sábado, 30 de julio de 2016

Jean Paul Sartre Prefacio a: Los condenados de la tierra de Frantz Fanon

Jean Paul Sartre Prefacio a:
                   Los condenados de la tierra de Frantz Fanon

No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones  de  habitantes,  es  decir,  quinientos  millones  de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre aquéllos y éstos, reyezuelos vendidos, señores feudales, una falsa burguesía forjada de una sola pieza servían de intermediarios. En las colonias, la verdad aparecía desnuda; las "metrópolis" la preferían vestida; era necesario que los indígenas las amaran. 

Como a madres, en cierto sentido. La élite europea se dedicó a fabricar una élite indígena; se seleccionaron  adolescentes,  se  les  marcó  en  la  frente,  con hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se adherían a los dientes; tras una breve estancia en la metrópoli se les regresaba a su país, falsificados.

Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos; eran un eco; desde París, Londres, Ámsterdam nosotros lanzábamos palabras: "¡Partenón! ¡Fraternidad!" y en alguna parte, en África, en Asia, otros labios se abrían: "¡...tenón! ¡...nidad!" Era la Edad de Oro.

Aquello se acabó: las bocas se abrieron solas; las voces, amarillas y negras, seguían hablando de nuestro humanismo, pero fue para reprocharnos nuestra inhumanidad Nosotros escuchábamos sin disgusto esas corteses expresiones de amargura. Primero con orgullosa admiración: ¿cómo?, ¿hablan solos? ¡Ved lo que hemos hecho de ellos! No dudábamos de que aceptasen nuestro ideal, puesto que nos acusaban de no serles fieles; Europa creyó en su misión: había helenizado a los asiáticos, había creado esa especie nueva. Los negros grecolatinos.   Y   añadíamos,   entre   nosotros,   con   sentido práctico:  hay  que  dejarlos  gritar,  eso  los  calma:  perro  que ladra no muerde.

Vino otra generación que desplazó el problema. Sus escritores, sus poetas, con una increíble paciencia, trataron de explicarnos que nuestros valores no se ajustaban a la verdad de  su  vida,  que  no  podían  ni  rechazarlos  del  todo  ni asimilarlos. Eso quería decir, más o menos: ustedes nos han convertido en monstruos, su humanismo pretende que somos universales   y   sus   prácticas   racistas   nos   particularizan. Nosotros  los  escuchamos,  muy  tranquilos:  a  los administradores  coloniales  no  se  les  paga  para  que  lean  a Hegel, por eso lo leen poco, pero no necesitan de ese filósofo para saber que las conciencias infelices se enredan en sus gemidos, sería la de la integración.

No se trataba de pues, su infelicidad, no surgirá sino el viento. Si hubiera, nos decían los expertos, la sombra de una reivindicación en sus gemidos, sería la de la integración. No se trataba de otorgársela, por supuesto: se habría arruinado el sistema que descansa, como ustedes saben, en la sobreexplotación. Pero bastaría hacerles creer el embuste: seguirían adelante. En cuanto a la rebeldía, estamos   muy   tranquilos.   ¿Qué   indígena   consciente   se dedicaría a matar a los bellos hijos de Europa con el único fin de convertirse en europeo como ellos? En resumen, alentábamos esa melancolía y no nos parecía mal, por una vez, otorgar el premio Goncourt a un negro: eso era antes de 1939.

1961. Escuchen: "No perdamos el tiempo en estériles letanías ni en mimetismos nauseabundos. Abandonemos a esa Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo  asesina  por  dondequiera  que  lo  encuentra,  en  todas  las esquinas  de  sus  propias  calles,  en  todos  los  rincones  del mundo. Hace siglos....que en nombre de una pretendida aventura espiritual' ahoga a casi toda la humanidad." El tono es nuevo. ¿Quién se atreve a usarlo? Un africano, hombre del Tercer Mundo, ex colonizado. Añade: "Europa ha adquirido tal velocidad, local y desordenada... que va... hacia un abismo del que vale más alejarse." En otras palabras: está perdida. Una verdad que a nadie le gusta declarar, pero de la que estamos   convencidos   todos   —   ¿no   es   cierto,   queridos europeos?

