roberto Follari.
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Fac. Ciencias Políticas y Sociales).


Populismo y “filosofía latinoamericana”: el caso argentino

Roberto Follari

Facultad de Ciencias Políticas Universidad Nacional de Cuyo Mendoza - Argentina.


Resumen

El objeto de nuestro trabajo es señalar los puntos de homología y ruptura que se dan, en el caso argentino, entre discurso populista y la llamada “Filosofía latinoamericana”. Esto, a fin de contribuir al esclarecimiento teórico y político en torno a fenómenos que, dentro de campos prácticos diversos (lo directamente político y la producción filosófica) han desempeñado un papel importante en los momentos de antagonización de los enfrentamientos sociales; fenómenos que a la fecha, tanto “por separado” como en cuanto a sus posibles articulaciones entre sí, han sido insuficientemente analizados.

Palabras clave: Populismo, filosofía latinoamericana, Argentina, discurso.

Populism and “Latin American Philosophy”: the Argentine Case

Abstract

The objective of this paper is to point out the homologous points and the ruptures found in the Argentine case, between populist discourse and so-called “Latin American” Philosophy. The purpose is to contribute to political and theoretical clarity in relation to phenomenon which within diverse practical fields (what is directly political and what is philosophical production) have played import roles in antagonistic moments of social confrontations: phenomenon which until now have been insufficiently analyzed both separately and in relation to possible mutual articulations.

Key words: Populism, Latin-American philosophy, Argentina, discourse.

Recibido: 04-06-2006 · Aceptado: 13-11-2006

1. Humanismo y terror

Tal vez no podríamos suscribir plenamente la siguiente frase: “...la utilización del humanismo es una provocación. De hecho...fue...el que en 1948 justificó a la vez el stalinismo y la hegemonía de la democracia cristiana...bien mirado, este humanismo ha sido el elemento prostituidor del todo el pensamiento, de toda la moral, de toda la política de los últimos veinte años;...lo que resulta una provocación es que se quiera poner como ejemplo de virtud” (Foucault en Caruso, 1969:85).

Sin duda, no sólo en nombre del humanismo se ha cometido o justificado excesos; su lado opuesto, el de “las estructuras sin hombre constituyente” no le ha ido a la zaga (y el mismo stalinismo es expresivo al respecto). Pero la virulencia de la frase citada esconde un importante margen de verdad; el humanismo es una posición del pensamiento que se oculta a sí mismo su faz “bárbara”, y que presenta un discurso ideal para la producción de dicha ocultación; en nombre del “hombre”, del sentido, de lo moral, no sólo todo es justificable, sino a la vez loable y “puro”. La intencionalidad de la acción, clave de todo humanismo si definimos a éste por la predominancia del yo, la conciencia, el “cogito”, lleva a opacar el momento objetivo de dicha acción. 

El significado que para mí tiene el acto es lo que le otorga su sentido; y no en vano Freud ha mostrado sobradamente que lo que me figuro a mí mismo es siempre una imagen “unificada-idealizada” de mis contradicciones intrapsíquicas (la difundida Spaltung) y de las mías con el mundo exterior. Los actos que remiten a beneméritas intenciones a menudo no son más que expresión fáctica de una argumentación que responde a asegurar y defender el propio interés, mecanismos no-sabidos de la “voluntad de poder” (Nietzsche).

El humanismo es acusable de canalizar operaciones de dominación y poder, como cualquier “ideología teórica” (recalco: cualquiera, aún llámese marxismo, filosofía de la liberación u otras denominaciones de pensamiento emancipatorio) que se proponga abierta o larvadamente como excluyente, o dueña fundamental del acceso a la verdad. Pero el humanismo resulta más peligroso que otras, por dos causas:

 1. Su cercanía con el sentido común, con los “buenos sentimientos”, que plantea un verdadero “obstáculo epistemológico” (G. Bachelard) a la posibilidad de esclarecer su funcionamiento objetivo;

 2. Su apelación a lo “sublime”, por un lado, y por otro intangible, “invisible”; esto es, la recurrencia a principios superiores, los cuales no son patentizables más allá del campo de la intencionalidad del sujeto (lo cual lleva a pensar en términos de “compromiso” y “mala fe” como fundantes y no como fundados, tal el caso de Sartre).

