lunes, 25 de agosto de 2014

EL ARRIBISMO EN EL PERÚ: CARLOS DELGADO

Carlos Delgado Olivera (1926 - 1980)

Ejercicio sociológico sobre el arribismo en el Perú (*)

Carlos Delgado Olivera

La Imagen del Bien Limitado
El modelo de orientación cognoscitiva que en mi concepto explica mejor la conducta campesina es la Imagen del Bien Limi­tado. Por Imagen del Bien Limitado quiero significar que am­plias áreas de la conducta campesina están organizadas en forma tal como para sugerir que los campesinos conciben sus universos social, económico y natural, es decir la totalidad de su ambiente, como uno en el cual las cosas deseadas en la vida, tales como la tierra, la riqueza, la salud, la amistad y el amor, la hombría y el honor, el respeto y el status, el poder y la influencia y la seguri­dad, existen en cantidades finitas y siempre en cantidad reducida desde el punto de vista del campesino. No sólo éstas y otras cosas buenas existen en cantidades finitas y limitadas sino que, además, no hay directamente dentro del poder del campesino modo alguno de incrementar las cantidades disponibles... Consecuentemente, hay un primer corolario a la Imagen del Bien Limitado: si el Bien existe en cantidades limitadas que no pueden expan­dirse, y si el sistema es cerrado, entonces un individuo... sólo puede mejorar una posición a expensas de otros” (1).

La conducta arribista en el Perú urbano y “moderno”
Este concepto de la Imagen del Bien Limitado, entendido como modelo o principio integrador, es, de acuerdo a Foster, la clave para comprender mejor la orientación genérica de la cultura de las sociedades campesinas. En apoyo de tal punto de vista, su autor apela al respaldo empírico de numerosos trabajos de campo. La idea ha sido expuesta, defendida y criticada en diversos ensayos (2) y es, sin duda, estimulante y valiosa. Aquí como se verá enseguida, se la adopta como punto de partida para intentar una extensión de su marco de aplicabilidad a fin de interpretar formas de comportamiento que se dan en universos sociales dis­tintos a los de las sociedades campesinas (3). Concretamente, el propósito de este breve ensayo es tornar inteligible la conducta arribista en el escenario específicamente urbano y “moderno” del Perú contemporáneo, a la luz del concepto de la  

Imagen del Bien Limitado.
En el Perú el “sistema” social sigue caracterizándose por una marcada rigidez que en gran medida dificulta e impide formas fluidas de movilidad social. La rígida estrechez del “sistema” en cuanto red de desplazamientos sociales, determina que el éxito social sólo puede alcanzar a grupos relativamente pequeños de individuos (4). En una sociedad así, donde la virtualidad operativa de los mecanismos de movilidad social sufre el impacto decisivo de las influencias personales, el poder de patronazgo de ciertos individuos dentro de la sociedad es, en realidad, considerable y, por ende, la posibilidad de manipular tal poder en beneficio pro­pio gravita con fuerza irresistible para estimular determinados ti­pos de comportamiento de gran eficacia dentro del contexto de un ordenamiento patrimonial de la sociedad (5). En una sociedad de tales características las posibilidades de éxito social son extremadamente reducidas y es muy alta la competencia por el acceso a posiciones de prestigio, riqueza y poder concebidos como bienes supremos.

Como tales bienes se juzgan inalcanzables para tantos competidores, como la competencia es muy acentuada, y como las posibilidades de éxito se consideran mínimas, la lucha por el triunfo social alcanza a veces niveles de verdadera ferocidad. En tales circunstancias no hay armas vedadas: todo medio es lícito para conseguir la finalidad perseguida. Como todos quieren “su­bir” y hay pocas posibilidades de lograrlo, el “ascenso” de un individuo entraña el “descenso” de otro: sólo se puede “subir” cuando otro “baja”. Pero como dentro de condiciones sociales de alta competencia tal “descenso” no puede ser resultado del deseo espontáneo de nadie, surge la necesidad de ascender derribando. En síntesis, dentro de tal contexto social, para tener éxito es preciso “traerse abajo” a otros individuos (6).

