miércoles, 17 de junio de 2015

Napoleón Bonaparte

 

Napoleón Bonaparte

Enviado por dcastro

Napoleón I Bonaparte (1769-1821), emperador de los franceses (1804-1815) que consolidó e instituyó muchas de las reformas de la Revolución Francesa. Asimismo, fue uno de los más grandes militares de todos los tiempos, conquistó la mayor parte de Europa e intentó modernizar las naciones en las que gobernó.
Napoleón nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio (Córcega) y recibió el nombre de Napoleone. Era el segundo de los ocho hijos de Carlos Bonaparte y Letizia Ramolino, miembros ambos de la pequeña burguesía corso-italiana. Su padre trabajaba como abogado y luchó por la independencia de Córcega; después que los franceses ocuparan la isla en 1768, ejerció como fiscal y juez e ingresó en la aristocracia francesa con el título de conde. Gracias a la influencia de su padre, la formación de Napoleón en Brienne y en la Escuela Militar de París estuvo subvencionada por el propio rey Luis XVI. Terminó sus estudios en 1785 —a los 16 años— y sirvió en un regimiento de artillería con el grado de teniente.
Una vez que dio comienzo la Revolución Francesa, pasó a ser teniente coronel de la Guardia Nacional corsa (1791); sin embargo, cuando Córcega declaró su independencia en 1793, Bonaparte, decididamente partidario del régimen republicano, huyó a Francia con su familia. Fue nombrado jefe de artillería del ejército encargado de la reconquista de Tolón, una base naval alzada en armas contra la República con el apoyo de Gran Bretaña (que junto a Prusia, Austria, Holanda y España, tras la declaración de guerra francesa a ésta última, habían constituido la Primera Coalición contra Francia en 1793). Reemplazó a un general herido, y, distribuyendo hábilmente sus cañones, expulsó del puerto a las naves británicas y reconquistó finalmente esta posición. Como recompensa por su acción Bonaparte fue ascendido a general de brigada a la edad de 24 años. En 1795 salvó al gobierno revolucionario restableciendo el orden tras una insurrección realista desatada en París. En 1796 contrajo matrimonio civil con Josefina de Beauharnais, viuda de un aristócrata guillotinado durante la Revolución y madre de dos hijos.
Las primeras campañas
Napoleón fue nombrado comandante del ejército francés en Italia en 1796. Derrotó sucesivamente a cuatro generales austriacos cuyas tropas eran superiores en número, y obligó a Austria y sus aliados a firmar la paz. El Tratado de Campoformio estipulaba que Francia podía conservar los territorios conquistados, en los que Bonaparte fundó, en 1797, la República Cisalpina (Venecia), la República Ligur (Génova) y la República Transalpina (Lombardia), y fortaleció su posición en Francia enviando al Tesoro millones de francos. En 1798 dirigió una expedición a Egipto, que se encontraba bajo el dominio turco, para cortar la ruta británica hacia la India. Aunque conquistó este país, su flota fue destruida por el almirante británico Horatio Nelson y el militar francés quedó aislado en el norte de África tras ser derrotado en la batalla del Nilo. Bonaparte no se desanimó ante este contratiempo y se dedicó a la reforma de la administración y legislación egipcias: la servidumbre y el feudalismo fueron abolidos y los derechos básicos de los ciudadanos garantizados. Los eruditos franceses que le habían acompañado en el viaje comenzaron a estudiar la historia del antiguo Egipto y a realizar diversas excavaciones arqueológicas. No consiguió conquistar Siria en 1799, pero logró una victoria aplastante sobre los turcos en Abukir. Mientras tanto, Francia hacía frente a una nueva situación internacional: Austria, Rusia, Nápoles y Portugal se habían aliado con Gran Bretaña, configurando la Segunda Coalición.
La Francia napoleónica
Napoleón decidió abandonar a su ejército y regresar a Francia para salvar el país ante la crisis del Directorio. Cuando llegó a París se unió a una conspiración contra el gobierno. Bonaparte y sus compañeros tomaron el poder durante el golpe de Estado del 9-10 de noviembre de 1799 (18-19 de brumario según el calendario revolucionario) y establecieron un nuevo régimen, el Consulado. Según la constitución del año VIII, Napoleón, que había sido nombrado primer cónsul, disponía de poderes casi dictatoriales. La Constitución del año X, por él dictada en 1802, otorgó carácter vitalicio a su consulado y, finalmente, se proclamó emperador en 1804. El electorado mostró su respaldo absoluto a cada una de estas reformas. Bonaparte cruzó los Alpes con un ejército en 1800 y derrotó a los austriacos en la batalla de Marengo, con lo que su poder quedó afianzado. Entabló