domingo, 1 de febrero de 2015

¿Quienes son los reaccionarios?


¿Quiénes son? Los reaccionarios


Según el diccionario: El reaccionario es un conservador, contrario a las innovaciones, especialmente en política: Se refiere a las personas que se oponen a los cambios o reformas del progreso.
Reaccionario es un término referido a ideologías o personas que aspiran a instaurar un estado de cosas anterior al presente. Se originó como expresión peyorativa para referirse, desde la Revolución francesa, a lo que se opone a la revolución, como sinónimo de contrarrevolucionario. Esa identificación se fue matizando con la posterior extensión del concepto «revolución», lo que hizo que el concepto «reacción» fuera cambiando también de contenido, pasando a identificarse usualmente con la oposición entre los términos progresista y conservador, que propiamente designaban en un principio otras posturas políticas.

Se originó como expresión peyorativa para referirse, desde la Revolución francesa, a los contrarrevolucionarios”. La definición se hizo común en el Perú ochentero y sirvió para designar a los principales representantes de la derecha. Por eso se popularizó la expresión “fulanito de tal es un viejo reaccionario”.

Se conoce con el nombre de reacción thermidoriana a la fase de la revolución francesa que acaba con el predominio jacobino (Robespierre, Terror) el 9 de thermidor del año II, 27 de julio de 1794.

Fuerzas sociales como la nobleza y el clero católico, movimientos intelectuales como el romanticismo conservador, fuerzas políticas como el legitimismo y la restauración de la monarquía absoluta que forman parte del mundo ideológico del Congreso de Viena y el sistema internacional de Metternich; son las «fuerzas reaccionarias» que se oponen hasta la Revolución de 1848 a las revolucionarias o liberales.

Desde esa fecha, la burguesía triunfante en toda Europa deja de ser revolucionaria (como ocurrió en Thermidor), pasa a temer la revolución social de las clases bajas, y el término reaccionario pasa a identificarse por extensión con los términos conservador o derechista, con los que no debiera coincidir propiamente.

Lo mismo puede decirse de la identificación con partidos o movimientos políticos del siglo XX, como el fascismo, el nazismo; o con sistemas políticos autoritarios, como el de Philippe Pétain (régimen de Vichy) en la Francia ocupada, el de Józef Piłsudski en Polonia, Antonio de Oliveira Salazar en Portugal, Francisco Franco en España, etc.

Desde la misma Revolución francesa se viene produciendo el paradójico hecho de considerar contrarrevolucionarios o reaccionarios no sólo a los partidarios del Antiguo Régimen, sino también a los iniciadores de un movimiento revolucionario cuando son sobrepasados por la izquierda por los líderes siguientes, e incluso perseguirlos con más fuerza que a aquellos, por considerarlos traidores.

Eso ocurrió con los moderados girondinos por los radicales jacobinos, que les llevaron a la guillotina, antes de ser a su vez llevados a ella por la reacción thermidoriana. Ante esto, se ha acuñado el lema, muchas veces repetido y aplicado a distintos procesos revolucionarios, según el cual "la revolución devora a sus hijos". Esta idea es atribuida, en su origen, al francés Pierre Victurnien Vergniaud (un girondino guillotinado por los jacobinos en 1792), quien dijo: Es de temer que la revolución, como Saturno, acabará devorando a sus propios hijos.

Las sucesivas escisiones del movimiento obrero desde finales del siglo XIX, y posteriormente la experiencia revolucionaria en Rusia, fueron ampliando la aplicación del epíteto reaccionario o contrarrevolucionario a cualquiera que mostrara desviacionismo, es decir, que no coincidiera con la interpretación de la revolución del que lanza la acusación, con mayor o menor fortuna, y lógicamente, recibiendo similar calificación por parte de la tendencia descalificada:

La anti ciencia, las críticas a los ilustrados y el odio hacia la filosofía y todo lo que implique reflexión identificaron desde un comienzo al pensamiento reaccionario, habitualmente preocupado en cómo fortalecer la fe frente al pensamiento crítico.

El temido índice de errores de Pío IX, donde se cargaba contra el laicismo en la enseñanza pública, el socialismo, el liberalismo y la secularización que este traía, no está tan lejos de quienes detentan el poder político hoy. Más aún si fijamos nuestra mirada en otros grupos reaccionarios, son imprescindibles todos ellos en la última reforma de la ley del aborto. Un proyecto que representa el triunfo de aquellos reaccionarios del XIX, cuya teología política se empeñaba precisamente en negar la autonomía humana.