El arribismo
A este deseo desenfrenado por “subir” se le denomina en el Perú arribismo. Donde como en este país, la naturaleza misma de las vías de desplazamiento social genera numerosas áreas de inten­so estrechamiento sujetas, en gran medida, al control de quienes manipulan resortes de poder dentro de un complejo mecanismo de interacciones e interdependencias inherentes al funcionamien­to de diversos “feudos” e “imperios” personales, la emergencia del arribismo como forma de conducta social para triunfar en la vida, no es, en puridad, sorprendente.

En realidad, lo sorprenden­te sería que tal tipo de comportamiento no se registrara en la interacción competitiva de quienes integran una sociedad como la nuestra. Desde este punto de vista, la significación del estudio del arribismo como conducta social de competencia estriba, justa­mente, en que puede permitir una mejor comprensión de la forma en que las relaciones sociales están estructuradas en el Perú contemporáneo.

En otras palabras, el arribismo obedece a imperativos de carácter social generados por la propia estructura de la sociedad peruana. Por tanto, es posible enfocar la conducta arri­bista como medio a través del cual algunos aspectos de las interrelaciones sociales en el Perú podrían tornarse inteligibles. Esto supone aceptar que no es el comportamiento arribista el que de­termina las modalidades funcionales de los “sistemas” de relación social sino que, por el contrario, el arribismo debe ser entendido como derivación y producto de los “sistemas” que tipifica.

De este modo es enteramente concebible que un cuidadoso análisis del arribismo, al nivel de los casos empíricos, pudiera abrir el camino al hallazgo de inéditas y valiosas descripciones de diversos “sistemas” de interacción social desde el punto de vista de sus propios actores. Es posible, en efecto, que la observación del comportamiento arribista como fenómeno social, al permitir se­guir el hilo de un tipo de conducta competitiva orientada objeti­vamente a lograr éxito en la sociedad circunscrita o global, abra un camino de aproximación a la naturaleza del universo social del arribista. Tal enfoque tendría, a mi juicio, la significación de re­presentar, por lo menos, una posibilidad verificatoria y de complementación de otros enfoques orientados, desde otros ángulos, a desentrañar el carácter estructural de un cuadro social determi­nado. 

A la luz de este planteamiento, la conducta arribista no constituye un problema individual, sino un fenómeno derivado de la naturaleza estructural de las relaciones sociales en países como el Perú. Por tanto, como fenómeno social debe ser explicado en términos sociales, no individuales. Sin embargo, esto no implica desconocer la significación de factores psicológicos, ya que parece ser que sólo determinado tipo de individuos se inclina por adoptar una modalidad arribista de comportamiento. De hecho, es preciso reconocer la existencia de otras formas de conducta que, aunque orientadas también a lograr el éxito social, no adoptan las características del comportamiento arribista (7). Ello no obstante, la acu­sada generalización de las formas de comportamiento propias de la conducta arribista, permiten seguramente hablar de una cultura del arribismo en el Perú.

El éxito de unos depende del fracaso de otros
Me he referido anteriormente a la estrechez operativa de las vías de desplazamiento social en el Perú, a la limitación de las oportunidades de éxito que ello determina, y a la intensidad de la competencia por el acceso al disfrute de bienes sociales que se conciben limitados. Nada de esto ocurre, desde luego, a un nivel de entendimientos explícitos. Los presupuestos de la conducta arribista no se verbalizan. Pero el arribismo se nutre y refleja al mismo tiempo en significaciones de muy clara elocuencia. En este sentido, sería iluminante desentrañar los recónditos sentidos e implicancias de expresiones tales como “serruchar el piso”, “tre­par”, “dejar colgado de la brocha”, “abrirse paso”, “traer abajo”, “tirarse” o “madrugarse” (a alguien) y otras que sirven para desta­car la naturaleza sórdida de la lucha competitiva en nuestra sociedad. En efecto, parece ser que el arribista no reconoce armas vedadas en el combate social; en su lucha todo instrumento es permisible, todo medio es lícito.