El humanismo no resulta ser, por tanto, lo opuesto del terror totalitario, de la represión a la diferencia o de las masacres contra el pueblo (como aparece a una mirada ingenua): a menudo se constituye como el discurso explícito de la ideología en nombre de la cual se realizan y legitiman esos actos.

2. Argentina, o el miedo a la diferencia

No puede dejar de destacarse que la Argentina es un país con población mayoritariamente descendiente de europeos, a sólo dos o tres generaciones de distancia. Europeos que sobredeterminaron su característica “cultura occidental” (de la cual los inmigrantes de comienzos del siglo XX eran portadores a pesar de su pobreza, en cuanto a la predominancia del pensamiento abstracto, la tendencia a regirse por normas impersonales, etc.) con la necesidad de un arduo trabajo para superar la situación de miseria en que llegaron, dentro de un ambiente de fuerte competitividad. Se impuso una ética del esfuerzo, del ahorro, del orden, culto a la medida, a lo austero, al cálculo y la racionalidad. Sin dudas una ética que recuerda la requerida por el capitalismo en sus inicios, según lo explica Max Weber en relación con el protestantismo. Imposición de la limitación al goce para seguir los requerimientos de la acumulación.

Sigmund Freud (1) ha mostrado con cuidado la oposición entre libre salida de la pulsión y surgimiento de la cultura. En tanto ésta se funda con el “no”, con la Ley que impone el lenguaje, se produce contra los impulsos, en la larga tarea de domesticarlos y de demorar su salida, o de sublimarlos, “debilitándolos”. Las sociedades más culturalizadas (en lo referido a su “cultura formal”, lo que se ha denominado equívocamente “civilización”) son, por tanto, las más reprimidas.

A su vez, los sujetos (individuales o colectivo-históricos) muy reprimidos tienden, como una de sus conformaciones más frecuentes, a portar una alta carga persecutoria. Cuanto menos gozo, más me molestan los que gozan. Lo insoportable “es el goce del otro”, como plantea Lacan (Lacan en Braustein, 1981: 341).

Cuando gozo, no pienso en el otro, de hecho no pienso; el pensamiento, producido “contra” el impulso, es fruto de la represión. Si no me doy ocasión para el placer ofrecido por la realización del impulso tengo, a la vez, más carga contra el placer de los otros, y más tiempo para ser testigo impotente de éste. Así, la civilización incluye un aspecto persecutorio inmanente.

Si ligamos estas breves referencias al psicoanálisis -limitadas a los fines del presente trabajo- con la referencia a la ética que portaron los inmigrantes europeos en la Argentina, tenemos el cuadro completo de una formación social altamente “civilizada”, calculadora, ahorrativa. Una sociedad culta (mínimo analfabetismo, por ej.), la cual, siguiendo a las mediaciones conceptuales que hemos planteado, resulta en considerable medida persecutoria del placer y la diferencia (2).

Es esto a lo que H. Marcuse ha llamado “sublimación represiva” (3); sublimación de los impulsos, que ofrece a éstos una salida sustitutiva, socialmente tolerable, no disruptiva en relación a lo dado. Imposición del “principio de realidad”, ciertamente no sólo en el actuar del sujeto, sino en los límites impuestos a su simbolización, a su pensar, a lo que se entiende aceptable.

Y en la señalada sublimación se cierra el ciclo. Cara bella, “rostro humano” de la represión, aparecen los más altos y nobles principios (a nivel de la conciencia) que permiten vigilar, denostar y castigar a cuanto se salga de la norma. He aquí de nuevo el humanismo visto ahora desde el final del camino, desde lo que podríamos llamar su “proceso libidinal de producción”.

No negamos ciertos contenidos valiosos de este humanismo: aceptación de normatividades que imponen límite a la corrupción, asunción de modos de convivencia ausentes de violencia, condena de la criminalidad más brutal (violación, atraco, asesinato), imposición de modos de racionalización (y aún de “profundidad”) de la convivencia. Hay un lado positivo innegable -y de fuerte densidad- del proceso sociocultural de racionalización al cual ese humanismo se liga. 

