miércoles, 9 de octubre de 2019

Sobre cuatro fórmulas poéticas que podrían resumir la filosofía de Derrida


FILOSOFÍA

Sobre cuatro fórmulas poéticas que podrían resumir la filosofía de Derrida




A 15 años de la muerte de Derrida, repasamos algunos de los conceptos clave de su pensamiento. La deconstrucción supuso una verdadera sacudida sísmica en la filosofía contemporánea y ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas en la actualidad.


“Por consiguiente, la cuestión sería: ¿qué no es la deconstrucción?
O, más bien, ¿qué debería no ser?”
Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”


Son pocos los filósofos que nos han legado el testimonio de su propio obituario. El caso de Derrida es prácticamente inaudito. Quizás, porque la cuestión misma del testimonio, de la muerte y de la voz del otro, siempre espectral y siempre al asedio, han marcado sus escritos desde sus inicios.

En una breve nota, delegada a su hijo para que fuera leída durante su funeral, la voz, ya de un muerto, nos sorprende e increpa con cierta ironía: “sonreídme —afirma— del mismo modo que yo os hubiese sonreído hasta el final. Preferid siempre la vida y afirmad sin cesar la supervivencia”.

Sus herencias nietzscheanas se hacían presentes incluso en el instante mismo de su muerte, y la risa, como el humor, aquella que Deleuze había definido como “el arte de los acontecimientos puros”, eran convocados para desestabilizar cualquier angustia paralizante ante la pérdida del ser amado.

El 9 de octubre se cumplen 15 años de la muerte de Derrida. Nacido en El-Biar, pequeño municipio situado en el centro de Argelia, su condición de judío pied-noir iba a estar presente durante toda su vida, como una marca indeleble que puede rastrearse en muchos de sus textos. No es casual que la diferencia, la alteridad, la hospitalidad o la potencia política del nombre fueran algunos de sus temas más recurrentes.

Es posible, incluso, que algo de esa extrañeza y de esa falta de lugar dejaran en él cierto carácter melancólico conocido solo por sus más íntimos. Y es que la deconstrucción siempre tuvo que ver con ese double bind cuasi perverso que nos genera cierta pasión hacia la estructura y la inevitable inestabilidad de la misma. Pulsión de ligadura hacia un terreno firme, ilusión de pertenencia a un territorio inamovible, el cual acaba siempre por disolverse, de manera infinita e incontrolable bajo nuestros pies.

La complejidad de su obra y escritura, la imposibilidad de categorización de su pensamiento, así como la dificultad en la traducción de sus textos, ha hecho de Derrida uno de los autores menos accesibles al gran público. Nunca terminó por sentirse cómodo ni por identificarse con ninguna corriente, escuela o etiqueta filosófica: ni postmoderno, ni postestructuralista, ni de la diferencia. Y aunque siempre fue agradecido con sus herencias filosóficas, desde Heidegger a la fenomenología, hasta el psicoanálisis e, incluso, cierto marxismo, resulta imposible situarlo en una única tradición.

Todo ello, hizo que sumara numerosos detractores y críticos, y que su reconocimiento lo encontrara fuera de las fronteras de Francia, donde nunca se terminaron de digerir y aceptar sus propuestas. Hagamos pues el intento de adentrarnos en esos complejos Holzwege derridianos, siguiendo la senda de algunas de sus frases más crípticas. Como aforismos o sentencias poéticas, quizás puedan ayudarnos a guiarnos por su pensamiento, el cual, como toda poiética, adviene siempre desde cierta imposibilidad interpretativa.

ÇA SE DÉCONSTRUIT...

Solía reconocer Derrida que la poco afortunada palabra “deconstrucción” se le impuso en De la gramatología (1967). Sin embargo, un año antes de su publicación, concretamente el 21 de octubre de 1966, Derrida pronunciaba en la Universidad Johns Hopkins, la conferencia “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”.

La intervención de Derrida provocaría unas repercusiones inesperadas incluso para el propio autor. En una Francia marcada por el auge del estructuralismo, un joven Derrida se atrevía a cuestionar una de las ideas claves del mismo: la importancia del centro en la estructura, condición necesaria para la coherencia y la estabilidad.

Por primera vez, se ponían en marcha los temblores internos que iban a desestabilizar esa supuesta estructura, la cual tenía pretensiones de ser unitaria, cerrada y sin fisura alguna. Si el estructuralismo había defendido la subordinación de los elementos a las leyes del sistema, apelando a la totalidad y homogeneidad del mismo,

Derrida daría los primeros golpes a esta arquitectura hasta hacerla tambalear. Heredero del martillo nietzscheano, su pensamiento se situaría en cierta estructura descentrada, desplazada, conmovida. Se trataba de pensar una estructura a-estructural, sin unidad interna, sin ensamblaje. Este desplazamiento ha sido denominado por Derrida “solicitación”: solicitar, del latín sollus (todo) y de citare (estremecer), conmover los fundamentos mismos de toda estructura. Tal era la propuesta de la deconstrucción, cuyo compromiso es y ha sido siempre un compromiso con el estructuralismo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso.