La crudeza misma de la acción competitiva se justifica por los resultados: “subir”, “llegar”, dis­frutar de prestigio y poder ya sea en el ámbito social delimitado o en la sociedad global. Y como sólo unos pocos pueden llegar a posiciones de victoria, el triunfo suele concebirse necesariamente basado en la derrota de la gran mayoría de competidores por el éxito social, como quiera que éste se entienda dentro de un con­texto determinado. Aquí ocurre, quizás, algo similar a lo que sucede cuando muchas personas pugnan desesperadamente por salir de un recinto cerrado a través de una única puerta de estre­chas dimensiones: el éxito de unos se basa inexorablemente en el fracaso de otros. En tales circunstancias, entre éxito y fracaso hay una relación de función: el primero es función del segundo. Sólo cuando alguien fracasa existe alguien que triunfa (8).

Modalidades operativas del arribismo
El arribismo parece tener dos principales modalidades operativas. Una es la adulación genuflexa a quien ocupa posiciones de poder. En la fabla popular la modalidad constituye el sobe: se soba al superior, al influyente, al poderoso, a quien puede dispensar favores y apadrinar el “ascenso” social. La otra modalidad del arribismo se expresa en la agresión verbal generalmente indirecta, en el ataque a mansalva, en el chisme, en la crítica destruc­tiva, en el chiste peyorativo de implicaciones zahirientes y de doble intención. En la fabla popular esto se denomina raje; se raja de todo aquel a quien el arribista considera competidor real o potencial por el acceso a las estrechas vías del éxito y del reconocimiento. Raje y sobe, sin embargo, claramente dimanan de la concepción lúcida o brumosa del bien como categoría limitada, poco accesible e insuficiente para generar satisfacción universal.

Estas dos modalidades operativas del arribismo no son, en realidad, excluyentes y nada impide que el arribista practique ambas, alternativa o simultáneamente de acuerdo a las circunstancias, según la naturaleza de su campo de acción, y dependiendo de quienes sean las personas objeto de su halago o su diatriba. La preferencia por una de las modalidades señaladas no descarta, en consecuencia, la posibilidad de utilizar la otra: la adulación a una persona influyente suele, en efecto, llevar aparejada la diatriba hacia otra a quien el arribista considera con respecto a la primera, en una posición de efectiva o presunta rivalidad.

Naturalmente, este procedimiento tiene también una aplicación inversa. Esto quiere decir que el comportamiento arribista parece tener, en esencia, un carácter de relativa “simetría” en virtud del cual los resultados de la adulación o de la diatriba se conciben como ventajas recíprocamente afianzadoras de las expectativas de éxito social. De ser así esto seguramente confirmaría el común origen psicológico de ambas formas de conducta arribista en la concep­ción del bien como categoría de extremada limitación de uso y acceso (9).

En este sentido, cabe señalar que las expectativas de ventaja personal que el arribista cifra en la diatriba se refuerzan con el halago dirigido hacia quienes se considera situados en una real o supuesta relación de conflicto con respecto a los individuos a quienes el arribista estima contendores en su lucha por el éxito social. Así, halago y adulación tienden a reforzar la virtualidad destructora del ataque y la diatriba.

El triángulo del arribista
De este modo, la competencia social del arribista tiende a conformar una relación de tipo triangular; de un lado, los individuos a quienes él define como contendores reales o potenciales en su reclamo al reconocimiento social; de otro, aquellos a quienes el arribista define como virtuales aliados en su acción competitiva; y de otro lado, el propio arribista que, empleando virulencia verbal con los primeros y ditirambo con los segundos, intenta usar a ambos para lograr sus fines de beneficio personal. Por esta razón, generalmente ni el halago ni la diatriba utilizados para unos y otros pueden tener unicidad formal de propósito: el primero se otorga dentro del contexto dual de una declaración que, al mismo tiempo, elogia a la persona a quien va dirigido y zahiere, implícita o explícitamente, a otro u otros individuos; y la segunda suele, asimismo, formularse dentro de un contexto también dual de ata­que a quien va dirigida, por un lado, y de enaltecimiento a terce­ros, por otro.

