Les
dejo varios párrafos de la última entrevista concedida por el anciano
Mariscal don Andrés A. Cáceres al diario “La Crónica” de Lima, publicada
el 27 de noviembre de 1921,
CACERES EN EL GLORIOSO DÍA DEL EJÉRCITO NACIONAL
Cuarentidós aniversario de la Victoria de Tarapacá
Entrevista al Mariscal Cáceres, publicada en el diario “La Crónica”
Lima, 27 de noviembre de 1921
Imagen una de las últmas fotografias de Andres Cáceres, aparece retratado junto al Presidente Augusto B. Leguía
FUENTE : http://gdp1879.blogspot.com
CACERES EN EL GLORIOSO DÍA DEL EJÉRCITO NACIONAL
Cuarentidós aniversario de la Victoria de Tarapacá
Entrevista al Mariscal Cáceres, publicada en el diario “La Crónica”
Lima, 27 de noviembre de 1921
La patria celebra hoy, estremecida de júbilo, la gloriosa efemérides de
la batalla de Tarapacá, página honrosa de nuestra historia y blasón de
orgullo para el Ejército Nacional.
Todos los peruanos evocamos, con
los ojos, el alma, la epopeya singular en que un puñado de bravos,
sublimados por el sacrificio y exaltados por el infortunio, en vigoroso
empuje, destrozaron a las poderosas y engreídas huestes chilenas,
poniéndolas en vergonzosa fuga.
Si desgraciadamente fue infecunda
esta victoria, por la impotencia de nuestro Ejército para perseguir,
desprovisto como estaba de caballería, a los derrotados enemigos,
debemos guardar, empero, eterno culto a ese puñado de bravos que, lejos
de abatirse ante la fatiga, el hambre y la desnudez a que quedaron
reducidos, después del desastre de San Francisco, reconcentraron todas
las potencias de su alma y todas las fuerzas de su organismo en un
supremo ímpetu de coraje para cubrirse de gloria y dar a la América una
lección única de heroismo y de energía.
Al rememorar, nosotros, esta
hazaña imperecedera, saludamos llenos de patriótico orgullo a los
beneméritos sobrevivientes de ella.
En el pintoreso barrio del Leuro
en Miraflores, al amor de la soledad y la paz campesinas, vive,
entregado a sus recuerdos y mimado por el cariño de los suyos, el viejo
Mariscal del Perú.
Hasta su poético retiro, va a buscarle el
insaciable reclamo de nuestra curiosidad periodística y el homenaje
rendido de nuestro orgullo patriótico y encontrando la acogida cordial
de su vejez gloriosa.
Lo hallamos en su escritorio, acomodado en un
sillón de cuero, abrigadas las débies piernas por gruesas mantas de
color oscuro. Visto correcto de jaquet gris y cubre la nieve de sus
canas, con una gorra del mismo color. Decoran las paredes del aposento
finas estampas que reproducen escenas guerreras.
De un gran cuadro
al oleo, que se alza sobre el escritorio, se destaca la fina y bella
efigie de la hija del mariscal, cuya fresca y alegre juventud fue
tronchada por la muerte. Frente al retrato del héroe de
La Breña,
luciendo sobre su pecho las medallas ganadas a fuerza de bravura y de
audacia, y sobre el rostro, la condecoración eterna de su gloriosa
cicatriz.
Mariscal, en el aniversario de la victoria de Tarapacá, demandamos de usted, el relato vívido de esa gloriosa acción.
Se anima el rostro venerable del anciano guerrero. Un relámpago
encandila sus pupilas y alisándose, nerviosamente, las albas barbas
puntiagudas, nos dice:
Recuerdo la batalla, con absoluta precisión, y voy a relatársela, como si acabara de realizarse”.
Y empieza el relato con voz emocionada:
Me encontraba yo, con mi división, en una de las calles de Tarapacá,
tomado un rancho frugal, antes de emprender, con todo el Ejército y como
lo habían hecho ya las tropas del general Dávila, la retirada hacia
Arica, después del desastre de San Francisco, cuando mi ayudante que
había distinguido al enemigo en la cresta de los cerros situados al
Oeste de la ciudad, llegó corriendo a avisármelo. Al recibir esta
inesperada noticia, estaba comiendo. Solté la pequeña cacerola que
contenía mi ración, y procediendo con impetuosa actividad, ordené a mi
división que se lanzara con la bayoneta calada, cerro arriba, para
desalojar al enemigo.