negociaciones para restablecer la paz en Europa y conseguir que el Rin fuera reconocido como la frontera oriental de Francia. Asimismo, firmó el Concordato de 1801 con el papa Pío VII, que apaciguó los ánimos en el interior del país al poner fin al enfrentamiento con la Iglesia católica, originado desde el inicio de la Revolución. En cuanto a la política interior, Napoleón reorganizó la administración, simplificó el sistema judicial y sometió a todas las escuelas a un control centralizado. La legislación civil francesa quedó tipificada en el Código de Napoleón y en otros seis códigos que garantizaban los derechos y libertades conquistados durante el periodo revolucionario, incluida la igualdad ante la ley y la libertad de culto.
Las guerras de conquista
Gran Bretaña, irritada por la hostilidad de las acciones de Napoleón, reanudó la guerra naval con Francia en abril de 1803. Dos años después, Rusia y Austria se unieron a Gran Bretaña en la Tercera coalición. Napoleón descartó su plan de invadir Inglaterra y dirigió sus ejércitos contra las fuerzas austro-rusas, a las que derrotó en la batalla de Austerlitz el 2 de diciembre de 1805. Conquistó el reino de Nápoles en 1806 y nombró rey a su hermano mayor, José; se tituló rey de Italia (1805), desintegró las antiguas Provincias Unidas (hoy Países Bajos), que en 1795 había constituido como República de Batavia, y fundó el reino de Holanda, al frente del cual situó a su hermano Luis, y estableció la Confederación del Rin (que agrupaba a la mayoría de los estados alemanes) que quedó bajo su protección. Fue entonces cuando Prusia y Rusia forjaron una nueva alianza y atacaron a la confederación. Napoleón aniquiló al ejército prusiano en Jena y Auerstedt (1806) y al ruso en Friedland. En Tilsit (julio de 1807), estableció un acuerdo con el zar Alejandro I por el que se reducía enormemente el territorio de Prusia (véase Tratados de Tilsit); también incorporó nuevos estados al Imperio: el reino de Westfalia, gobernado por su hermano Jerónimo, y el ducado de Varsovia, entre otros.
Durante este tiempo Bonaparte había impuesto el Sistema Continental en Europa, que consistía en un bloqueo sobre las mercancías británicas con el propósito de arruinar el poderoso comercio de Gran Bretaña. Conquistó Portugal en 1807 y en 1808 nombró a su hermano José rey de España, tras lograr la abdicación de Fernando VII en Bayona e invadir el país, dejando Nápoles como recompensa para su cuñado, Joachim Murat. La llegada a España de José Bonaparte recrudeció la guerra de Independencia española. Napoleón se trasladó a España durante un tiempo y consiguió varias victorias, pero la lucha se reanudó tras su partida, prolongándose durante cinco años la guerra entre las tropas francesas y las españolas (apoyadas por Gran Bretaña), jugando un papel fundamental la lucha de guerrillas. Este conflicto supuso un gran desgaste humano (se ha estimado en 300.000 bajas) y económico para Francia que contribuyó al debilitamiento final del Imperio napoleónico.
Bonaparte venció a los austriacos en Wagram en 1809, convirtió los territorios conquistados en las Provincias Ilirias (en la actualidad parte de Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia y Montenegro) y conquistó los Estados Pontificios. Después de repudiar a Josefina, contrajo matrimonio en 1810 con María Luisa, archiduquesa de Austria e hija del emperador Francisco I de Austria, perteneciente a la casa de Habsburgo.. Con este enlace vinculaba su dinastía a la más antigua de la casas reales de Europa, con la esperanza de que su hijo, nacido en 1811 y al que otorgó el título de rey de Roma como heredero del Imperio, fuera mejor aceptado por los monarcas reinantes. El Imperio alcanzó su máxima amplitud en 1810 con la incorporación de Bremen, Lübeck y otros territorios del norte de Alemania, así como con el reino de Holanda, después de obligar a abdicar a su hermano Luis I Bonaparte.
La Europa napoleónica
El Código Napoleónico se implantó en todos los Estados creados por el Emperador. Se abolieron el feudalismo y la servidumbre y se estableció la libertad de culto (salvo en España). Le fue otorgada a cada Estado una constitución en la que se concedía el sufragio universal masculino y una declaración de derechos y la creación de un parlamento; fue instaurado el sistema administrativo y judicial francés; las escuelas quedaron supeditadas a una administración centralizada y se amplió el sistema educativo libre de manera que cualquier ciudadano pudiera acceder a la enseñanza secundaria sin que se tuviera en cuenta su clase social o religión. Cada Estado disponía de una academia o instituto destinado a la promoción de las artes y las ciencias, al tiempo que se financiaba el trabajo de los investigadores, principalmente el de los científicos. La creación de gobiernos constitucionales siguió siendo sólo una promesa, pero el progreso y eficacia de la gestión fueron un logro real.