Son precisamente las palabras alemanas de Abbau y de Destruktion, utilizadas ya por Heidegger, las que sirven de apoyo a Derrida para dar forma a este complejo concepto. Ni crítica ni análisis, tampoco un desmontaje azaroso o una simple destrucción. El trabajo propuesto consistía en desedimentar, descomponer estructuras, pero siempre a través de un gesto transformador y afirmativo, de un movimiento creador y no destructivo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso. Ello se deconstruye, como un síntoma, breve, discreto, a veces imperceptible e inaudible. Síntoma que, sin embargo, evidencia la falta de solidez, las grietas mismas del edificio, al tiempo que denuncia las violencias encubiertas de nuestro discurso.

NO HAY FUERA DEL TEXTO...

El trabajo minucioso de la deconstrucción es llevado a cabo, en un primer momento de su obra, en los textos mismos de la historia de la filosofía. Así, por ejemplo, las lecturas derridianas de Platón, Aristóteles, Rousseau o Freud, entre otros, someten a estos autores al estilete deconstructivo. La lectura deconstructiva demuestra que existen ciertos conceptos, como “escritura”, “suplemento”, “fármaco”, “huella”, utilizados por estos mismos autores, que suponen un indicio de que algo no marcha; algo, indecidible y escurridizo, se escapa siempre a esa lógica oposicional que ha caracterizado el pensamiento metafísico.

De este modo, afirma Derrida, un texto no es nunca un campo homogéneo al cual podamos acceder de forma directa. Y hasta en los textos metafísicos más tradicionales operan ya fuerzas de trabajo que no son sino fuerzas de deconstrucción del propio texto, a través de las cuales el sentido se desangra, se disemina y fluye de manera casi incontrolada. La ausencia de un significado trascendental que venga a sustentar un sentido cerrado del texto filosófico, lleva a Derrida a afirmar que “no hay un fuera del texto”, señalando con ello la imposibilidad de establecer un más allá significativo que pudiera tener lugar fuera de la lengua y de la escritura.

El texto (se) decontruye y produce efectos: es un campo de fuerzas heterogéneas que al mismo tiempo que le dan forma, lo fisuran desde dentro, impidiendo cualquier tipo de homogeneidad. Dichas fisuras, dichas grietas, son aquellas “marcas” que Derrida denomina la estrategia —la experiencia— de la indecidibilidad: conceptos sin conceptos, falsas unidades de simulacro, efectos de juego, términos con valores múltiples, contradictorios y ambiguos que desbaratan toda lógica oposicional, minando con su potencia el discurso de toda metafísica de la presencia.

La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar.

LA DIFFÉRANCE INFINITA ES FINITA

La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar.

Logofalocéntrica, fonocéntrica, eurocéntrica, la metafísica de la presencia ha querido así erigirse en el único discurso posible, en la única forma de pensamiento. Situándose, por el contrario, en las esquinas de cada concepto, la deconstrucción opera como un “efecto palanca”, allí donde la grieta ocultada y forcluída comienza a desestabilizar el edificio. Tal es el efecto de esos conceptos indecidibles, aquellos que ya no podemos situar en un extremo de la oposición, esos que trabajan de manera oblicua, dislocando, desde dentro, el pensamiento: ni presentes ni ausentes, ni vivos ni muertos, socavan y asedian toda posible ontología.

Entre ellos, ese extraño “neologismo” que introduce Derrida en 1963, esto es, la différance. La “marca muda” de una “a” indica, en un primer momento, que estamos ante un concepto filosófico que solo puede ser percibido en la escritura, dado que para la lengua francesa no hay posibilidad de distinguir fonéticamente entre “différence” y “différance”.

Pero, más allá del juego escritural, la trayectoria marcada por la différance comprende, a la vez, un movimiento de dislocación espacial y temporal. Diferir, por un lado, sería el rodeo, el retraso, la reserva en la presencia que introduce un hiato y desviación en la misma. Aquello que Derrida llamó el devenir-espacio del tiempo y devenir-tiempo del espacio. Por otro, diferir no deja de ser la producción de las diferencias.

Y es aquí donde se abre la posibilidad de la alteridad más radical: la différance sería, por un lado, la discordia “activa” (conflictualidad que introduce la alteridad), movimiento de las fuerzas diferentes y de las diferencias de fuerzas, en un sentido nietzscheano del término. Diferir como el desvío de todo lo familiar desconocido; deriva imprevisible, Umweg como différance pura en el corazón de todo oikos que se presenta como inviolable. Rodeo que guarda y produce; demora como producción de plusvalía, de efectos diferenciales o fuerzas activas productivas.