 En esta forma, tanto la “crítica” como el elogio sirven para definir la esencial ambidextría operativa del arribismo, es decir, su utilización de valores antitéticos de apreciación dirigi­dos hacia individuos a quienes el arribista operacionalmente define y presenta como antagonistas recíprocos dentro de una ecuación social, que si bien es “simétrica” en términos de la autoubicación funcional del arribista vis-a-vis sus expectativas de un bene­ficio personal derivado del presunto conflicto de terceros que él construye, es claramente “asimétrica” desde el punto de vista de la autoubicación sentimental, valorativa e intelectual que el arribista, asimismo, define: él se sitúa lo más cerca posible de quien elogia y lo más lejos posible de quien ataca.

En esta forma, la ambivalencia posicional del arribista opera, obviamente, en su favor. La crucialidad del problema radica en su habilidad para definir, en la forma más ventajosa posible, los fac­tores de “simetría” y “asimetría” de esa relación triangular en cuyo vértice el arribista, en principio, se coloca cuando manipula, mediante el empleo simultáneo de las dos modalidades operativas descritas, los blancos de su ataque y sus halagos. En estas condiciones, parece evidente que, dentro del mecanismo propio de las relaciones que caracterizan al universo social de vastos sectores de la sociedad peruana, si el arribista exhibe un alto grado de habili­dad manipulativa sus posibilidades de éxito son, en realidad, muy considerables.

Preferencias operativas del arribista
Ello no obstante, la observación cuidadosa de este tipo de conducta permite postular la existencia de tendencias preferenciales en el ejercicio del arribismo. Éste, en general, tiende a ser unilate­ral en su expresión operativa. En efecto, pareciera que el arribista típico se especializa, por decirlo así, en una de las dos modali­dades operativas mencionadas, las mismas que, como se verá más adelante, tienden a manifestarse con mayor énfasis en determinados campos de acción. De esta manera, pareciera que una y otra modalidad de conducta arribista tipifican áreas distintas de activi­dad donde el arribismo se da como fenómeno social generalizado.

El arribista por sobe
Profundizando un poco más el enfoque propuesto es fácil advertir que, si bien parece evidente que el punto de partida del arribismo en general es la noción del Bien Limitado, también parece evidente que la escogitación de una modalidad operativa, en vez de la otra, revela importantes diferencias psicológicas en la actitud del arribista. En ambos casos el problema es el mismo: cómo maximizar las posibilidades de éxito social. Pero los dos tipos de arribista plantean y resuelven el problema de manera distinta. El arribista por sobe escoge una alternativa en cierta forma pasiva que implica el establecimiento de relaciones persona­les en las que el adulador asume una posición subordinada y deliberadamente “inferior” como estratagema para triunfar.

Esta alternativa, obviamente, destaca el valor de indirección tan pre­sente en la cultura de la mayoría de los grupos sociales del Perú. Aquí hago referencia a la proclividad por los “rodeos”, patente en el comportamiento generalizado de la sociedad peruana. Este va­lor de indirección se manifiesta en la virtual resistencia a encarar una situación o un problema de manera frontal, prefiriendo siem­pre o casi siempre la vía indirecta, el intermediario, la posterga­ción, el “mañana” de todo desenlace. Esto mismo se manifiesta al nivel del lenguaje en la preferencia por el eufemismo, el circunlo­quio y la excesiva adjetivación. 

Antenor Orrego alguna vez señaló que los poetas peruanos solían agotarse “calificando a las cosas sin jamás nombrarlas” (10), es decir sin jamás llegar a su esencia, a su raíz. Esto es, acaso, en cierta forma lo mismo que denunció González Prada al sostener la imperiosa necesidad de romper para siempre en el Perú “el pacto infame y tácito de hablar a media voz” (11), admonición desoída, con la que aparentemente se hacía alusión a una característica tangencial, pero importante, de la conducta arribista toda vez que el rechazo al directo enfrentamiento de los problemas lleva a enfatizar otros valores de la indirección, tales como la virtual cobardía que impide hablar en alta voz, es decir, directamente, llamando a las cosas por su nombre. 

En efecto, el arribista, como hombre en el fondo intensamente inseguro de sí mismo, elude los compromisos que importan las definiciones y huye de los riesgos que, derivados de esas definicio­nes, pueden poner en peligro sus posibilidades de éxito: la expresión “no conviene enemistarse con nadie” forma parte conspicua del universo semántico que orienta la vida del arribista.