Para América Latina, la figura de Napoleón Bonaparte es fundamental. Su intervención en España, las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII, la entrega del trono español a su hermano José, que reinó en España y las Indias con el título de José I; la promulgación de la Constitución de Bayona en 1808, que reconocía la autonomía de las provincias americanas del dominio español; sus pretensiones de reinar sobre aquellos inmensos territorios, cuyos habitantes nunca quisieron aceptar los planes y designios del emperador, son elementos básicos para entender los movimientos de emancipación y las guerras hispanoamericanas por su independencia.
La caída de Napoleón
La alianza de Bonaparte con el zar Alejandro I quedó anulada en 1812 y Napoleón emprendió una campaña contra Rusia que terminó con la trágica retirada de Moscú. Después de este fracaso, toda Europa se unió para combatirle y, aunque luchó con maestría, la superioridad de sus enemigos imposibilitó su victoria. Sus mariscales se negaron a continuar combatiendo en abril de 1814. Al ser rechazada su propuesta de renunciar a sus derechos en favor de su hijo, hubo de abdicar, permitiéndole conservar el título de emperador y otorgándosele el gobierno de la isla de Elba. María Luisa y su hijo quedaron bajo la custodia del padre de ésta, el emperador de Austria Francisco I, y Napoleón no volvió a verlos nunca, a pesar de su dramática reaparición. Escapó de Elba en marzo de 1815, llegó a Francia y marchó sobre París tras vencer a las tropas enviadas para capturarle, iniciándose el periodo denominado de los Cien Días. Establecido en la capital, promulgó una nueva Constitución más democrática y los veteranos de las anteriores campañas acudieron a su llamada, comenzando de nuevo el enfrentamiento contra los aliados. El resultado fue la campaña de Bélgica, que concluyó con la derrota en la batalla de Waterloo el 18 de junio de 1815. En París las multitudes le imploraban que continuara la lucha pero los políticos le retiraron su apoyo, por lo que abdicó en favor de su hijo, Napoleón II. Marchó a Rochefort donde capituló ante el capitán del buque británico Bellerophon. Fue recluido entonces en Santa Elena, una isla en el sur del océano Atlántico. Permaneció allí hasta que falleció el 5 de mayo de 1821.
La leyenda de Napoleón
El culto a Napoleón comenzó en vida del emperador; el propio Bonaparte lo fomentó durante su primera campaña divulgando sus victorias de forma sistemática. Como primer cónsul y emperador encargó la realización de obras hagiográficas a los mejores escritores y artistas de Europa y favoreció esta idolatría mediante la celebración de ceremonias conmemorativas de su gobierno en las que aparecía como el artífice de la época más gloriosa de Francia; solía decir que había conservado las conquistas de la Revolución Francesa y ofrecido sus beneficios a toda Europa en un intento de fundar una federación europea de pueblos libres.
Sus restos fueron trasladados a París en 1840 a petición del rey Luis Felipe I de Orleans y se enterraron con grandes honores en los Inválidos, donde permanecen actualmente.
Valoración
La influencia de Napoleón sobre Francia puede apreciarse incluso hoy en día. Los monumentos en su honor se encuentran por doquier en París; el más señalado es el Arco del Triunfo, situado en el centro de la ciudad y erigido para conmemorar sus victoriosas campañas. Su espíritu pervive en la constitución de la V República y el Código de Napoleón sigue siendo la base de la legislación francesa y de otros estados, y tanto el sistema administrativo como el judicial son esencialmente los mismos que se instauraron durante su mandato; igualmente se mantiene el sistema educativo regulado por el Estado. Las reformas radicales que aplicó Napoleón en otras partes de Europa alentaron las sucesivas revoluciones del siglo XIX de carácter liberal y nacionalista.
Aparte de su importancia como transmisor de las ideas e instituciones revolucionarias a Europa, lo que, avanzado el siglo XIX consagraría a esta centuria como el periodo paradigmático de las revoluciones liberales, Napoleón dejó una inigualada impronta como un genio militar. Cuando se encontraba exiliado en Santa Elena dijo "Waterloo borrará de la memoria todas mis victorias", pero se equivocaba. Napoleón es recordado más por sus dotes como estratega que por su gobierno ilustrado.