Se afirma, sin embargo, que las fuerzas reaccionarias son más fuertes dando la batalla que construyendo. De ahí su gusto por las listas de enemigos, su consideración de la vida como guerra. Para esta estrategia, la reacción siempre ha valorado el papel crucial de una prensa beligerante.

El modo en que se gobierna también acusa influencias reaccionarias. Así, el decisionismo de Donoso Cortés no resulta ajeno al abuso de los decretos y a sus formas embozadas como instrumento excepcional en tiempos de crisis. El rodillo de la mayoría absoluta, a su vez, devalúa aún más la ya de por sí débil institución parlamentaria.

Parece además que para quienes piensan diferente nos hemos convertido para la reacción en esa molesta “clase discutidora” donosiana que es preciso ignorar o silenciar. La diferencia con la dictadura defendida por Donoso es que ahora, en lugar de saltarse las leyes que protegen libertades, las cambian, y punto.

Económicamente, para los reaccionarios, poco se puede hacer contra unas desigualdades que ordenan de manera natural el mundo. Se mitigan desde la caridad, sin desordenar las relaciones establecidas. Convencidos de la maldad originaria del ser humano apuestan por la jerarquía y la disciplina, también para el ámbito laboral.

La que manda, por tanto, es la derecha reaccionaria de toda la vida, esa es su base.

Eso sí, en esta época de eufemismos la propaganda prescinde del lenguaje hiperbólico que Joseph de Maistre ofreció como primer tono a la reacción europea. Se cuenta asimismo con los ropajes neoliberales propios del Régimen del 78. Se mantiene un frágil Estado de derecho, elecciones libres y una representación plural; sin caudillismo, no hay tampoco rastro de movimientos unitarios ni paramilitares. Son algunas de las diferencias esenciales con el fascismo que, sin embargo y como ya destacara Isaiah Berlin, es hijo de los reaccionarios. Por tanto, cuidado.

Como es habitual en los legados políticos de largo recorrido, no estamos ante el trasplante de un fenómeno pretérito tal cual. Lo que no hace menos real su influencia sobre lo que hoy se está erigiendo. Habrá que ver si la sociedad–cada vez menos religiosa y más cosmopolita,  más inculta y volcada a todo lo extranjerizante, con jóvenes que no tienen la menor idea de que es una dictadura– es capaz de abandonar su habitual sumisión a la reacción y la oligarquía.

Contamos para ello con otras tradiciones teóricas y políticas en las que inspirarnos, con ese poderoso pasado de los vencidos al que aludía Walter Benjamín. Estas otras tradiciones, de carácter internacionalista, nos animan a tener el arrojo de inventar.

Carecemos, pues, de miedo a los cambios. Ansiamos desordenar lo injusto, acabar con las medidas e instituciones que nos han hecho ser menos. Deseamos construir democracia a cada paso y desenmascarar a sus reaccionarios. Sabemos así lo que queremos y lo que nos distingue de quienes eventualmente tienen el poder, lo que para empezar no es poco.

Pero si queremos poner todo ello en marcha, no lo olvidemos, antes hemos de afrontar un paso ineludible. Hay que derrocar a la reacción.

Hoy día cuando aquí llego tardíamente el posmodernismo de izquierda y de tufo caviar, con su relativismo moral, resulto entonces que “todo valía” si las circunstancias así lo exigían. Que el dogma religioso se rechazaba o no dependiendo de la geopolítica. Es decir, eran condenables las religiones judeocristianas, pero no aquellas que se oponían a las potencias occidentales. 

Así empezaron a volverse aceptables la ley del talión, las condenas a muerte de mujeres adúlteras, las ejecuciones por homosexualidad, por ateísmo, por blasfemia o por lo que fuera. La “tolerancia cero” al abuso se ablandó, y el progresista empezó a definir el valor moral de las víctimas según quien fuera el victimario.

El relativismo moral se extendió. La creencia de que el progreso era posible se volvió políticamente incorrecta y las costumbres ancestrales tomaron su lugar predominante. Así, para ser progresista hoy, hay que aceptar la ablación del clítoris o el abandono de los mellizos en el monte. La ciencia y la tecnología dejaron de ser esperanza y se volvieron amenaza. El progreso legítimo, hoy, se parece mucho al regreso a algún pasado.

Yo era, pues, un progresista porque creía en la ciencia, en la igualdad, en la dignidad humana, en la independencia intelectual y en el progreso, y rechazaba las verdades reveladas y los dogmas. Hoy eso ya no vale para los reaccionarios de hoy.

En todas las instancias de la vida pública nos encontramos con esta valoración. Es preciso desenmascararla y darle su ubicación.

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