Por esta razón, el arribista por sobe, al desarrollar su vida social en términos predominantemente pasivos, suele carecer de iniciati­va real y de coraje intelectual para enfrentarse con circunstancias competitivas adversas. La subordinada pasividad implícita en su preferencia por la adulación, lo lleva a teñir toda su vida psicológica de una actitud generalizada de opacidad, de timidez y de dependencia (12). Tal conducta parece generar necesariamente frus­traciones de variable agudeza que encuentran desahogo y expre­sión en el comportamiento típico de esta clase de arribistas hacia quienes ocupan con respecto a él posiciones subordinadas de pres­tigio y poder. En tales situaciones, el arribista generalmente reo­rienta su agresividad hacia quienes considera “por debajo” suyo.

 En la victimización del personal a él subordinado, el arribista pro­bablemente encuentra factores de compensación que permiten restablecer su equilibrio interior y su autorrespeto, críticamente afectados por la práctica continua de la adulación y el halago como técnicas de competencia social. No es seguramente una ca­sualidad que este tipo de comportamiento ambivalente y, a prime­ra vista, desconcertante sea frecuente precisamente allí donde los rigores de la competencia por el éxito social parecen ser muy acusados en el Perú, es decir, en el campo de la burocracia y en el de las organizaciones altamente institucionalizadas donde las estrecheces de las vías de “ascenso” social son manifiestas.

El arribista por raje
La segunda modalidad operativa del comportamiento arribista parece representar una alternativa de mayor dinamismo psicológico por cuanto en este caso no se enfatizan valores de pasividad y sumisión sino valores de agresividad. Sin embargo, aquí también se trata, en el fondo, de una modalidad de conducta que acentúa las consideraciones de indirección antes señaladas: en efecto, el arribista por raje trata de lograr su finalidad a través del activo descrédito de aquellos a quienes hace blanco de sus ataques; pero el ataque y la crítica acerba no son generalmente directos; se dirigen, por el contrario, casi siempre en un sentido, por decirlo así, circunvalatorio. La característica principal del raje es, precisamente, la maledicencia a menudo oculta y, a veces, anónima. El arribista de este tipo suele no dar la cara y actúa de preferencia a espaldas de su víctima ante quien suele asumir una actitud cordial o, por lo menos, neutra, muy distinta por cierto a la que asume en otras circunstancias.

Desde otro punto de vista, el raje suele operar en dos niveles diferentes. En uno, se expresa como ataque personal propiamente dicho. En este caso, se tiende a destacar y aumentar los defectos reales o imaginarios de la persona a quien el ataque va dirigido. 

Cuando esto ocurre, la “crítica” destructiva casi nunca es frontal y por tanto, ella enfatiza intensamente los valores de indirección tantas veces mencionados. Y en otro, el comportamiento arribista por raje asume el pretendido carácter de una evaluación de los trabajos de quien se trata de atacar. En tales situaciones, casi inevitablemente se formulan a veces “críticas” directas y persona­les. Pero, cuando esto ocurre, la mecánica de esta modalidad de arribismo demanda destacar todos los posibles aspectos real o supuestamente negativos del trabajo que se “critica” con prescindencia total o casi total de sus posibles aspectos positivos. En ambos casos, sin embargo, el objetivo es el mismo: “traerse abajo” a un posible contendor por el acceso al disfrute de un bien social cuya disponibilidad se considera limitada.

Esta segunda modalidad de arribismo se ha dado tradicionalmente en las esferas intelectuales y políticas (13) y, acaso en menor grado, en las esferas artísticas del Perú. Ellas no se caracte­rizan por una tendencia constructiva hacia la emulación sino más bien hacia la rivalidad, el conflicto soterrado, el alineamiento en grupos y bandos irreconciliables. Aquí, quien sabe paradójicamente, la competencia suele ser mezquina y ruin en grado sumo y sólo parecen superarla aquellos que merced a su talento y superioridad manifiestos, han logrado ya trasponer el umbral del reconocimien­to y de la fama. Por eso en el Perú pareciera que sólo los intelec­tuales que han “llegado” suelen ser intelectualmente generosos. En este sentido, se diría que la generosidad de este tipo es un lujo que en nuestro medio sólo contados intelectuales y artistas pueden darse.