Difiriente-diferente, entraña cierta posibilidad de lo imposible, allí donde el pensamiento se disloca y tiene lugar. Tal es la fuerza reactiva de esta inaprensible e inapropiable différance. Oscilación silenciosa que nos lleva a pensar otras maneras de indecidibilidad y, en definitiva, otras formas de pensar. Pues pensar de otra manera la lógica de la posibilidad que rige la conceptualidad filosófica supone el riesgo, siempre, de dar un extraño paso fuera de la filosofía; un paso fuera o un paso de más, un paso (no) más allá como ese movimiento que, al igual que el deseo, desplaza las líneas y los contornos.

Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas.

TOUT AUTRE EST TOUT AUTRE...

Psyché. Invention de l'autre (1987) señala, para muchos estudiosos de la obra de Derrida, el punto de inflexión o tránsito entre un primer Derrida, todavía inserto en los juegos postestructuralistas, el texto y la escritura, y el último, más ético-político, incluso, más austero. Sin embargo, si el eje de dicho compromiso ético-político no es otro que la idea de una alteridad infagocitable e inanticipable, resulta más que complicado separar sus primeras obras de las últimas.

Ya en sus inicios mismos, encontramos esbozada la idea del otro como aquello que asedia y desbarata toda ipseidad, toda comunidad de iguales. La propia “différance” llevaba ya en su seno una alteridad inaprensible; por no hablar de su concepto de “iterabilidad”, que no repetición de una presencia o de una singularidad, señalando con ella la producción de diferencias en cada vuelta de repetición. Dicha alteridad anida en el seno de toda deconstrucción, toma forma ética y reclamo político cuando el otro adviene, cuando nos encontrarnos con aquel que es totalmente diferente a nosotros y que, cual arribante absoluto, nos demanda una respuesta que no esperábamos.

La alteridad radical, de un otro que siempre es completamente otro para nosotros, que marca la desemejanza y la disimilitud, introduce la heterogeneidad y el pólemos allí donde tiene lugar lo político. La irrupción del otro siempre pone en juego mi propia seguridad, mi identidad, rompiendo todo horizonte interpretativo, toda posible respuesta anticipada.

La herencia de Lévinas se hace manifiesta en una deconstrucción como pensamiento de lo político, en el que la hospitalidad infinita e inconmensurable define la responsabilidad. Aquella responsabilidad también indecidible y sin cierre, entregada hasta lo imposible mismo. Esa que, como la democracia y la justicia, abre un horizonte de incalculabilidad, una economía del sin retorno y que, por ello mismo, siempre estará por venir.

En una de sus últimas conferencias, publicada póstumamente, Derrida se preguntaba sobre “¿Cómo no temblar?”. Su infancia en Argelia y el recuerdo de los bombardeos vividos, así como el efecto de la quimioterapia en su cuerpo ya enfermo, le servían de contexto para teorizar sobre el efecto de ciertos estremecimientos que nos atraviesan, que nos suceden de manera imprevista y sin posibilidad de controlarlos.

Es posible que podamos reinterpretar los efectos que tuvo la deconstrucción en el pensamiento contemporáneo como cierta sacudida sísmica. Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas. Asimismo, sus propuestas en torno a la lógica autoinmunitaria de la democracia, el horizonte de una comunidad asentada en tesis no identitarias o la deconstrucción de la justicia, suponen un desplazamiento radical en el abordaje de conceptos que parecían intocables.

Cómo, entonces, no temblar, dado que, como él mismo afirmaba, todo terremoto y sus réplicas suponen una mutación tan perturbadora que necesariamente nos “obliga a cambiar de terreno brutalmente”.“Por consiguiente, la cuestión sería: 

¿qué no es la deconstrucción?
O, más bien, ¿qué debería no ser?”
Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”

Son pocos los filósofos que nos han legado el testimonio de su propio obituario. El caso de Derrida es prácticamente inaudito. Quizás, porque la cuestión misma del testimonio, de la muerte y de la voz del otro, siempre espectral y siempre al asedio, han marcado sus escritos desde sus inicios.

En una breve nota, delegada a su hijo para que fuera leída durante su funeral, la voz, ya de un muerto, nos sorprende e increpa con cierta ironía: “sonreídme —afirma— del mismo modo que yo os hubiese sonreído hasta el final. Preferid siempre la vida y afirmad sin cesar la supervivencia”.

Sus herencias nietzscheanas se hacían presentes incluso en el instante mismo de su muerte, y la risa, como el humor, aquella que Deleuze había definido como “el arte de los acontecimientos puros”, eran convocados para desestabilizar cualquier angustia paralizante ante la pérdida del ser amado.

El 9 de octubre se cumplen 15 años de la muerte de Derrida. Nacido en El-Biar, pequeño municipio situado en el centro de Argelia, su condición de judío pied-noir iba a estar presente durante toda su vida, como una marca indeleble que puede rastrearse en muchos de sus textos. No es casual que la diferencia, la alteridad, la hospitalidad o la potencia política del nombre fueran algunos de sus temas más recurrentes.