Procedí rápidamente a dividir mis tropas en
tres columnas: la primera y la segunda compañías formaban la de la
derecha, que puse al mando del comandante Zubiaga, valiente y experto
jefe; la del centro la constituyeron la quinta y sexta compañías,
mandadas por el mayor Pardo Figueroa, distinguido jefe, también, y la de
la izquierda quedó formada por la tercera y cuarta compañías que confié
al mayor Arguedas”.
Advertí a mis tropas que evitaran hacer fuego,
mientras no hubieran alcanzado la cumbre, para economizar las
municiones, que, por desgracia, eran muy escasas. Al coronel Recavarren,
Jefe de Estado Mayor, le envié en comisión donde el coronel Manuel
Suárez, que tenía el mando del batallón ‘Dos de Mayo’, para que hiciera,
con sus fuerzas, igual distribución a las del ‘Zepita’, y se colocara a
mi izquierda.
A poco, ya cuando mis bravos soldados se habían
lanzado al combate, llenos de entusiasmo y de ardor bélico, el coronel
Belisario Suárez toma sus disposiciones y los coroneles Bolognesi, Ríos y
Castañón, se sitúan en sus respectivos emplazamientos.
El Zepita
escala el cerro por el lado Oeste, con empuje irresistible desafiando
los tiros que el enemigo descarga sin descanso sobre ellos. Se
despliegan en guerrilla y sin detenerse, disparan incesantemente, a
ciento cincuenta metros del enemigo, que cede al empuje de los nuestros.
La columna Zubiaga, se lanza a la bayoneta sobre la artillería chilena
y, audazmente, se apodera de cuatro cañones. Las columnas de Pardo
Figueroa y de Arguedas, despedazan, entre tanto, a la infantería
enemiga.
Perdón, mariscal, en ese asalto, ¿qué acción notable de arrojo, de sus soldados, recuerda usted?
No puedo olvidarme del heroísmo del Alférez Ureta, de la compañía
primera de la columna derecha, que inflamado por un ardiente entusiasmo
patriótico y un coraje a toda prueba, se montó sobre un cañón chileno,
lanzando estruendosos vivas a la patria. Tampoco me olvidaré nunca de un
acto meritísimo del comandante José María Meléndez, veterano de la
‘Columna Naval’, uno de los primeros en unírseme en el asalto al
enemigo.
“Cuando derrotados los chilenos y cansados nosotros de
perseguirlos infructuosamente, por falta de caballería; desfallecíamos
de sed y de hambre, al extremo de que me ví obligado a humedecer los
labios de algunos de mis soldados con pequeñas rodajas de un limón, que
por fortuna llevaba en uno de mis bolsillos de mi casaca; el comandante
Meléndez se presentó de repente y sin que yo pudiera explicarme su
procedencia, cargando un barril de agua que aplacó la sed de esos
valientes. Y como éste, tantos otros episodios de coraje y de
entusiasmo!”
Y destrozada la infantería y despojados los chilenos de su artillería, que pasó?
“El enemigo así castigado en ese primer combate por los nuestros, huyó a
la desbandada, pampa abajo, perseguido de cerca por los nuestros y
acampó a una legua de distancia hasta juntarse con otro cuerpo chileno
que venía a reforzarlos. Entretanto, mi caballo había sido herido de
un balazo y hube de detenerme, a mitad de jornada. Un oficial que había
encontrado una mula de un regimiento chileno, me la trajo y montado en
ella, pude seguir la persecución.
Después de tres horas de refriega,
tuvimos que contramarchar hasta el sitio donde había tenido lugar el
primer ataque, porque mis tropas estaban rendidas por la fatiga de la
acción. El Gral. en Jefe Buendía me dio su enhorabuena por el éxito
alcanzado por mi división. Pero en medio de la alegría del triunfo, hube
deplorar profundamente la muerte de mis mejores tenientes: Zubiaga,
Pardo Figueroa, mi propio hermano Juan….también rindieron la vida en el
primer encuentro.
Y el segundo encuentro?
Reforzada mi división
con el batallón Iquique que mandaba el inmortal Alfonso Ugarte, la
Columna Naval de Meléndez, un piquete del batallón Gendarmes que mandaba
Morey, una compañía del batallón Ayacucho con Somocurcio a la cabeza,
una hora después se reanudaba la lucha en plena pampa hacia el SO de
Tarapacá.