El arribismo como cultura de la inseguridad
Por ser el arribista, como se anotó anteriormente, un indivi­duo, en esencia, inseguro, la cultura del arribismo es también una cultura de la inseguridad. De esto se derivan los rasgos a veces psicopáticos que el arribista evidencia en su ardorosa e intensa ansiedad por procurarse un éxito que parece inalcanzable por la vía de los comportamientos socialmente constructivos. Esto explica que el arribista sea también un individuo fundamentalmente negativo e hipercrítico cuyas energías se orientan básicamente hacia finalidades de destrucción. Esto parece ser particularmente cierto del arribismo propio de las esferas intelectuales.

Las características mismas del mundo intelectual determinan que aquí la conducta arribista asuma perfiles de elevada sofisticación destruc­tiva. La naturaleza esencialmente negativa del intelectual arribista tiende a reducir drásticamente su capacidad creadora. Y esta limi­tación que decreta la sustancial falta de originalidad de su talento, parece ser, precisamente, la que lo impele hacia formas de comportamiento arribista para reforzar las posibilidades de un éxito que parece altamente problemático a través del ejercicio creador de un talento original que él no posee.

En un mundo social de características marcadamente competitivas, el intelectual arribista encuentra que la limitación antes aludida tiende a incrementar el sentido de íntima inseguridad que tipifica su vida psicológica y que se acrecienta más aún cuando, en la competencia por un reconocimiento de posibilidades acusada­mente limitadas, advierte en otros el talento creador y la originali­dad que él no posee. En tales circunstancias, el intelectual hipercrítico y negativo sólo atina a redoblar sus esfuerzos destructivos apelando a cualquier recurso, por vedado que sea. En este sentido, surgen distintas posibilidades de acción susceptibles de empleo simultáneo: la crítica exacerbada cuya finalidad no es evaluar sino destruir, la tergiversación, la maledicencia encubierta, el chiste de corrillo cargado de veladas acusaciones implícitas, y la virtual organización de “campañas de silencio” destinadas a “liquidar” a un adversario al que es preciso “cerrarle el paso”.

El refinamiento logrado por algunos individuos en el manejo de estas técnicas operativas del arribismo alcanza a veces niveles de sofisticación realmente impresionantes. Sin embargo, lo que el arribista parece no apreciar con justeza es el alto costo intelectual y psicológico que demanda el dominio de estas técnicas competitivas y que, en mucho, explica su frustración y su frecuente fracaso. En efecto, la inversión emocional e intelectual que esta conducta impone es de tal magnitud que sólo una parte relativamente pequeña de ener­gías potenciales puede ser positivamente orientada hacia formas de comportamiento constructivo que abran paso a una competen­cia lícita por el éxito social.

Mucho de lo anteriormente señalado tiene que ver con algo que Foster puntualiza para las sociedades campesinas y que, creo, tiene su contrapartida en situaciones que aquí se comentan. Foster indica que cuando el campesino migrante hace fortuna fuera de su comunidad, tal hecho no determina comportamientos agre­sivos entre los miembros de su sociedad local porque la fortuna acumulada en esas condiciones no pone en peligro el equilibrio interno del grupo y su estabilidad. Algo similar parece ocurrir en el mundo intelectual y artístico peruano entendido como la “co­munidad” de los artistas e intelectuales. Estos, generalmente, ne­cesitan consagrarse en el exterior antes de ser reconocidos en el Perú. Para “ganarse un nombre” en esta comunidad suele ser necesario triunfar primero fuera de ella, acaso “porque nadie es profeta en su tierra”.

El triunfo interno es a veces singularmente difícil si no está precedido por victorias logradas allende los linderos del país. El hacer “fortuna intelectual” fuera del medio tiende en cierta manera a desalentar conductas agresivas en los miembros de la comunidad intelectual para quienes −en modo análogo a lo puntualizado por Foster con referencia a las sociedades campesinas− los éxitos foráneos no parecen afectar la distribución interna del bien limitado y, por ende, no atentan contra la estabilidad y la seguridad del grupo local. Éste es, en efecto, el caso de prácticamente la mayoría de los más altos valores de la cultura peruana contemporánea.