Es posible, incluso, que algo de esa extrañeza y de esa falta de lugar dejaran en él cierto carácter melancólico conocido solo por sus más íntimos. Y es que la deconstrucción siempre tuvo que ver con ese double bind cuasi perverso que nos genera cierta pasión hacia la estructura y la inevitable inestabilidad de la misma. Pulsión de ligadura hacia un terreno firme, ilusión de pertenencia a un territorio inamovible, el cual acaba siempre por disolverse, de manera infinita e incontrolable bajo nuestros pies.

La complejidad de su obra y escritura, la imposibilidad de categorización de su pensamiento, así como la dificultad en la traducción de sus textos, ha hecho de Derrida uno de los autores menos accesibles al gran público. Nunca terminó por sentirse cómodo ni por identificarse con ninguna corriente, escuela o etiqueta filosófica: ni postmoderno, ni postestructuralista, ni de la diferencia. Y aunque siempre fue agradecido con sus herencias filosóficas, desde Heidegger a la fenomenología, hasta el psicoanálisis e, incluso, cierto marxismo, resulta imposible situarlo en una única tradición.

Todo ello, hizo que sumara numerosos detractores y críticos, y que su reconocimiento lo encontrara fuera de las fronteras de Francia, donde nunca se terminaron de digerir y aceptar sus propuestas. Hagamos pues el intento de adentrarnos en esos complejos Holzwege derridianos, siguiendo la senda de algunas de sus frases más crípticas. Como aforismos o sentencias poéticas, quizás puedan ayudarnos a guiarnos por su pensamiento, el cual, como toda poiética, adviene siempre desde cierta imposibilidad interpretativa.

ÇA SE DÉCONSTRUIT...

Solía reconocer Derrida que la poco afortunada palabra “deconstrucción” se le impuso en De la gramatología (1967). Sin embargo, un año antes de su publicación, concretamente el 21 de octubre de 1966, Derrida pronunciaba en la Universidad Johns Hopkins, la conferencia “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”.

La intervención de Derrida provocaría unas repercusiones inesperadas incluso para el propio autor. En una Francia marcada por el auge del estructuralismo, un joven Derrida se atrevía a cuestionar una de las ideas claves del mismo: la importancia del centro en la estructura, condición necesaria para la coherencia y la estabilidad. Por primera vez, se ponían en marcha los temblores internos que iban a desestabilizar esa supuesta estructura, la cual tenía pretensiones de ser unitaria, cerrada y sin fisura alguna.

Si el estructuralismo había defendido la subordinación de los elementos a las leyes del sistema, apelando a la totalidad y homogeneidad del mismo, Derrida daría los primeros golpes a esta arquitectura hasta hacerla tambalear. Heredero del martillo nietzscheano, su pensamiento se situaría en cierta estructura descentrada, desplazada, conmovida. Se trataba de pensar una estructura a-estructural, sin unidad interna, sin ensamblaje.

Este desplazamiento ha sido denominado por Derrida “solicitación”: solicitar, del latín sollus (todo) y de citare (estremecer), conmover los fundamentos mismos de toda estructura. Tal era la propuesta de la deconstrucción, cuyo compromiso es y ha sido siempre un compromiso con el estructuralismo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso.

Son precisamente las palabras alemanas de Abbau y de Destruktion, utilizadas ya por Heidegger, las que sirven de apoyo a Derrida para dar forma a este complejo concepto. Ni crítica ni análisis, tampoco un desmontaje azaroso o una simple destrucción.

El trabajo propuesto consistía en desedimentar, descomponer estructuras, pero siempre a través de un gesto transformador y afirmativo, de un movimiento creador y no destructivo. La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso.

Ello se deconstruye, como un síntoma, breve, discreto, a veces imperceptible e inaudible. Síntoma que, sin embargo, evidencia la falta de solidez, las grietas mismas del edificio, al tiempo que denuncia las violencias encubiertas de nuestro discurso.

NO HAY FUERA DEL TEXTO...
El trabajo minucioso de la deconstrucción es llevado a cabo, en un primer momento de su obra, en los textos mismos de la historia de la filosofía. Así, por ejemplo, las lecturas derridianas de Platón, Aristóteles, Rousseau o Freud, entre otros, someten a estos autores al estilete deconstructivo. La lectura deconstructiva demuestra que existen ciertos conceptos, como “escritura”, “suplemento”, “fármaco”, “huella”, utilizados por estos mismos autores, que suponen un indicio de que algo no marcha; algo, indecidible y escurridizo, se escapa siempre a esa lógica oposicional que ha caracterizado el pensamiento metafísico.