El problema es que, en los momentos límites, la pulsión reprimida desborda y la carga guardada se resarce con singular violencia; y que, a su vez, los dispositivos “razonables” mentan, en un mismo movimiento y como su opuesto/interno, lo “irrazonable” a reprimir. La razón -entendida en el sentido restringido de razón propia de la modernización- se funda mutuamente con su contrario incluso en el lenguaje, tal como ocurre con el sí y el no, el frío y el calor.

Podemos pensar en Argentina como un país donde la diferencia radical, lo Otro (como se diría en la filosofía de la liberación, por influencia de Levinas) tiende a ser rechazado. Donde hay poco espacio para un lenguaje que se desmarque de los límites de lo pre-establecido.

Si lo anterior es cierto, encontramos una explicación particular para la larga preeminencia del populismo no-socialista en Argentina, en la conciencia e ideología de la clase obrera y el bloque dominado en su conjunto. Una sociedad que deplora el exceso, rechaza también a la revolución (y al marxismo, que está ligado a ésta directamente), es decir, a aquello que resulte dislocante en relación a las normas hegemónicas en el ordenamiento social dado. 

Argentina es un país de ideologías “humanistas”, y en nombre de ellas es que, tanto a nivel teórico como propiamente político, por mucho tiempo se asumió la inferioridad, cuando no la “extemporaneidad” o el “exotismo” del materialismo histórico, y de las ideas revolucionarias en general.

3. El populismo y su concepto

Seguiremos en este punto la rica apertura iniciada por Laclau (1979). No vamos a desarrollar aquí su teoría: baste señalar que él ubica al populismo como fenómeno ideológico. Que para él lo ideológico -retomando de modo sugerente la teoría althusseriana- constituye a los sujetos a partir de interpelaciones discursivas. Que las interpelaciones populistas no constituyen un discurso autónomo, sino que se articulan con las de las diferentes clases sociales. Y que esta capacidad de articulación hace que múltiples discursos de clase puedan resultar “populistas”, siempre y cuando antagonicen desde estas interpelaciones en ruptura con el bloque dominante.

Como corolario, se entiende:

a) Que los populismos pueden ser múltiples, desde el nazismo, al ruso de 1890 o al estadounidense de los granjeros, hasta el peronismo o el nasserismo;

b) Que una política revolucionaria lo será más plenamente, cuando en su discurso incluya y articule elementos populistas. Esto, lejos de ser una desventaja, constituiría un logro fundamental, sin el cual la capacidad de interpelación del discurso revolucionario sería sumamente pobre.

Partiremos de la problemática abierta por Laclau. Esto implica abandonar ciertas líneas preestablecidas en cuanto al populismo:

 a) Que éste responde a una etapa determinada del desarrollo de las fuerzas productivas (p.ej., en nuestro continente, nada indica que no pueda reaparecer con otro cuño);

 b) Que pertenece esencialmente a una clase social determinada (burguesía industrial “nacional”, u otras);

 c) Que su función sea engañar a las masas para permanecer en lo existente; siempre se ubica en una situación de quiebre frente al bloque en el poder (no decimos de ruptura revolucionaria necesariamente, por supuesto);

 d) Que sea perjudicial el discurso populista en los movimientos revolucionarios.

Lo anterior está largamente detallado en Laclau, y lamentablemente no podemos aquí sino remitir a su texto para la discusión de esos puntos.

Ya ubicados en la problemática del populismo como ideología, como elementos no clasistas que se articulan a discursos de clase (en lo discursivo, campo de la ideología), señalaremos ciertas críticas a la proposición de Laclau (4). Para ello retomaremos los desarrollos de Emilio de Ipola (1982), y secundariamente señalaremos algunos aportes de E. Dussel (1983), aunque en este último caso no seguiremos su conceptualización global sobre el fenómeno del populismo.

En cuanto a de Ipola, importa destacar su acento en las condiciones de producción y de recepción social de los mensajes que establecen la “interpelación”. De este modo se ubica a los textos en su condición de forma social (5), y la lucha ideológica no aparece limitada a “lucha entre mensajes”, sino se la entiende como lucha entre aparatos de propagación y sujetos de recepción diversos. De tal modo, variados aspectos de la forma de emitir el mensaje ideológico son destacados (6), así como las condiciones de recepción de los sujetos históricos del caso, las que resultan más multifacéticas y dificultosas para analizar, pero de peso innegable en el efecto discursivo.