 Autor:
Diego Castro

Leer más: http://www.monografias.com/trabajos/nbonaparte/nbonaparte.shtml#ixzz3dN2lM7iJ

 200 AÑOS DE WATERLOO Una obsesión que cruza los siglos: Locos por Napoleón
domingo, 14 de junio de 2015


 
 
Marcelo Somarriva Doctor en Historia. Académico Facultad de Artes Liberales de la U. Adolfo Ibáñez
Artes y Letras
 

El ex emperador genera una fascinación inexplicable en la cultura popular que parece olvidar sus excesos imperiales. Este culto tiene una historia específica que se remonta al momento mismo de su derrota definitiva, hace exactamente dos siglos, en la batalla de Waterloo.


 
Napoleón Bonaparte ha generado un culto en el mundo entero y su figura es una presencia persistente en la imaginación popular no solo en miles de novelas y películas, sino también en su encarnación en toda clase de objetos como botellas de coñac o brandy, medallas, bustos, habanos, soldaditos de plomo, colonias e incluso condones. Su imagen convencional, con la mano en el pecho, ha servido para promocionar antiácidos y su legendario sombrero bicornio se ha usado para vender equipos de música.

Toda esta fascinación parece inexplicable y contradice la reconstrucción y evaluación de Bonaparte que han hecho en general los historiadores más interesados en relativizar la importancia del héroe para resaltar las contradicciones y debilidades del ser humano. Sin embargo, todas estas manifestaciones del culto napoleónico tienen también una historia que se remonta al momento mismo de su derrota definitiva, hace doscientos años, en la batalla de Waterloo.

Poco tiempo después de la partida de Bonaparte al exilio a la isla Santa Helena después de su derrota final, en Francia, en una aldea del Aube una gallina puso un huevo plano cuya forma parecía la efigie de Napoleón. La población local se congregó a admirar el prodigio y festejar este acontecimiento como un milagro, hasta que intervino la policía, que arrestó al orgulloso propietario y su animal. "La gallina murió en prisión, pero la memoria de su huevo vivirá para siempre", apuntó el escritor Stendhal, quien narró este acontecimiento en su diario de vida.

Este caso es uno de los tantos que analiza el historiador Sudhir Hazareesingh en su excelente libro "La leyenda de Napoleón", donde analiza las maneras como fue recordado, celebrado e idealizado por los franceses a lo largo del siglo XIX y cómo su leyenda ejerció una influencia continua en las diversas experiencias políticas francesas desde la Restauración hasta el Segundo Imperio.


El ideal de los "Cien días"

Según observa Hazareesingh, la imagen de Napoleón experimentó un giro radical: sus adeptos no solo lamentaron su caída en manos de sus rivales tradicionales, sino que empezaron a recordarlo como un defensor de los valores igualitaristas y libertarios de la revolución, olvidando su imagen imperial. ¿Cómo fue posible que la gente se olvidara de sus excesos como emperador? ¿Qué pasó con los millones de muertos de sus campañas militares desastrosas e injustificadas? ¿Y con la evidencia de una Francia en ruinas y con sus fronteras reducidas? ¿Qué pasó con el autócrata que restableció la esclavitud en las Antillas por conveniencia política? ¿Del tirano que eliminó a toda oposición a su gobierno? ¿Qué pasó con todo ese armiño?