Hay que hacer, sin embargo, una salvedad. Cuando un francés,   por   ejemplo,   dice   a   otros   franceses:   "Estamos perdidos" —lo que, por lo que yo sé, ocurre casi todos los días desde 1930— se trata de un discurso emotivo, inflamado de coraje y de amor, y el orador se incluye a sí mismo con todos sus compatriotas. Y además, casi siempre añade: "A menos que...". Todos ven de qué se trata: no puede cometerse un solo error más; si no se siguen sus recomendaciones al pie de la letra, entonces y sólo entonces el país se desintegrará.

En resumen: es una amenaza seguida de un consejo y esas ideas chocan tanto menos cuanto que brotan de la intersubjetividad nacional. Cuando Fanon, por el contrario, dice que Europa se precipita a la perdición, lejos de lanzar un grito de alarma hace un diagnóstico. Este médico no pretende ni condenarla sin recurso —otros milagros se han visto— ni darle los medios para sanar; comprueba que está agonizando, desde fuera, basándose en los síntomas que ha podido recoger. En cuanto a curarla, no: él tiene otras preocupaciones; le da igual que se hunda o que sobreviva. Por eso su libro es escandaloso. Y si ustedes murmuran, medio en broma, medio molestos: "¡Qué cosas nos dice!", se les escapa la verdadera naturaleza del escándalo: porque Fanon no les "dice" absolutamente nada; su obra  —tan  ardiente  para  otros—  permanece  helada  para ustedes; con frecuencia se habla de ustedes en ella, jamás a ustedes.

Se  acabaron  los  Goncourt  negros  y  los  Nobel amarillos: no volverá la época de los colonizados laureados. Un  ex  indígena  "de  lengua  francesa"  adapta  esa  lengua  a nuevas exigencias, la utiliza para dirigirse únicamente a los colonizados: "¡Indígenas de todos los países subdesarrollados, uníos!" 

Qué decadencia la nuestra: para sus padres, éramos los únicos interlocutores; los hijos no nos consideran ni siquiera interlocutores  válidos:  somos  los  objetos  del  razonamiento. Por supuesto, Fanon menciona de pasada nuestros crímenes famosos,  Setif,  Hanoi,  Madagascar,  pero  no  se  molesta  en condenarlos: los utiliza. Si descubre las tácticas del colonialismo, el juego complejo de las relaciones que unen y oponen a los colonos y los "de la metrópoli" lo hace para sus hermanos; su finalidad es enseñarles a derrotarnos.

En  una  palabra,  el  Tercer  Mundo  se  descubre  y  se expresa a través de esa voz. Ya se sabe que no es homogéneo y  que  todavía  se  encuentran  dentro  de  ese  mundo  pueblos sometidos, otros que han adquirido una falsa independencia, algunos que luchan por conquistar su soberanía y otros más, por último, que aunque han ganado la libertad plena viven bajo la amenaza de una agresión imperialista. Esas diferencias han nacido de la historia colonial, es decir, de la opresión. Aquí  la  Metrópoli  se  ha  contentado  con  pagar  a  algunos señores feudales; allá, con el lema de “dividir para vencer", ha fabricado de una sola pieza una burguesía de colonizados; en otra parte ha dado un doble golpe: la colonia es a la vez de explotación y de población.

Así Europa ha fomentado las divisiones, las oposiciones, ha forjado clases y racismos, ha intentado por todos los medios provocar y aumentar la estratificación de las sociedades colonizadas. Fanon no oculta nada:  para  luchar  contra  nosotros,  la  antigua  colonia  debe luchar contra sí misma. O más bien ambas luchas no son sino una sola. En el fuego del combate, todas las barreras interiores deben desaparecer, la impotencia burguesa de los negociantes y  los  compradores,  el  proletariado  urbano,  siempre privilegiado, el lumpen-proletariat de los barrios miserables, todos  deben  alinearse  en  la  misma  posición  de  las  masas rurales,  verdadera  fuente  del  ejército  colonial  y revolucionario; en esas regiones cuyo desarrollo ha sido detenido  deliberadamente  por  el  colonialismo,  el campesinado, cuando se rebela, aparece de inmediato como la clase radical: conoce la opresión al desnudo, la ha sufrido mucho más que los trabajadores de las ciudades y, para que no muera de hambre, se necesita nada menos que un desplome de todas las estructuras.