De este modo, afirma Derrida, un texto no es nunca un campo homogéneo al cual podamos acceder de forma directa. Y hasta en los textos metafísicos más tradicionales operan ya fuerzas de trabajo que no son sino fuerzas de deconstrucción del propio texto, a través de las cuales el sentido se desangra, se disemina y fluye de manera casi incontrolada. La ausencia de un significado trascendental que venga a sustentar un sentido cerrado del texto filosófico, lleva a Derrida a afirmar que “no hay un fuera del texto”, señalando con ello la imposibilidad de establecer un más allá significativo que pudiera tener lugar fuera de la lengua y de la escritura.

El texto (se) decontruye y produce efectos: es un campo de fuerzas heterogéneas que al mismo tiempo que le dan forma, lo fisuran desde dentro, impidiendo cualquier tipo de homogeneidad. Dichas fisuras, dichas grietas, son aquellas “marcas” que Derrida denomina la estrategia —la experiencia— de la indecidibilidad: conceptos sin conceptos, falsas unidades de simulacro, efectos de juego, términos con valores múltiples, contradictorios y ambiguos que desbaratan toda lógica oposicional, minando con su potencia el discurso de toda metafísica de la presencia.

La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar.

LA DIFFÉRANCE INFINITA ES FINITA
La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar. Logofalocéntrica, fonocéntrica, eurocéntrica, la metafísica de la presencia ha querido así erigirse en el único discurso posible, en la única forma de pensamiento.

Situándose, por el contrario, en las esquinas de cada concepto, la deconstrucción opera como un “efecto palanca”, allí donde la grieta ocultada y forcluída comienza a desestabilizar el edificio. Tal es el efecto de esos conceptos indecidibles, aquellos que ya no podemos situar en un extremo de la oposición, esos que trabajan de manera oblicua, dislocando, desde dentro, el pensamiento: ni presentes ni ausentes, ni vivos ni muertos, socavan y asedian toda posible ontología.

Entre ellos, ese extraño “neologismo” que introduce Derrida en 1963, esto es, la différance. La “marca muda” de una “a” indica, en un primer momento, que estamos ante un concepto filosófico que solo puede ser percibido en la escritura, dado que para la lengua francesa no hay posibilidad de distinguir fonéticamente entre “différence” y “différance”.

Pero, más allá del juego escritural, la trayectoria marcada por la différance comprende, a la vez, un movimiento de dislocación espacial y temporal. Diferir, por un lado, sería el rodeo, el retraso, la reserva en la presencia que introduce un hiato y desviación en la misma. Aquello que Derrida llamó el devenir-espacio del tiempo y devenir-tiempo del espacio. Por otro, diferir no deja de ser la producción de las diferencias.

Y es aquí donde se abre la posibilidad de la alteridad más radical: la différance sería, por un lado, la discordia “activa” (conflictualidad que introduce la alteridad), movimiento de las fuerzas diferentes y de las diferencias de fuerzas, en un sentido nietzscheano del término. Diferir como el desvío de todo lo familiar desconocido; deriva imprevisible, Umweg como différance pura en el corazón de todo oikos que se presenta como inviolable. Rodeo que guarda y produce; demora como producción de plusvalía, de efectos diferenciales o fuerzas activas productivas.

Difiriente-diferente, entraña cierta posibilidad de lo imposible, allí donde el pensamiento se disloca y tiene lugar. Tal es la fuerza reactiva de esta inaprensible e inapropiable différance. Oscilación silenciosa que nos lleva a pensar otras maneras de indecidibilidad y, en definitiva, otras formas de pensar. Pues pensar de otra manera la lógica de la posibilidad que rige la conceptualidad filosófica supone el riesgo, siempre, de dar un extraño paso fuera de la filosofía; un paso fuera o un paso de más, un paso (no) más allá como ese movimiento que, al igual que el deseo, desplaza las líneas y los contornos.

Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas.

TOUT AUTRE EST TOUT AUTRE...
Psyché. Invention de l'autre (1987) señala, para muchos estudiosos de la obra de Derrida, el punto de inflexión o tránsito entre un primer Derrida, todavía inserto en los juegos postestructuralistas, el texto y la escritura, y el último, más ético-político, incluso, más austero. Sin embargo, si el eje de dicho compromiso ético-político no es otro que la idea de una alteridad infagocitable e inanticipable, resulta más que complicado separar sus primeras obras de las últimas.

Ya en sus inicios mismos, encontramos esbozada la idea del otro como aquello que asedia y desbarata toda ipseidad, toda comunidad de iguales. La propia “différance” llevaba ya en su seno una alteridad inaprensible; por no hablar de su concepto de “iterabilidad”, que no repetición de una presencia o de una singularidad, señalando con ella la producción de diferencias en cada vuelta de repetición. Dicha alteridad anida en el seno de toda deconstrucción, toma forma ética y reclamo político cuando el otro adviene, cuando nos encontrarnos con aquel que es totalmente diferente a nosotros y que, cual arribante absoluto, nos demanda una respuesta que no esperábamos.