Dussel apunta, sin utilizar este lenguaje, a tales condiciones de producción y recepción, cuando señala el hecho importante de que todo populismo tiene un líder (Dussel, 1983:267), y de que escucha a éste desde una idea ancestral de “falta” que la palabra del líder vendría a llenar (en el caso de las clases populares) (7).

Estas “condiciones sociales de recepción”, no pensadas inicialmente en la vertiente althusseriana que retoma Laclau, son determinantes de todo éxito o fracaso posible de la interpelación populista. La eficacia del discurso no depende sólo -entonces- de la capacidad articulatoria intrínseca de éste.

Para el caso argentino, volviendo a nuestro ejemplo, estas condiciones sociales de recepción incluyen, como un factor importante, la “civilización” de la población nacional (aún de su clase obrera, en considerable medida). El discurso ha sido interpretado desde una ideología de la no-fractura y del orden.

Hipotetizamos que este ingrediente ha sido no menor en la constitución, en ese país, de una ideología de clase burguesa de tipo populista: el peronismo. Es decir, que el peronismo sería una reedición del humanismo. Humanismo de base cristiana (8), en el cual se reconocían ideológicamente las clases populares y sectores de las clases medias (piénsese que el peronismo convirtió la religión católica en oficial para su enseñanza en las escuelas, y que las clases medias lo apoyaron en la masiva victoria electoral del año 1952). 

La discursividad de un “populismo revolucionario” que intentó el peronismo de izquierda, más allá de los errores de estrategia en que se inscribía (vanguardismo, indistinción entre política y enfrentamiento), no poseía igual capacidad para interpelar. Y esto porque, como adelantamos, la articulación de los contenidos populistas se da con otros contenidos, de corte clasista; y los de “socialismo”, “lucha revolucionaria”, “clase obrera”, etc., poco decían a la condición cultural dominante en el corte de todas las clases sociales; el de evitación del antagonismo, el del orden, la armonía, el “amor” entendido como descompromiso de pasiva aceptación, y no en el registro de “no traer la paz, sino la espada”.

4. “Filosofía latinoamericana” y populismo

Podremos convenir, siguiendo lo hasta acá desarrollado, una cierta forma de lectura de la siguiente afirmación: “En su origen argentino, y por consecuencia del populismo peronista, la cuestión de Marx fue mal planteada por la generación de filósofos de la liberación” (Dussel, 1983: 93). Afirmamos que existe un suelo común a populismo y “filosofía latinoamericana”, que funda a ambos y a sus mutuas relaciones: es el campo de la “civilización”, acerca del cual ya nos hemos extendido. No estamos seguros de que el populismo haya “inficionado” a la filosofía, dado que el origen de ésta a menudo se encuentra más cercano a lo filosófico estrictamente -y a veces a lo religioso- que a la mediación política (Dussel, 1973). 

Sospechamos, más bien, que desde un espacio de significaciones socialmente establecido, Marx resultaba intolerable, la “diferencia” marxista escandalosa. Era posible reconocerse en discursos no radicales, o al menos mediados por el humanismo; en este sentido cabría pensar la liberación dentro de un populismo no revolucionario, y la filosofía en un campo de ruptura/continuidad con los clásicos del pensamiento “tolerado”: tomismo primero, fenomenología y ontología de Heidegger después.

No estamos minusvalorando la importancia parcialmente disruptiva de la “filosofía latinoamericana”.

Desde los inacabables discursos previos sobre la escolástica, costosamente la fenomenología había abierto una brecha. En el paso desde esta última a la política y al pensamiento de la socialidad de nuestro continente el corte no es pequeño, e incluye la irrupción lisa y llana de las luchas populares iniciadas con el Cordobazo en el país. En este sentido, la “filosofía latinoamericana” también era un escándalo; negaba la universalidad filosófica, y explicitaba lo político dentro del recinto académico.

Pero es sorprendente que este descubrimiento epocal de la política como fundante se siguiera haciendo desde las categorías tradicionales de la filosofía, como metafísica u ontología. Resulta sintomática la predominancia de la fenomenología, sobre todo en versión heideggeriana, en la gran mayoría de la producción de la “escuela” (9).