Si triunfa, la Revolución nacional será socialista; si se corta su aliento, si la burguesía colonizada toma  el  poder,  el  nuevo  Estado,  a  pesar  de  una  soberanía formal, queda en manos de los imperialistas. El ejemplo de Katanga lo ilustra muy bien. Así, pues, la unidad del Tercer Mundo no está hecha: es una empresa en vías de realizarse, que ha de pasar en cada país, tanto después como antes de la independencia, por la unión de todos los colonizados bajo el mando de la clase campesina. Esto es lo que Fanon explica a sus hermanos de África, de Asia, de América Latina: realizaremos todos juntos y en todas partes el socialismo revolucionario o seremos derrotados uno a uno por nuestros antiguos tiranos. No oculta nada; ni las debilidades, ni las discordias, ni las mixtificaciones. 

Aquí, el movimiento tiene un mal comienzo; allí, tras brillantes éxitos, pierde velocidad; en otra parte se detiene; si se quiere reanudarlo, será necesario que los campesinos lancen al mar a su burguesía. Se advierte seriamente al lector contra las enajenaciones más peligrosas: el dirigente, el culto a la personalidad, la cultura occidental e, igualmente, el retorno al lejano pasado de la cultura africana: la verdadera cultura es la Revolución, lo que quiere decir que se forja al rojo. Fanon habla en voz alta; nosotros los europeos podemos escucharlo: la prueba es que aquí tienen ustedes este libro en sus manos; ¿no teme que las potencias coloniales se aprovechen de su sinceridad?

No. No teme nada. Nuestros procedimientos están anticuados: pueden retardar ocasionalmente la emancipación, pero no la detendrán. Y no hay que imaginar que podemos modificar nuestros métodos: el neocolonialismo, ese sueño lánguido de las metrópolis, no es más que aire; las "Terceras Fuerzas" no existen o bien son las burguesías de hojalata que el colonialismo ya ha colocado en el poder. Nuestro maquiavelismo tiene poca influencia sobre ese mundo, ya muy despierto, que ha descubierto una tras otra nuestras mentiras. El  colono  no  tiene  más  que  un  recurso:  la  fuerza  cuando todavía le queda; el indígena no tiene más que una alternativa: la servidumbre o la soberanía. ¿Qué puede importarle a Fanon que ustedes lean o no su obra? Es a sus hermanos a quienes denuncia nuestras viejas malicias, seguro de que no tenemos alternativa. A ellos les dice: Europa ha dado un zarpazo a nuestros continentes; hay que acuchillarle las garras hasta que las  retire.  El  momento  nos  favorece:  no  sucede  nada  en Bizerta,  en  Elizabethville,  en  el  campo  argelino  sin  que  la tierra entera sea informada; los bloques asumen posiciones contrarias,   se   respetan   mutuamente,   aprovechemos   esa parálisis, entremos en la historia y que nuestra irrupción la haga  universal  por  primera vez;  luchemos:  a  falta  de otras armas, bastará la paciencia del cuchillo.

Europeos, abran este libro, penetren en él. Después de dar algunos pasos en la oscuridad, verán a algunos extranjeros reunidos en torno al fuego, acérquense, escuchen: discuten la suerte   que   reservan   a   las   agencias   de   ustedes,   a   los mercenarios que las defienden. Quizá estos extranjeros se den cuenta de su presencia, pero seguirán hablando entre sí, sin tan siquiera bajar la voz. Esa indiferencia hiere en lo más hondo: sus  padres,  criaturas  de  sombra,  criaturas  de  ustedes,  eran almas muertas, ustedes les dispensaban la luz, no hablaban sino a ustedes y nadie se ocupaba de responder a esos zombis. Los hijos, en cambio, los ignoran: los ilumina y los calienta un fuego que no es el de ustedes, que a distancia respetable se sentirán furtivos, nocturnos, estremecidos: a cada quien su turno; en esas tinieblas de donde va a surgir otra aurora, los zombis son ustedes.
En ese caso, dirán, arrojemos este libro por la ventana.