La alteridad radical, de un otro que siempre es completamente otro para nosotros, que marca la desemejanza y la disimilitud, introduce la heterogeneidad y el pólemos allí donde tiene lugar lo político. La irrupción del otro siempre pone en juego mi propia seguridad, mi identidad, rompiendo todo horizonte interpretativo, toda posible respuesta anticipada.

La herencia de Lévinas se hace manifiesta en una deconstrucción como pensamiento de lo político, en el que la hospitalidad infinita e inconmensurable define la responsabilidad. Aquella responsabilidad también indecidible y sin cierre, entregada hasta lo imposible mismo. Esa que, como la democracia y la justicia, abre un horizonte de incalculabilidad, una economía del sin retorno y que, por ello mismo, siempre estará por venir.

En una de sus últimas conferencias, publicada póstumamente, Derrida se preguntaba sobre “¿Cómo no temblar?”. Su infancia en Argelia y el recuerdo de los bombardeos vividos, así como el efecto de la quimioterapia en su cuerpo ya enfermo, le servían de contexto para teorizar sobre el efecto de ciertos estremecimientos que nos atraviesan, que nos suceden de manera imprevista y sin posibilidad de controlarlos.

Es posible que podamos reinterpretar los efectos que tuvo la deconstrucción en el pensamiento contemporáneo como cierta sacudida sísmica. Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas.

Asimismo, sus propuestas en torno a la lógica autoinmunitaria de la democracia, el horizonte de una comunidad asentada en tesis no identitarias o la deconstrucción de la justicia, suponen un desplazamiento radical en el abordaje de conceptos que parecían intocables. Cómo, entonces, no temblar, dado que, como él mismo afirmaba, todo terremoto y sus réplicas suponen una mutación tan perturbadora que necesariamente nos “obliga a cambiar de terreno brutalmente”.

“Por consiguiente, la cuestión sería: ¿qué no es la deconstrucción?
O, más bien, ¿qué debería no ser?”
Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”

Son pocos los filósofos que nos han legado el testimonio de su propio obituario. El caso de Derrida es prácticamente inaudito. Quizás, porque la cuestión misma del testimonio, de la muerte y de la voz del otro, siempre espectral y siempre al asedio, han marcado sus escritos desde sus inicios.

En una breve nota, delegada a su hijo para que fuera leída durante su funeral, la voz, ya de un muerto, nos sorprende e increpa con cierta ironía: “sonreídme —afirma— del mismo modo que yo os hubiese sonreído hasta el final. Preferid siempre la vida y afirmad sin cesar la supervivencia”.

Sus herencias nietzscheanas se hacían presentes incluso en el instante mismo de su muerte, y la risa, como el humor, aquella que Deleuze había definido como “el arte de los acontecimientos puros”, eran convocados para desestabilizar cualquier angustia paralizante ante la pérdida del ser amado.

El 9 de octubre se cumplen 15 años de la muerte de Derrida. Nacido en El-Biar, pequeño municipio situado en el centro de Argelia, su condición de judío pied-noir iba a estar presente durante toda su vida, como una marca indeleble que puede rastrearse en muchos de sus textos.

No es casual que la diferencia, la alteridad, la hospitalidad o la potencia política del nombre fueran algunos de sus temas más recurrentes. Es posible, incluso, que algo de esa extrañeza y de esa falta de lugar dejaran en él cierto carácter melancólico conocido solo por sus más íntimos. Y es que la deconstrucción siempre tuvo que ver con ese double bind cuasi perverso que nos genera cierta pasión hacia la estructura y la inevitable inestabilidad de la misma.

Pulsión de ligadura hacia un terreno firme, ilusión de pertenencia a un territorio inamovible, el cual acaba siempre por disolverse, de manera infinita e incontrolable bajo nuestros pies.

La complejidad de su obra y escritura, la imposibilidad de categorización de su pensamiento, así como la dificultad en la traducción de sus textos, ha hecho de Derrida uno de los autores menos accesibles al gran público. Nunca terminó por sentirse cómodo ni por identificarse con ninguna corriente, escuela o etiqueta filosófica: ni postmoderno, ni postestructuralista, ni de la diferencia. Y aunque siempre fue agradecido con sus herencias filosóficas, desde Heidegger a la fenomenología, hasta el psicoanálisis e, incluso, cierto marxismo, resulta imposible situarlo en una única tradición.

Todo ello, hizo que sumara numerosos detractores y críticos, y que su reconocimiento lo encontrara fuera de las fronteras de Francia, donde nunca se terminaron de digerir y aceptar sus propuestas. Hagamos pues el intento de adentrarnos en esos complejos Holzwege derridianos, siguiendo la senda de algunas de sus frases más crípticas. Como aforismos o sentencias poéticas, quizás puedan ayudarnos a guiarnos por su pensamiento, el cual, como toda poiética, adviene siempre desde cierta imposibilidad interpretativa.