Primero se realiza un vivo combate de fusilería sostenido
por ambas partes, con empeño. El enemigo es arrollado cinco veces,
rehaciéndose, luego otras tantas. Entonces envolviendo el ala y el
flanco izquierdo chileno que manda Arteaga, con mis tropas lo obligué a
retirarse hacia el sur. El batallón Iquique llega a tiempo para rechazar
a los granaderos chilenos que habían sorprendido al Loa y al Navales.
Sin embargo, antes, Arteaga trata de rehacerse en vano y nosotros
cargamos otra vez con irresistible denuedo. En momentos que la victoria
se decidía ya por nuestras armas, llegó Dávila con su división al trote
(habían recorrido 12 kms. desde Huarasiña) y muy cerca del flanco
chileno, aún jadeantes, le hace repetidas descargas de fusilería.
Entonces yo aproveché para dar el definitivo ataque por el centro, que
decidió la derrota de los chilenos que abandonaron el campo, dejando
tras de sí sus 6 últimas piezas de artillería Krupp, entonces la más
moderna del mundo. Fue en ese momento –prosigue entusiasmado el
Mariscal- cuando llamé al Capitán Carrera y, entregándole uno de esto
cañones, le dije: “artillero sin cañones, ahí tiene Ud. una pieza para
actuar”. Y a fé mía que supo hacerlo, disparando sobre la retaguardia
enemiga que huía.
Eran las cinco de la tarde. La batalla había
terminado después de nueve horas de reñida lucha. Sobre el campo
quedaron muchísimos de mis bravos soldados junto con centenares de
enemigos
Pero, le he relatado solamente la parte que me tocó
desempeñar a mi, en la altura. Sin embargo Uds. deben saber que en la
quebrada, Bolognesi, Castañón, Dávila y Herrera se batieron con ardor.
Fue un soldado de Bolognesi, Mariano de los Santos, quien se apoderó de
un estandarte chileno. El enemigo es arrojado por esa parte hasta
Huarasiña, después de vigorosos encuentros y ahí se reúne con los restos
de la división Arteaga, que nosotros habíamos arrollado.
Al mismo
tiempo, todo nuestro ejército se concentra, y reunidas todas las fuerzas
perseguimos a los chilenos hasta más allá del cerro de Minta. Ya les he
dicho que fue imposible barrerlos, como hubiéramos querido, porque la
fatalidad que siempre nos acompañó en la guerra, quiso que no tuviéramos
caballería. Y así, la victoria fue infructuosa, pues después de ella
faltos de víveres y de refuerzos, hubimos de continuar nuestra retirada a
Arica.
¿Cómo fue la batalla de San Francisco?
Doloroso es el
recuerdo: la falta de previsión, el espionaje chileno, la defección de
Daza y su famoso cable: “Desierto abruma, ejército niégase seguir
adelante”, el asalto frustrado, la muerte del Cmdte. Espinar al pie de
los cañones chilenos, la catastrófica retirada nocturna…
¿Cual fue la causa decisiva de la perdida de la guerra?
La falta de organización militar y autonomía bélica, particularmente
en municiones. Eso en cuanto al aspecto técnico, pero más allá, la
discriminación racial fue determinante. No hubo armonía cultural ni
política. la falta de organización militar, de cohesión, de armonía
política.
Había patriotismo, había entusiasmo generoso, había valor y
virtudes militares en nuestros soldados y en nuestros oficiales , pero
también hubo mucha traición en los sectores pudientes.
¿Y, en nuestros generales?
También. Hubo demasiados generales, cuyos conocimientos y aptitudes no
pudieron destacarse en la contienda, por falta de disposición de un
comando totalmente politizado.
¿Pero, usted cree, que, sin esos defectos y deficiencias, hubiésemos podido ganar la guerra?
Con toda la superioridad numérica y armamentística del ejército
chileno, creo, firmemente que sí. La desunión, el desatino, la ambición
política y la carencia de identidad en los sectores acomodados nos
perdieron.
¿Cuándo comenzó su carrera?