¿Para qué leerlo si no está escrito para nosotros? Por dos motivos, el primero de los cuales es que Fanon explica a sus hermanos  cómo  somos  y  les  descubre  el  mecanismo  de nuestras enajenaciones: aprovéchenlo para revelarse a ustedes mismos  en  su  verdad  de  objetos.  Nuestras  víctimas  nos conocen   por   sus   heridas   y   por   sus   cadenas:   eso   hace irrefutable  su  testimonio.  Basta  que  nos  muestren  lo  que hemos  hecho  de  ellas  para  que  conozcamos  lo  que  hemos hecho de nosotros mismos. ¿Resulta útil? Sí, porque Europa está en gran peligro de muerte. Pero, dirán ustedes, nosotros vivimos en la Metrópoli y reprobamos los excesos. Es verdad, ustedes no son colonos, pero no valen más que ellos. Ellos son sus pioneros, ustedes los enviaron a las regiones de ultramar, ellos los han enriquecido; ustedes se lo habían advertido: si hacían correr demasiada sangre, los desautorizarían de labios afuera; de la misma manera, un Estado —cualquiera que sea— mantiene en el extranjero una turba de agitadores, de provocadores y de espías a los que desautoriza cuando se les sorprende.

Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al preciosismo el amor por la cultura, parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre. Fanon revela a sus camaradas —a algunos de ellos, sobre todo, que todavía están demasiado occidentalizados— la solidaridad de los "metropolitanos" con sus agentes coloniales. Tengan el valor de leerlo: porque les hará avergonzarse y la vergüenza, como ha  dicho  Marx,  es  un  sentimiento  revolucionario.  Como ustedes ven, tampoco yo puedo desprenderme de la ilusión subjetiva. Yo también les digo: "Todo está perdido, a menos que..." Como europeo, me apodero del libro de un enemigo y lo convierto en un medio para curar a Europa.  Aprovéchenlo.

Y he aquí la segunda razón: si descartan la verborrea fascista de Sorel, comprenderán que Fanon es el primero después de Engels que ha vuelto a sacar a la superficie a la partera  de  la  historia.  Y  no  vayan  a  creer  que  una  sangre demasiado ardiente o una infancia desgraciada le han creado algún   gusto   singular   por   la   violencia:   simplemente   se convierte en intérprete de la situación: nada más. Pero esto basta para que constituya, etapa por etapa, la dialéctica que la hipocresía liberal les oculta a ustedes y que nos ha producido a nosotros lo mismo que a él.

En el siglo pasado, la burguesía consideraba a los obreros como envidiosos, desquiciados por groseros apetitos, pero se preocupaba  por  incluir  a  esos  seres  brutales  en  nuestra especie: de no  ser hombres y libres ¿cómo  podrían  vender libremente su fuerza de trabajo? En Francia, en Inglaterra, el humanismo presume de universal.

Con el trabajo forzado sucede todo lo contrario. No hay contrato.  Además,  hay  que  intimidar:  la  opresión  resulta evidente.   Nuestros   soldados,   en   ultramar,   rechazan   el universalismo metropolitano, aplican al género humano el numerus clausus: como nadie puede despojar a su semejante sin  cometer  un  crimen,  sin  someterlo  o  matarlo,  plantean como principio que el colonizado no es el semejante del hombre. Nuestra fuerza de choque ha recibido la misión de convertir en realidad esa abstracta certidumbre: se ordena reducir  a  los  habitantes  del  territorio  anexado  al  nivel  de monos superiores, para justificar que el colono los trate como bestias.  La  violencia  colonial  no  se  propone  sólo  como finalidad mantener en actitud respetuosa a los hombres sometidos, trata de deshumanizarlos. 