ÇA SE DÉCONSTRUIT...
Solía reconocer Derrida que la poco afortunada palabra “deconstrucción” se le impuso en De la gramatología (1967). Sin embargo, un año antes de su publicación, concretamente el 21 de octubre de 1966, Derrida pronunciaba en la Universidad Johns Hopkins, la conferencia “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”.

La intervención de Derrida provocaría unas repercusiones inesperadas incluso para el propio autor. En una Francia marcada por el auge del estructuralismo, un joven Derrida se atrevía a cuestionar una de las ideas claves del mismo: la importancia del centro en la estructura, condición necesaria para la coherencia y la estabilidad.

Por primera vez, se ponían en marcha los temblores internos que iban a desestabilizar esa supuesta estructura, la cual tenía pretensiones de ser unitaria, cerrada y sin fisura alguna. Si el estructuralismo había defendido la subordinación de los elementos a las leyes del sistema, apelando a la totalidad y homogeneidad del mismo, Derrida daría los primeros golpes a esta arquitectura hasta hacerla tambalear. Heredero del martillo nietzscheano, su pensamiento se situaría en cierta estructura descentrada, desplazada, conmovida.

Se trataba de pensar una estructura a-estructural, sin unidad interna, sin ensamblaje. Este desplazamiento ha sido denominado por Derrida “solicitación”: solicitar, del latín sollus (todo) y de citare (estremecer), conmover los fundamentos mismos de toda estructura. Tal era la propuesta de la deconstrucción, cuyo compromiso es y ha sido siempre un compromiso con el estructuralismo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso.

Son precisamente las palabras alemanas de Abbau y de Destruktion, utilizadas ya por Heidegger, las que sirven de apoyo a Derrida para dar forma a este complejo concepto. Ni crítica ni análisis, tampoco un desmontaje azaroso o una simple destrucción. El trabajo propuesto consistía en desedimentar, descomponer estructuras, pero siempre a través de un gesto transformador y afirmativo, de un movimiento creador y no destructivo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso. Ello se deconstruye, como un síntoma, breve, discreto, a veces imperceptible e inaudible. Síntoma que, sin embargo, evidencia la falta de solidez, las grietas mismas del edificio, al tiempo que denuncia las violencias encubiertas de nuestro discurso.

NO HAY FUERA DEL TEXTO...
El trabajo minucioso de la deconstrucción es llevado a cabo, en un primer momento de su obra, en los textos mismos de la historia de la filosofía. Así, por ejemplo, las lecturas derridianas de Platón, Aristóteles, Rousseau o Freud, entre otros, someten a estos autores al estilete deconstructivo. La lectura deconstructiva demuestra que existen ciertos conceptos, como “escritura”, “suplemento”, “fármaco”, “huella”, utilizados por estos mismos autores, que suponen un indicio de que algo no marcha; algo, indecidible y escurridizo, se escapa siempre a esa lógica oposicional que ha caracterizado el pensamiento metafísico.

De este modo, afirma Derrida, un texto no es nunca un campo homogéneo al cual podamos acceder de forma directa. Y hasta en los textos metafísicos más tradicionales operan ya fuerzas de trabajo que no son sino fuerzas de deconstrucción del propio texto, a través de las cuales el sentido se desangra, se disemina y fluye de manera casi incontrolada. La ausencia de un significado trascendental que venga a sustentar un sentido cerrado del texto filosófico, lleva a Derrida a afirmar que “no hay un fuera del texto”, señalando con ello la imposibilidad de establecer un más allá significativo que pudiera tener lugar fuera de la lengua y de la escritura.

El texto (se) decontruye y produce efectos: es un campo de fuerzas heterogéneas que al mismo tiempo que le dan forma, lo fisuran desde dentro, impidiendo cualquier tipo de homogeneidad. Dichas fisuras, dichas grietas, son aquellas “marcas” que Derrida denomina la estrategia —la experiencia— de la indecidibilidad: conceptos sin conceptos, falsas unidades de simulacro, efectos de juego, términos con valores múltiples, contradictorios y ambiguos que desbaratan toda lógica oposicional, minando con su potencia el discurso de toda metafísica de la presencia.

La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar.

LA DIFFÉRANCE INFINITA ES FINITA
La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar. Logofalocéntrica, fonocéntrica, eurocéntrica, la metafísica de la presencia ha querido así erigirse en el único discurso posible, en la única forma de pensamiento. Situándose, por el contrario, en las esquinas de cada concepto, la deconstrucción opera como un “efecto palanca”, allí donde la grieta ocultada y forcluída comienza a desestabilizar el edificio.

Tal es el efecto de esos conceptos indecidibles, aquellos que ya no podemos situar en un extremo de la oposición, esos que trabajan de manera oblicua, dislocando, desde dentro, el pensamiento: ni presentes ni ausentes, ni vivos ni muertos, socavan y asedian toda posible ontología. Entre ellos, ese extraño “neologismo” que introduce Derrida en 1963, esto es, la différance. La “marca muda” de una “a” indica, en un primer momento, que estamos ante un concepto filosófico que solo puede ser percibido en la escritura, dado que para la lengua francesa no hay posibilidad de distinguir fonéticamente entre “différence” y “différance”.