La transformación de la imagen de Napoleón en la opinión popular en el opuesto de lo que auténticamente había sido es un gran misterio, que según Hazareesingh se explica gracias a los llamados "Cien días" de su retorno al poder tras su cautiverio en la isla de Elba y que terminaron en 1815 en Waterloo. En marzo de ese año Napoleón había regresado sigilosamente a París desde la localidad de Golfe-Juan en el sur de Francia, y sin dar un solo disparo retomó el trono que ocupaba Luis XVIII. A partir de ese momento el ex emperador hizo cuanto pudo para borrar su legado imperial, y se empeñó en convertirse en un soberano popular y democrático; en un reformista liberal; en un redentor de la nación y un prolongador del espíritu revolucionario de 1789.

Una pieza esencial en este proceso de mutación liberal fue Benjamin Constant, hasta entonces su más agudo y persistente opositor -tal vez solo superado en su aversión al ex emperador por su amante y protectora, la escritora Germaine de Staël-, a quien Napoleón logró ganarse astutamente y le encomendó la redacción de una constitución liberal y un programa de reformas.

Estos "Cien días" han sido reevaluados de manera reciente. El ex Presidente francés Dominique Villepin publicó hace algunos años "Les Cent Jours ou l'esprit de sacrifice", donde presentó este período como un sueño que se derrumbó con Waterloo, "una derrota que brilla con el aura de la victoria". El historiador británico Andrew Roberts, autor de "Napoleon the Great", por su parte señaló que si Napoleón hubiera continuado en el poder hasta su muerte natural en 1824, la civilización europea se habría beneficiado de manera inestimable. 

Según él, la batalla de Waterloo no debió haberse peleado nunca. Considerando que no era mucho lo que podía concretarse en solo 100 días de gobierno, el legado de esta experiencia fue más bien una magnífica promesa o un ideal político. Napoleón alguna vez dijo: "Yo soy la Revolución Francesa", pero la verdad es que no era exactamente él, sino que su fantasma.


El aura de Napoléon

El impacto del ideal de los "Cien días" se redobló con la impopularidad del gobierno de Luis XVIII que hizo cuanto pudo por escenificar un simulacro del antiguo régimen, invocando el derecho divino de los reyes y negando toda soberanía popular. Durante la restauración el bonapartismo fue prohibido como movimiento político y las manifestaciones públicas de lealtad hacia el ex emperador se castigaron con la cárcel, pero el culto en torno a él creció de manera subterránea, evocándolo como redentor de la nación oprimida.

Hazareesingh sostiene que la imagen de Bonaparte fue manipulada por distintos actores políticos que la usaron para sus propios fines y se materializó de diversas maneras, que sin embargo evocaban un conjunto de ideales coherentes. La leyenda de Napoleón estuvo detrás de las jornadas de julio de 1830, de la revolución de 1848, y sin ella es imposible comprender que un personaje tan inquietante como Luis Napoleón pudiera llegar al poder.

Napoleón tuvo mucho que ver en la formación de esta leyenda. Era un experto propagandista que reclutaba a escritores y pintores como David, Gros y Girodet para proyectar una imagen grandiosa y hasta sublime de sí mismo ante la opinión pública. Para algunos, la obsesión que tenía por el poder estatal, la propaganda y el control social lo convierten en un pionero del totalitarismo moderno. La afirmación es fuerte, pero gestos suyos como la invención de San Napoleón contribuyen largamente a confirmarlo. El emperador instó al Papa a que "inventara" la historia del mártir romano Neapolis-Napoleón, cuyo nacimiento se celebraba el 15 de agosto -el día de su cumpleaños- y cuyos íconos eran idénticos a su homónimo moderno.

Pero la leyenda de Napoleón tomó formas disparatadas que su inspirador jamás pudo haber previsto, incluyendo elementos milagrosos, sobrenaturales e incluso milenaristas, como la posibilidad de su regreso incluso después de muerto. Cuentan que en Auxerre decían que un recién nacido había llegado al mundo chillando "larga vida al emperador", no una sino tres veces.