No queremos con lo anterior hacer una defensa abstracta del marxismo, y menos de éste como abstracto (ajeno a su politicidad constitutiva). Reivindicarlo es reivindicar su uso práctico-político y su pertinencia teórica al interior de esa práctica, no como dogma o Verdad sino como teorización que recupera largas luchas y experiencias de los movimientos populares. Pero no cabe duda que el marxismo dominante en aquella época, de corte althusseriano en su mayoría, estuvo muy lejos de poder enfrentarse a las necesidades políticas del momento: academicista, cerrado en la meta-teoría, dejó el campo de las preocupaciones prácticas a las versiones más crudas del leninismo y el maoísmo, que poco se adecuaron a una sociedad mucho más modernizada que la Rusia de 1905 o la China de la época de la Larga Marcha.

5. Relación entre política y filosofía: la no-organicidad

En Argentina la ruptura entre militantes y teóricos resultó rotunda en la década de los setenta: el eticismo de los primeros redundó en un desprecio por la teoría, el cual sin dudas se acentuó por la vertiente populista. La teoría, a su vez, no pudo fundar una explicación orgánica frente a la complejidad de las luchas que se desarrollaban. En este sentido, la teoría social (cuyos límites tenían que ver con los del movimiento social real, con la escasa experiencia político-clasista del movimiento obrero) no pudo fecundar la práctica, en un momento en que la contradicción para los sectores populares pasó por ceñirse o a un vanguardismo “izquierdista” y aislante, o a un populismo resignado y sin capacidad crítica (las dos “alas” en que se dividió el peronismo).

Esto afectó a la “filosofía latinoamericana”. Su discurso podría ser llamado en buena medida ideológico, demasiado abstracto en relación a ser capaz de pensar políticamente la realidad. Funcionó en el campo general de los principios, las razones para hacerse militante, pero no en el de cómo pensar la militancia.

Lo mismo sucedió con el pensamiento de la izquierda populista (R. Puiggrós, Hernández Arreghi), e incluso también con el marxismo. Este demostró insuficiente desarrollo como para incluirse sustantivamente dentro del movimiento social, y tampoco ofreció claves de intelección que hubieran resultado imprescindibles. Por ej., un grupo tan valioso como pasado y presente no dejó huellas políticas de importancia en aquellos momentos.

Estas teorizaciones quisieron ser orgánicas al movimiento popular, pero no lo fueron. A lo sumo sirvieron al reclutamiento de militantes por “convencimiento ideológico”. Y esto no es casual: en una sociedad racionalizada, donde los principios son decisivos, la filosofía gastó sus baterías principales en dar la lucha en ese nivel. La mediación práctica, el pensamiento propiamente político estuvo ausente.

Por ello es que afirmamos que estas filosofías no lucharon, en Argentina, por la hegemonía (en el sentido fuerte de esta palabra, el gramsciano). Una formación social compleja, con un “momento” ideológico sobredimensionado, requiere una larga lucha ideológica en el seno de la sociedad civil, la lucha por la hegemonía (no en el sentido leninista de dominio inmediato, sino en cuanto a la “dirección intelectual y moral de la sociedad”). 

Para hacer tal lucha hay que ser conciente de su necesidad, y no concebir la política como espacio de enfrentamientos cortoplacistas (10). Esto se hacía imposible en una sociedad que en el campo de la teoría tendía a rechazar al marxismo, el cual llevaba un escaso desarrollo y difusión; menos aún, por supuesto, tenía un lugar la teoría gramsciana, un a posteriori de Marx. Las luchas que se dieron en los “aparatos de hegemonía” fueron por ocupar lugares, espacios, no por trabajar a largo plazo en lograr el reconocimiento social. La táctica, en el campo de la filosofía, fue forma de la que se estableció en la política general, apresurada por las direcciones de izquierda hacia enfrentamientos inmediatos y a una relación de pura oposición frente a las fuerzas políticas no adictas.

El resultado, catastrófico, lo conocemos. Allí los papeles se invirtieron: la filosofía, que debió orientar a la política (como momento interno de esta, se entiende) fue subordinada a la inmediatez por esta última. No porque se hiciera filosofía que pensara lo político, sino porque se abandonó la política a un intuicionismo ciego (aún por parte de muchos filósofos).