Nada será ahorrado para liquidar sus tradiciones, para sustituir sus lenguas por las nuestras, para destruir su cultura sin darles la nuestra; se les embrutecerá de cansancio. Desnutridos, enfermos, si resisten todavía al miedo se llevará la tarea hasta el fin: se dirigen contra el campesino los fusiles; vienen civiles que se instalan en su tierra y con el látigo lo obligan a cultivarla para ellos. Si se  resiste,  los  soldados  disparan,  es  un  hombre  muerto;  si cede, se degrada, deja de ser un hombre; la vergüenza y el miedo  van  a  quebrar  su  carácter,  a  desintegrar  su  persona. Todo se hace a tambor batiente, por expertos: los "servicios psicológicos" no datan de hoy. Ni el lavado de cerebro. 

Y sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, no se alcanza el fin en ninguna parte: ni en el Congo, donde se cortaban las manos a los negros ni en Angola donde, recientemente, se horadaban los labios de los descontentos, para cerrarlos con cadenas. Y no  sostengo  que  sea  imposible  convertir  a  un  hombre  en bestia. Solo afirmo que no se logra sin debilitarlo considerablemente; no bastan los golpes, hay que presionar con la desnutrición. Es lo malo con la servidumbre: cuando se domestica a un miembro de nuestra especie, se disminuye su rendimiento y, por poco que se le dé, un hombre de corral acaba  por  costar  más  de  lo  que  rinde. 

Por  esa  razón  los colonos se ven obligados a dejar a medias la domesticación: el resultado, ni hombre ni bestia, es el indígena. Golpeado, subalimentado,  enfermo,  temeroso,  pero  sólo  hasta  cierto punto, tiene siempre, ya sea amarillo, negro o blanco, los mismos  rasgos  de  carácter:  es  perezoso,  taimado  y  ladrón, vive de cualquier cosa y sólo conoce la fuerza.

¡Pobre colono!: su contradicción queda al desnudo. Debería, como hace, según se dice, el ogro, matar al que captura. Pero eso no es posible. ¿No hace falta acaso que losexplote? Al no poder llevar la matanza hasta el genocidio y la servidumbre   hasta   el   embrutecimiento   animal,   pierde   el control, la operación se invierte, una implacable lógica lo llevará hasta la descolonización.

Pero no de inmediato. Primero, reina el europeo: ya ha perdido,  pero  no  se  da  cuenta;  no  sabe  todavía  que  los indígenas son falsos indígenas; afirma que les hace daño para destruir   el   mal   que   existe   en   ellos;   al   cabo   de   tres generaciones, sus perniciosos instintos ya no resurgirán.

¿Qué instintos?  ¿Los  que  impulsan  al  esclavo  a  matar  al  amo?
¿Cómo no reconoce su propia crueldad dirigida ahora contra él  mismo?  ¿Cómo  no  reconoce  en  el  salvajismo  de  esos campesinos oprimidos el salvajismo del colono que han absorbido por todos sus poros y del que no se han curado? La razón es sencilla: ese personaje déspota, enloquecido por su omnipotencia y por el miedo de perderla, ya no se acuerda de que ha sido un hombre: se considera un látigo o un fusil; ha llegado a creer que la domesticación de las "razas inferiores" se obtiene mediante el condicionamiento de sus reflejos. No toma  en  cuenta  la  memoria  humana,  los  recuerdos imborrables; y, sobre todo, hay algo que quizá no ha sabido jamás: no nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros.

¿Tres generaciones? Desde la segunda, apenas abrían los ojos, los hijos han visto cómo golpeaban a sus padres. En términos de psiquiatría, están "traumatizados". Para toda la vida. Pero esas agresiones renovadas sin cesar, lejos de llevarlos a someterse, los sitúan en una contradicción insoportable que el europeo pagará, tarde o temprano. Después de eso, aunque se les domestique a su vez, aunque se les enseñe la vergüenza, el dolor y el hambre, no se provocará en sus cuerpos sino una rabia volcánica cuya fuerza es igual a la de la presión que se ejerce sobre ellos. ¿Decían ustedes que no conocen sino la fuerza? Es cierto; primero será sólo la del colono y pronto después la suya propia: es decir, la misma, que incide sobre nosotros  como  nuestro  reflejo  que,  desde  el  fondo  de  un espejo, viene a nuestro encuentro.