Las conjuras de silencio, los intelectuales y la necrolatría en el Perú
Todo esto y mucho más, tiñe de sinsabor y de amargura al mundo en que se mueven el intelectual y el artista peruanos de hoy, a menudo vilipendiados, con frecuencia ignorados, casi siem­pre incomprendidos y, a veces, literalmente perseguidos en una sociedad que los marginiza y con respecto a la cual ellos suelen sentirse extraños y remotos. Recientes palabras de Vargas Llosa (14) parecen confirmar la corrección de estas apreciaciones. En los casos extremos, la obra del creador intelectual se ve por mucho tiempo ahogada por verdaderas campañas de silencio que se de­cretan por implícito consenso de los factores de poder, institucionalizados o no, que operan dentro del mundo intelectual.

En este sentido, vale recordar aquella carta de Vallejo a Orrego en que el genial poeta alude con amargura al hecho de que su Trilce encon­tró al publicarse el más completo vacío (15). Este tipo de situaciones no es, desde luego privativo de nuestro medio: Ernesto Sábato pone en boca de uno de sus personajes argentinos esta expresión hermosa y lapidaria que bien podría haberse escrito para el Perú: “En este país de resentidos sólo se llega a ser un gran hombre cuando se deja de serlo” (16). Difícilmente, acaso, sería posible reflejar más descarnadamente la desolación y la amargura del intelectual que tiene que desarrollar su vida en un ambiente sobrecargado de aristas y de escolios.

En el Perú la intensidad de tales fenómenos parece revelar y al propio tiempo explicar, por lo menos en parte, el carácter en cierta forma necrolátrico de la cultura intelectual peruana (17): aquí, en efecto, pareciera que se persigue a los vivos y se adora a los muertos. Los casos de González Prada, Mariátegui y Vallejo son muy claros a este respecto. Sólo cuando el gran creador ha desaparecido se suele reconocer su grandeza en el Perú ya que en vida él es a menudo blanco de las conjuras del silencio tan caracte­rísticas del comportamiento arribista y cuya esencia parece estar entrañablemente unida a la concepción del bien limitado que Foster postula como modelo interpretativo para comprender el senti­do de la conducta en las sociedades campesinas y que, a mi juicio, aporta valiosas sugestiones para entender algunos aspectos importantes de la cultura del arribismo en el Perú contemporáneo.