De tal modo es que asistimos, en filosofía, a la imposibilidad de fundar en un solo movimiento teoría y política (para lo cual el marxismo, en sus últimos desarrollos, resultaba fundamental). O encontramos el discurso filosófico relativamente clásico, abstracto, planteado en los términos del compromiso, la opción por el pobre, etc., que constituye un momento inicial que requiere posteriores concreciones que no se lograron; o asistimos a la irrupción lisa y llana de un discurso político desnudo y no propiamente filosófico, que pretende por efecto de “mostración práctica” (la vigencia política del populismo burgués) imponerse como filosófico. Es el caso, realmente llamativo, de proposiciones que sugieren una “filosofía justicialista” (peronista) (11), o que mezclan discurso político y filosófico sin mediaciones suficientemente explicitadas (Cullen, 1977).

Estos trabajos, a veces cuidadosos y ricos desde otros puntos de vista (la argumentación, el método) no dejan de ser un síntoma de una situación de hecho; situación que no logran tematizar. Ya que en vez de iluminar posibilidades y límites de la opción peronista, tienden a promover una justificación filosófico-general de ésta, situada, una vez más, en el campo humanista de la discusión de principios.


6. ¿Puede hablarse de “filosofía latinoamericana”?

Para no ser tediosos deberemos ser sumarios. Si “filosofía latinoamericana” es otra cosa que “filosofía hecha en América Latina” (12) tal vez el nombre resulte poco adecuado, ya que más bien merecería denominarse “latinoamericanista”.

Esta filosofía guarda el fuerte mérito de haber descubierto la peculiaridad del pensar en relación a nuestro subcontinente; de haber propuesto nuestra realidad como sustrato. Frente a la dominación histórica ejercida por la cultura europea en nuestros países, se trata de un rescate necesario y que será bueno convertir en irreversible.

Comprendida esta deuda que toda la filosofía de América Latina guarda con la “filosofía latinoamericana”, cabe señalar algunos problemas importantes en relación a este recorte latinoamericano de la propuesta:

 1.Tiende a oscurecer las diferencias sustanciales que poseen las formaciones sociales latinoamericanas entre sí. La reivindicación indígena, por ej., cobra sentidos muy diferentes en Guatemala o Argentina, en México o Uruguay.

2. La oposición al marxismo, considerado centroeuropeo. Aquí aparece un punto decisivo, en cuanto a la universalidad de las categorías y del conocimiento. Situar el pensamiento, entendemos que no equivale a relativizarlo en su validez, reduciendo ésta exclusivamente al ámbito de su singular ámbito de producción.

El conocimiento no tiene valor alguno si no puede serlo “de lo general” (Sáez, 1976); de modo que la concepción latinoamericanista debiera servir a interpretarnos como originales, pero no originarios; Latinoamérica es también, y no sólo desde el punto de vista de los dominadores, lo que Europa ha hecho de ella. No podríamos admitir una supuesta “superioridad esencial” de lo americano. “Heidegger y Scheler… nos queda la duda de que ni el uno ni el otro, quizás por no ser americanos, logran captar toda la esencialidad del hombre” (Kusch: 32).

¿Esto quiere decir que “toda la esencialidad” se despliega exclusivamente en el campo de los dominados? ¿No mutila a estos tal dominación? Además: ¿no hay dominadores americanos? Y aún, si se asumiera -absurdamente- que no los hay: ¿por qué sólo los americanos? ¿qué sucede con los demás oprimidos, los africanos, los asiáticos?

3. De modo un tanto contradictorio, los pensadores a que se apela, y los instrumentos del pensar latinoamericanista, son netamente centroeuropeos. Tal cosa no nos parecería negativa, si esta escuela no asumiera explícitamente la idea de existencia de un pensamiento propio de nuestro continente. Pero: ¿por qué no a Marx y sí a Heidegger? Tampoco podría alegarse que se trata de un uso a nivel de método y no de contenidos, porque el método funda el objeto a su interior (Bachelard, 1979), es decir, “demarca” el contenido.