En 1854, acababa de
estallar la revolución contra Echenique, provocada por los escándalos de
la corrupción del guano. De todos los rincones del país, se sumaban
las adhesiones. En Ayacucho, mi tierra natal, don Angel Cavero, uno de
los vecinos del lugar, encabezó el movimiento rodeado de simpatía
popular. Muchos jóvenes nos presentamos voluntarios a filas. Yo contaba
19 años, estudiaba en la universidad de Huamanga y era de los mas
entusiastas. Nos apoderamos de la gendarmería. Luego llegó el ejército
rebelde, en donde terminé de enrolarme. Entonces el Gral. Castilla a
quien sin duda caí en gracia, me llamó a su despacho y me dijo:
“¿Quieres seguir la carrera?» “Sí, señor», le contesté con aplomo. «Es
mi mayor deseo”. Entonces, me respondió, palmeándome la espalda, «serás
un buen guerrero».
¡Admirable previsión, mariscal! ¿Y el mariscal Castilla, cómo le trató a Ud.?
Castilla, que me conoció desde la batalla de La Palma, me dispensó
simpatía y apoyo. Tanto, que varias veces soportó mis engreimientos. Y
eso que una vez me le sublevé.
¿Le hizo la “revolución”?
¡Qué
va! He querido decir que tuve un rapto de altivez. Fue cuando el
mariscal quiso formar el batallón «Marina». Llamó a palacio a los
oficiales escogidos de los distintos regimientos. Yo fui destacado del
Ayacucho. Ya me había conocido en La Palma y después en la campaña de
Arequipa contra Vivanco. Pues bien, Castilla revistó uno a uno a todos
los oficiales congregados y al llegar a mi, se detuvo observándome y me
dijo: «¿Córno se Ilama Ud. capitán?» Me impresionó desfavorablemente el
olvido que el mariscal había hecho de mi nombre, y le contesté: «Soy,
excelentísimo señor, el hijo de don Domingo Cáceres, cuya hacienda fue
destruida por el general Vivanco, por haber sido leal a Ud. Estuve en la
batalla de Arequipa, donde fui herido casi perdiendo un ojo; me llamo
Andrés A. Cáceres”. “Hola, hola», replicó el mariscal: «con que Ud. es
el capitán Cáceres, hijo de mi amigo don Domingo. Bueno, bueno, Ud. se
quedará en su cuerpo». Y me quedé en mi batallón Ayacucho, en el cual me
había iniciado y en el cual continué hasta que fui a Francia, como
agregado militar.
Su cicatriz en la cara, mariscal…
Esta
“condecoración” la recibí en la torna de Arequipa, en 1856. El
rnariscal Castilla que había acampado en las afueras, llevó a cabo, por
varias noches, simulacros de ataque, que tenían al enemigo en
sobresalto. La noche que decidió darlo por cierto, me ordenó que
avanzara con mi compañía y me apoderara de la 1ra. trinchera enemiga.
Sin vacilar, ejecuté esa orden y sorprendiendo a los ocupantes, logré
capturar la trinchera, regresando a dar parte al mariscal de mi
cometido.
Entonces, Castilla me mandó: «siga Ud. avanzando sobre la
ciudad, tomando las alturas hasta los conventos de San Pedro y Santa
Rosa».
Y, aunque pensaba que era una crueldad enviarme así al
sacrificio, no titubeé, y deslizándome por los techos fui avanzando
hasta el primero de los conventos. No sé cómo logré saltar los
innumerables obstáculos hasta de repente hallarme dentro de la bóveda,
próxima a la torre. Por el camino había perdido a muchos soldados,
muertos por descargas vivanquistas. Desde la torre de Santa Rosa, el
fuego que se hacía sobre nosotros era incesante.
Pero, los 2
cuerpos que formaban la 1ra. división del Mariscal Castilla habín
desembocado por calles paralelas al convento y así cayeron sobre el
atrio y el interior, obligando a los enemigos a abandonarla. Entretanto
yo subía, con los míos, hasta la torre y ahí tuve que soportar el
fuego desde la torre fronteriza de Santa Marta. Mientras, Castilla había
penetrado al convento por otro lado. El Crl. Beingolea, subió a la
torre, creyéndola vacía y se dio de bruces conmigo y mis soldados.
Calcule Ud. la sorpresa de ambos, a punto de acribillarnos mutuamente.
«Acabamos de tomar el convento», me dijo; «Mi coronel: ya la había
tomado yo», contesté. El coronel me abrazó y me anunció que haría
conocer a Castilla esa hazaña. «Está ahí abajo, con todo el Ejército», y
se fue.