Notas
1.   George M. Foster, “Peasant Society and the Image of Limited Good”. En American Anthropologist, vol. 67, N° 2, abril 1965, pp. 293-315.
2.   David Kaplan y Benson Saler, “Foster’s Image of Limited Good: An Example of Anthropological Explanation”, American Anthropologist vol. 68, N° 1, febrero 1966, 202-205; Steven Piker, “The Image of Limited Good: Comments on an Exercise in Description and Interpretation”, American Anthropologist, vol. 68, N° 5, octubre 1966, pp. 1202-1211; John G. Kennedy, “Peasant Society and the Image of the Limited Good: A Critique”, American Anthropologist, vol. 68, N° 5, octubre 1966, pp. 1212-1225; William Mangin, “A Classification of Highland Communities in Latin America”, versión mimeográfica preliminar, 1967.
3.   El propio Foster expresa en el estudio aquí citado que, en su opinión, la noción del bien limitado es aplicable a otros tipos de sociedad y en este sentido menciona en forma particular a las sociedades de los países en vías de desarrollo.
4.   La sucinta caracterización que aquí se presenta no debe, sin embargo, llevar al desconocimiento del poderoso impacto que recientes proce­sos de cambio social tienen en el cuadro tradicional de la sociedad peruana. En la actualidad están ocurriendo importantes desplazamien­tos sociales que afectan a vastos sectores y que están decisivamente contribuyendo a remodelar la imagen de la sociedad. Ver a este respecto mi trabajo “Notas sobre movilidad social en el Perú”, en Problemas sociales en el Perú contemporáneo.
5.   Ver Julio Cotler, La mecánica de la dominación interna y el cambio social en el Perú, Instituto de Estudios Peruanos, serie Mesas Redon­das y Conferencias, N° 6, Lima, enero 1967.
6.   Sin embargo, la noción del bien limitado tal como aquí se le entiende, no supone siempre, necesariamente, que el ascenso de un indivi­duo se base o determine, a fortiori, el descenso de otro. Puede muy bien suceder que en la carrera competitiva uno de los competidores se vea detenido en su progreso, pero no literal o indispensablemente “traído abajo”. En este caso, empero, el detenimiento equivale a la derrota. Esto en cierta manera supone una desviación del pensamiento de Foster sobre este problema. La posibilidad alternativa que estoy aludiendo, hace referencia, desde luego, a un enfoque dinámico de la cuestión en virtud del cual se enfatizan los valores del movimiento interno dentro de un determinado cuadro de interacción social.
7.   Obviamente, aquí sólo se destaca un aspecto de la conducta que lleva al éxito. Hay otras formas de alcanzarlo relacionadas directamente con la capacidad y el aporte cualitativo de los individuos que lícitamente compiten por el éxito social de acuerdo a formas constructivas de comportamiento.
8.   Como se verá más adelante, estas situaciones no son privativas del Perú. La competencia por el éxito social es el fenómeno de cualquier otra sociedad. Lo significativo es que en sociedades como la peruana “las reglas del juego” no se sujetan a definiciones de valor universal sino que están supeditadas a la influencia y determinación de factores externos y “particularistas”. Esta indefinición normativa para precisar el carácter y el sentido de la competencia obliga a recurrir a formas de comportamiento que no tienen amparo en el dictado de ninguna nor­ma universal: tal situación se expresa en el dicho “sólo el que tiene padrino se bautiza” que, desde luego, tiene una clara filiación con el uso institucionalizado de la “vara”.
9.   Foster en su trabajo no establece claramente el distingo sutilmente significativo entre la limitación del bien como tal y la limitación en el acceso a su disfrute. Aquí se trata de superar esta dificultad ya señalada, por lo demás, en la crítica de Kaplan y Saler.
10.   Antenor Orrego, “Un poema del ser y de la trascendencia”, Prólogo a Julio Garrido Malaver, La dimensión de la piedra, Editorial Juan Mejía Baca y P. L. Villanueva, Lima, 1955. p. 22.
11.   Manuel González Prada, “Discurso en el Teatro Olimpo” (1888), en Pájinas libres, Ediciones Pájinas Libres, Lima, 1960, tomo I, p.47.
12.   Sin embargo, es posible advertir en la conducta del arribista por sobe una soterrada agresividad hacia la persona con respecto a quien él se ubica en una posición subordinada. Surge de este modo, nuevamente, la ambigüedad característica del arribismo. Y así como el sobe escon­de en el fondo un elemento de agresividad, el raje también suele dejar la puerta abierta a la posibilidad de una reconciliación susceptible de ser utilizada en beneficio personal.
13.   Aquí no se hace referencia especial al comportamiento arribista en el mundo político, pero en general cuanto se sostiene respecto al arribismo en los círculos intelectuales podría aplicarse a esta modalidad de conducta en el campo de la política. En éste como en otros aspectos del presente ensayo se hace necesario un ahondamiento de la descrip­ción y el análisis del arribismo en el Perú.
14.    Entrevista de Winston Orrillo, “El Perú mutila, hostiga, frustra y en­canalla a sus escritores”, palabras de M. V. Ll., Oiga, N° 236, agosto, 25, 1967, pp. 24-26.
15.    La carta de Vallejo dice: “El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él”. Citado en Juan Espejo Asturrizaga, César Vallejo, itinerario del hombre, Editorial Juan Mejía Baca, Lima, 1965, p. 111.
16.    Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, Editorial Sudamericana, Bue­nos Aires, 1966, p. 179.
17.   Antenor Orrego, ob. cit, p. 12.
(*) Fuente: Carlos Delgado Olivera. 1971. Problemas sociales en el Perú contemporáneo. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Campodónico Ediciones.
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