El aura de Napoleón no se quedó exclusivamente en Francia. El historiador Stuart Semmel en su libro "Napoleon and the British" detalla cómo su figura fue intensamente popular para una significativa minoría de autores británicos. Poetas como Shelley, Byron y periodistas como Leigh Hunt y William Cobbett sostenían públicamente su admiración por este personaje a quien la mayoría de sus compatriotas llamaban el "ogro corso". Cuando el eminente ensayista y crítico William Hazlitt supo de la derrota de Bonaparte, "sufrió una postración mental y física" y anduvo por semanas "sin lavarse, ni afeitarse, nunca enteramente sobrio de día, y siempre intoxicado por las noches". Un aspecto interesante en el que los libros de Semmel y Hazareesingh coinciden es que la raíz de la leyenda napoleónica entre los ingleses también fueron los ideales de los "Cien días".

La figura de Napoleón también se propagó como una especie de vampiro por las clases populares del mundo entero: los campesinos checos lo veían venir con una espada en llamas espantando a los reyes y en Armenia generaciones veneraron a la figura mítica del héroe Panaporte. Hacia 1830, el naturalista francés Alcide D'Orbigny se encontró en la Patagonia con nativos que lo felicitaban por venir de la patria de Napoleón, personaje a quien ellos consideraban como un semidios.

Los lunáticos y el emperador
La fascinación que Bonaparte ha despertado entre los escritores europeos del siglo XIX, incluso entre quienes lo detestaban como Chateaubriand y Tolstoi, ha sido objeto de numerosos estudios. Una de las explicaciones más plausibles de este fenómeno es el diagnóstico de su generación que hizo Alfred de Musset en "La confesión de un hijo del siglo" como jóvenes que habrían sido "concebidos entre dos batallas" y crecido en medio de los ideales de juventud y gloria que encarnaba Napoleón. Todo esto desapareció con Waterloo. Como observa el historiador Adam Zamoyski, los años de la revolución y la era napoleónica fueron exaltados, pero para muchos hicieron surgir aspiraciones nuevas que parecían realizables.



La vida de Napoleón confirmaba esto mismo, era un hombre que provenía de ninguna parte y había ascendido hasta la gloria por su propia voluntad, hasta que lo detuvieron sus propias limitaciones. El sistema impuesto por la restauración de los Borbones deshizo estos sueños y no puso nada en su reemplazo. El regreso de la monarquía, la aristocracia y el poder eclesiástico significaron una derrota no solo para los más exaltados, sino para una enorme cantidad de gente que simpatizaba con los ideales de la Ilustración.

Históricamente la leyenda napoleónica ha tomado la forma de un fetichismo que resiste cualquier explicación racional. El caso de Wellington es curioso e ilustra este punto. Andrew Roberts observa que el general británico coleccionaba artículos relacionados con su principal víctima: bustos, estatuas, banderas, libros, retratos, su espada, su reloj y que además se mudó a la casa de su hermana en París, cortejó a dos de sus amantes y se quedó con su cocinero. Es cierto que todo esto podría considerarse como parte de un botín de guerra, pero también señala una obsesión que raya en la locura.

En la revista Condorito aparecía habitualmente el manicomio de Pelotillehue donde, por razones que se ignoran, era frecuente encontrar a Condorito disfrazado de Napoleón y con sus ojos en espiral. La imagen que relaciona a los lunáticos con el ex emperador es un tópico popular que tiene también raíces históricas específicas. La historiadora Laure Murat en su libro "El hombre que pensó que era Napoleón" observa que en 1840, cuando llegaron a París los restos de Bonaparte desde Santa Helena, el médico Félix Voison registró la presencia en su asilo de unos 14 "napoleones". 

A través del siglo XIX la mayor parte de los pacientes que sufrían trastornos de megalomanía decían ser el ex emperador y superaban con mucho a los que decían ser Jesucristo. Según Murat, la popularidad de Napoleón entre los lunáticos se debía al evidente rasgo de locura que existía en la desmedida ambición de Bonaparte.

Pero ¿cuáles serían las razones de la popularidad de Napoleón entre los medianamente cuerdos? El historiador David A. Bell sostiene una teoría interesante. Según él, asumiendo la posibilidad de su locura y con la certeza de que un tribunal moderno lo condenaría por crímenes contra la humanidad, resulta imposible dejar de sentir alguna conexión con él. Bell señala algunos gestos suyos que conmueven de manera especial. Este es uno de los mejores: en medio de su pomposa coronación como emperador, Napoleón suspiró y dijo: "Si solo ahora pudiera verme mi papito".

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