 4. El rico manejo que de la fenomenología hacen algunos autores de esta “escuela”, no obsta para que se extrañe la carencia de apelación a las ciencias sociales. Hay una fuerte tendencia a la especulación, que lleva a preguntarse a veces qué motiva que un sentido sea fundado en otro y no a la inversa, o por qué es este sentido, y no otro. Diremos que Heidegger fue definidamente un fuerte opositor a la metafísica (13), e incluso su pensamiento puede ser interpretado como “negativo” con sentido crítico-social a desentrañar (14), pero esa lectura de su obra es la que menos aparece en la filosofía que comentamos, dentro de la cual este autor queda reducido a una posición traducible al humanismo en general.

7. Filosofía latinoamericana, filosofía de la liberación, marxismo

Algunos problemas finales. Hemos usado hasta ahora indistintamente las expresiones “filosofía latinoamericana” y “filosofía de la liberación”. Importa, en este momento, diferenciarlas. “Se trata de una filosofía que piensa desde el oprimido, también de los países centrales...Creo que por ello ninguno de los tres adjetivos me cabría. Prefiero denominarme un filósofo de la liberación...Opino que la significación del discurso es mundial” (Dussel, 1983:88). Por razones que hemos apuntado antes, pero también porque hay autores de la “filosofía latinoamericana” que han incluido resueltamente al marxismo (Enrique Dussel, Alberto Parisi), la denominación “filosofía de la liberación” identificaría más claramente su proyecto; en tanto vocación liberadora, y también en tanto no clausura dentro de la frontera latinoamericana.

Ahora bien, si es así; ¿En qué se diferencia esta escuela de la que podríamos encuadrar como “marxismo latinoamericano”? Si se propone como otra línea de pensamiento, corre el riesgo de aparecer sustentando la división entre “lo autóctono vs. lo europeo” (incluyendo al marxismo dentro de este último polo). A su vez; ¿qué sería esa posibilidad de aportación específica? ¿Una metodología, una inspiración general, una forma de relacionar teoría y praxis, algún aspecto propiamente filosófico ausente del marxismo?

En el plano de la relación teoría-praxis, la filosofía de la liberación insiste en su entronque práctico con los sectores populares, de una manera más viva que en el caso de los autores marxistas (Dussel, 1983:88-89:302). Hay allí una situación de tensión entre significatividad en la cultura popular, y discurso filosófico. “Una filosofía de la liberación parte de la praxis en situación concreta” (Dussel, 1983:89); “La filosofía de la liberación pretende ser filosofía; filosofía técnica, precisa, científica” (Dussel, 1983:90). No hay propiamente contradicción entre ambos asertos, pero sí tensión en cuanto una problemática a esclarecer.

Personalmente, entendemos que el entronque de lo teórico y lo práxico pasa por mediaciones, no es necesariamente empírico. Dicho de otro modo, pensar orgánicamente al servicio de las clases populares no implica necesariamente contacto físico con ellas; el valor teórico-político de las proposiciones estará dado por su oportunidad, su capacidad de iluminación de la coyuntura o del horizonte histórico, y por su posibilidad de ser recapturadas por los oprimidos a través de diversos mecanismos: la lectura (el menos probable, por cierto), las propuestas de militantes o trabajadores que se inspiraron por versiones indirectas, la participación en organizaciones donde se asumieron estas ideas, etc. Los intelectuales (en el amplio significado que da Gramsci a esta categoría) mediarán la relación de la teoría con los oprimidos, quienes son su base de sustentación axiológica e histórica.

En cuanto a la aportación específica de esta propuesta filosófica, creemos que sin dudas la tiene. Su lenguaje, surgido en parte del humanismo, es por esto mismo familiar a la sociedad Argentina, un lenguaje capaz de interpelar y de “prender”. La fenomenología ha brillado por su ausencia en el trabajo de las ciencias sociales latinoamericanas; y, por cierto, tiene mucho que decir, desde la obra de Merleau-Ponty a versiones sociológicas como la de Berger y Luckmann (15). La filosofía de la liberación puede aportar este aspecto, ligado al sentido, a la significación subjetiva, el cual puesto dialécticamente en relación al momento objetivo, tiene un fuerte poder de esclarecimiento de lo cotidiano, lo cultural, lo nacional y popular que debe recoger el discurso revolucionario.