Pero, más allá del juego escritural, la trayectoria marcada por la différance comprende, a la vez, un movimiento de dislocación espacial y temporal. Diferir, por un lado, sería el rodeo, el retraso, la reserva en la presencia que introduce un hiato y desviación en la misma. Aquello que Derrida llamó el devenir-espacio del tiempo y devenir-tiempo del espacio. Por otro, diferir no deja de ser la producción de las diferencias. 

Y es aquí donde se abre la posibilidad de la alteridad más radical: la différance sería, por un lado, la discordia “activa” (conflictualidad que introduce la alteridad), movimiento de las fuerzas diferentes y de las diferencias de fuerzas, en un sentido nietzscheano del término. Diferir como el desvío de todo lo familiar desconocido; deriva imprevisible, Umweg como différance pura en el corazón de todo oikos que se presenta como inviolable. Rodeo que guarda y produce; demora como producción de plusvalía, de efectos diferenciales o fuerzas activas productivas.

Difiriente-diferente, entraña cierta posibilidad de lo imposible, allí donde el pensamiento se disloca y tiene lugar. Tal es la fuerza reactiva de esta inaprensible e inapropiable différance. Oscilación silenciosa que nos lleva a pensar otras maneras de indecidibilidad y, en definitiva, otras formas de pensar. Pues pensar de otra manera la lógica de la posibilidad que rige la conceptualidad filosófica supone el riesgo, siempre, de dar un extraño paso fuera de la filosofía; un paso fuera o un paso de más, un paso (no) más allá como ese movimiento que, al igual que el deseo, desplaza las líneas y los contornos.

Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas.

TOUT AUTRE EST TOUT AUTRE...
Psyché. Invention de l'autre (1987) señala, para muchos estudiosos de la obra de Derrida, el punto de inflexión o tránsito entre un primer Derrida, todavía inserto en los juegos postestructuralistas, el texto y la escritura, y el último, más ético-político, incluso, más austero. Sin embargo, si el eje de dicho compromiso ético-político no es otro que la idea de una alteridad infagocitable e inanticipable, resulta más que complicado separar sus primeras obras de las últimas.

Ya en sus inicios mismos, encontramos esbozada la idea del otro como aquello que asedia y desbarata toda ipseidad, toda comunidad de iguales. La propia “différance” llevaba ya en su seno una alteridad inaprensible; por no hablar de su concepto de “iterabilidad”, que no repetición de una presencia o de una singularidad, señalando con ella la producción de diferencias en cada vuelta de repetición. Dicha alteridad anida en el seno de toda deconstrucción, toma forma ética y reclamo político cuando el otro adviene, cuando nos encontrarnos con aquel que es totalmente diferente a nosotros y que, cual arribante absoluto, nos demanda una respuesta que no esperábamos.

La alteridad radical, de un otro que siempre es completamente otro para nosotros, que marca la desemejanza y la disimilitud, introduce la heterogeneidad y el pólemos allí donde tiene lugar lo político. La irrupción del otro siempre pone en juego mi propia seguridad, mi identidad, rompiendo todo horizonte interpretativo, toda posible respuesta anticipada. La herencia de Lévinas se hace manifiesta en una deconstrucción como pensamiento de lo político, en el que la hospitalidad infinita e inconmensurable define la responsabilidad.

Aquella responsabilidad también indecidible y sin cierre, entregada hasta lo imposible mismo. Esa que, como la democracia y la justicia, abre un horizonte de incalculabilidad, una economía del sin retorno y que, por ello mismo, siempre estará por venir.

En una de sus últimas conferencias, publicada póstumamente, Derrida se preguntaba sobre “¿Cómo no temblar?”. Su infancia en Argelia y el recuerdo de los bombardeos vividos, así como el efecto de la quimioterapia en su cuerpo ya enfermo, le servían de contexto para teorizar sobre el efecto de ciertos estremecimientos que nos atraviesan, que nos suceden de manera imprevista y sin posibilidad de controlarlos.

Es posible que podamos reinterpretar los efectos que tuvo la deconstrucción en el pensamiento contemporáneo como cierta sacudida sísmica. Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas. 

Asimismo, sus propuestas en torno a la lógica autoinmunitaria de la democracia, el horizonte de una comunidad asentada en tesis no identitarias o la deconstrucción de la justicia, suponen un desplazamiento radical en el abordaje de conceptos que parecían intocables. Cómo, entonces, no temblar, dado que, como él mismo afirmaba, todo terremoto y sus réplicas suponen una mutación tan perturbadora que necesariamente nos “obliga a cambiar de terreno brutalmente”.

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