Yo continué haciendo frente al fuego de los de Santa Marta,
y mostrando a mis soldados el blanco hacia el que debían disparar, un
balazo me derribó cegándome. Me recogieron mis soldados y me bajaron al
refectorio del convento, en donde el sargento Coayla y el cabo Huamaní,
me atendieron.
Estuve privado del conocimiento. Cuando lo recobré hallé
a mi lado al capitán Norris, uno de mis mejores compañeros, que me
preguntaba qué deseaba. «Agua, muero de sed», contesté. Al poco rato
regresó con un plato de mermelada y una garrafa de agua. El dulce no me
era necesario, ni podría ingerirlo. Tenía la rnandíbula apretada.
Apenas una pequeña ranura dejaba pasar el agua. Bebí, desesperado,
parte del contenido de la garrafa y el resto hice que me lo vaciaran en
la cara, para que me lavara la herida, casi desfallecido.
El médico
dijo que la herida era mortal. El capellán estuvo a punto de darme la
extremaunción… Entonces mis soldados me trasladaron a casa de una Sra.
de apellido Berrnúdez, porque el tifus infectaba a los heridos en el
convento y me hubiera terminado de matar. En mi nuevo alojamiento me
trató el Dr. Padilla, extrayéndome la bala a exigencia de mi tropa.
Ellos me salvaron la vida.
¿Y cómo fue su convalecencia?
Recuerdo que las madres del convento que me habían tomado afecto, me
enviaban allí la dieta. ¡Qué tortas! ¡qué dulces! Y aquí viene lo
curioso: Una vez convaleciente, iba a almorzar al convento y la madre
superiora, muy seria, me habló un día así: «Teniente, usted ha
renacido en este convento, verdad?”, «sin duda, reverenda; de aquí me
recogieron casi cadáver y aquí me comenzaron a curar, a Ud. debo
cuidados que no sabría como agradecer”. «¿Y por que no deja Ud. la
carrera y se hace fraile»? Casi me caigo de espaldas de la impresión.
Tuve que contener la risa: «¡Yo fraile, rnadre! No soy digno de vestir
los hábitos…”.
Hube de apelar a todos mis recursos oratorios para
hacer desistir a la madre. La pobre sufrió un desencanto. ¡Ya me veí a
con cabeza rapada, capuchón y sotana!
Mariscal, cual ha sido la época más feliz de su vida?
Los mejores días de mi vida, durante mi juventud, por supuesto fueron
los pasados en Arica, cuando estuvimos de guarnición, antes de la toma
de Arequipa. Tuve gran partido entre las muchachas ¡me divertí mucho!
¿Mariscal, y el recuerdo más satisfactorio de su vida militar?
La campaña de La Breña, es, la página más honrosa de mi vida militar.
No vacilo en proclamarlo yo mismo. Me enorgullezco de ella. Tengo muy
presentes y me acompañarán hasta la tumba, todos los entusiasmos, todas
las satisfacciones, todas las decepciones, y amarguras también, que
experimenté durante esos tres años de constante batallar. Todos los que
se agruparon a mi, para continuar la campaña y arrojar al odiado enemigo
del país, aún después de los desastres de San Juan y Miraflores y la
toma de Lima, rehuyeron ayudarme….Ambiciones, rencillas, pequeñas
pasiones,todo se coaligó contra mi, que defendía la patria, cuando todos
la dejaban abandonada al infortunio, el recuerdo de mis soldados y
guerrilleros, el pueblo en armas, marchando entre punas y quebradas,
airosos y bravíos, ellos fueron los grandes héroes anónimos que algún
día la historia reivindicará.
¿Cierto que el Kaiser, reconoció en Ud. al vencedor de Tarapacá?
Claro. Fui a la audiencia que pedía en mi carácter de ministro del
Perú y el Káiser avanzó hasta alargarme la mano: “Tengo el gusto de
estrechar la mano al vencedor de Tarapacá, esa gran batalla ganada
después del desastre de San Francisco”. El Rey de España cuando me
conoció, me dijo: “Se conoce que Ud. ha combatido siempre de frente,
general”. Aludía a la cicatriz que llevó en el rostro. Y el de Italia:
“Celebro mucho conocer al general que tantas glorias ha dado a su
país”.
**************Imagen una de las últmas fotografias de Andres Cáceres, aparece retratado junto al Presidente Augusto B. Leguía
FUENTE : http://gdp1879.blogspot.com
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