Paradójicamente, tal vez el gran bien de esta filosofía sea su emparentamiento “genético” con el populismo; su posibilidad de interpelarnos desde esos sentidos que socialmente compartimos. Hoy, no desligada del marxismo, puede ayudar a constituir el populismo revolucionario necesario. Porque es una filosofía preñada hondamente en el lenguaje común de nuestra cultura, latinoamericana y sobre todo Argentina, lenguaje en el que necesitamos reconocernos, hallarnos a cobijo. Lenguaje que es nuestra morada, donde podemos reconocer, objetivado como discurso social, nuestro anhelo más íntimo: “Poéticamente habita el hombre sobre esta tierra...” (16). En este paisaje está anclado el actual desafío.

Notas

1. Ver, Cf. Freud, S.: El malestar en la cultura, en Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid.

2. Ver al respecto las obras de M.Foucault, sobre todo Microfísica del poder, ed. La Piqueta, Madrid, 1980.

3. Ver Rusconi, G.: Teoría crítica de la sociedad, Martínez Roca, Barcelona, 1969, pg.332 y ss.

4. Algunas críticas que importan, aunque no lo hagan en relación a nuestro tema, podemos señalarlas: a). Cuestionamos la idea de que el aspecto clasista del discurso reside en la forma de éste. Tal intuición oscura, que no desarrolla Laclau, lleva a restaurar la muy superada dicotomía forma/contenido. A su vez, sostenemos que existen contenidos ideológicos clasistas que se articulan a los aspectos populistas produciendo formaciones discursivas determinadas; b). Estas formaciones discursivas, para ser populistas, deben plantear como contenido central la reivindicación de los sectores populares. Este sería el eje semántico central (pueblo/antipueblo) que subsumiría a los demás. Por esto no aceptamos al nazismo como populismo, en tanto la apelación al pueblo está subsumida en ese caso en otras más integrativas.

5. Esta categoría -forma- es nuestra y dudo que fuese compartida por De Ipola, dado su global rechazo a la vertiente hegeliana del marxismo, ver op. cit. pp.46-49, ciertamente lo menos afortunado de su libro.

6. Ver la referencia a los discursos de Perón, caps. 4 y 6, op. cit.

7. Señalaríamos que, heideggerianamente, la falta es constitutiva de todo sujeto humano; sí cabría destacar que esta condición estructural se sobredetermina por las carencias materiales en casos de marginación social.

8. Cf. Perón, J.: Doctrina revolucionaria, ed. Freeland, Buenos Aires, 1973; puede seguirse la puntual homología entre temas y contenidos de la doctrina peronista y la doctrina social de la Iglesia, siguiendo las ideas de equilibrio, justicia distributiva, mediación estatal, etc.

9. Ver, por ej., en Rev. de Filosofía Latinoamericana, año III, enero-diciembre 1977, el trabajo de C. Cullen, “Fenomenología de la sabiduría popular” y R Kusch, “Esbozo de una antropología filosófica americana” ed. Castañeda, Buenos Aires.

10. Lucha por la toma directa del Estado a la que B. De Giovanni ha denominado “forma burguesa de la política”.

11. Recordar la línea de la revista Envido, por ej., que circulara en 1973-74.

12. Ver Revista de Filosofía Latinoamericana, op. cit., pg.3

13. En el sentido, sobre todo, asumido por J. Derrida, en De la gramatología, Siglo XXI, México, 1978.

14. Cf. Del Barco, O.: Esencia y apariencia en El Capital, Univ. Autónoma de Puebla, México, 1977; Cacciari, M.: Krisis, Feltrinelli, Milano, 1981.

15. Ver, Cf. La construcción social de la realidad, Amorrortu, Bs.Aires.

16. Ver, Hölderlin, F., retomado por Heidegger en artículo del mismo nombre (“Poéticamente habita el hombre sobre esta tierra”).

Lista de Referencias


1. BACHELARD, G. La formación del espíritu científico, Siglo XXI, Buenos Aires, 1979.  [ Links ]

2. CULLEN, C. “Fenomenología de la sabiduría popular” en Revista de Filosofía Latinoamericana, año III, enero-diciembre 1977.    [ Links ]

3. DE IPOLA, E. Ideología y discurso populista, Folios, México, 1982.Links ]

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