No se equivoquen; por esa loca roña, por esa bilis y esa hiel, por su constante deseo de matarnos, por la contracción permanente de músculos fuertes que temen reposar, son hombres: por el colono, que quiere hacerlos  esclavos,  y  contra  él.  Todavía  ciego,  abstracto,  el odio es su único tesoro: el Amo lo provoca porque trata de embrutecerlos, no puede llegar a quebrantarlo porque sus intereses lo detienen a medio camino; así, los falsos indígenas son  todavía  humanos,  por  el  poder  y  la  impotencia  del  - opresor que se transforman, en ellos, en un Techazo obstinado de la condición animal. Por lo demás ya se sabe; por supuesto, son perezosos: es sabotaje. Taimados, ladrones. ¡Claro! Sus pequeños  hurtos  marcan  el  comienzo  de  una  resistencia todavía desorganizada. Eso no basta: hay quienes se afirman lanzándose con las manos desnudas contra los fusiles; son sus héroes; y otros se hacen hombres asesinando europeos. Se les mata: bandidos y mártires, su suplicio exalta a las masas aterrorizadas.

Aterrorizadas, sí: en ese momento, la agresión colonial se interioriza como Terror en los colonizados. No me refiero sólo al  miedo  que  experimentan  frente  a  nuestros  inagotables medios de represión, sino también al que les inspira su propio furor. Se encuentran acorralados entre nuestras armas que les apuntan y esos tremendos impulsos, esos deseos de matar que surgen del fondo de su .corazón y que no siempre reconocen: porque no es en principio su violencia, es la nuestra, invertida, que crece y los desgarra; y el primer movimiento de esos oprimidos es ocultar profundamente esa inaceptable cólera, reprobada por su moral y por la nuestra y que no es, sin embargo, sino el último reducto de su humanidad. Lean a Fanon: comprenderán que, en el momento de impotencia, la locura   homicida   es   el   inconsciente   colectivo   de   los colonizados.

Esa furia contenida, al no estallar, gira en redondo y daña a  los propios  oprimidos. Para  liberarse de ella, acaban  por matarse entre sí: las tribus luchan unas contra otras al no poder enfrentarse   al   enemigo   verdadero   —y,   naturalmente,   la política colonial fomenta sus rivalidades; el hermano, al levantar el cuchillo contra su hermano, cree destruir de una vez  por  todas  la  imagen  detestada  de  su  envilecimiento común. Pero esas víctimas expiatorias no apaciguan su sed de sangre; no  evitarán  lanzarse  contra  las  ametralladoras,  sino haciéndose nuestros cómplices: ellos mismos van a acelerar el progreso  de  esa  deshumanización  que  rechazan.  Bajo  la mirada zumbona del colono, se protegerán contra sí mismos con barreras sobrenaturales, reanimando antiguos mitos terribles  o  atándose  mediante  ritos  meticulosos:  el  obseso evade así su exigencia profunda, infligiéndose manías que lo ocupan en todo momento. Bailan: eso los ocupa; relaja sus músculos dolorosamente contraídos y además la danza simula secretamente, con frecuencia a pesar de ellos, el No que no pueden decir, los asesinatos que no se atreven a cometer. En ciertas regiones utilizan este último recurso: el trance. Lo que antes era el hecho religioso en su simplicidad, cierta comunicación  del  fiel  con  lo  sagrado,  lo  convierten  en  un arma contra la desesperanza y la humillación: los zars, las loas,   los   santos   de   la   santería   descienden   sobre   ellos, gobiernan su violencia y la gastan en el trance hasta el agotamiento.

Al mismo tiempo, esos altos personajes los protegen: esto quiere decir que los colonizados se defienden de   la   enajenación   colonial   acrecentando   la   enajenación religiosa. El único resultado a fin de cuentas, es que se acumulan ambas enajenaciones y que cada una refuerza a la otra. Así, en ciertas psicosis, cansados de ser insultados todos los días, los alucinados creen un buen día que han escuchado la   voz   de   un   ángel   que   los   elogia;   los   denuestos   no desaparecen, sin embargo: en lo sucesivo, alternan con el elogio. Es una defensa y el final de su aventura: la persona está disociada, el enfermo se encamina a la demencia. Hay que añadir, en el caso de algunos desgraciados rigurosamente seleccionados, ese otro trance de que he hablado más arriba: la cultura occidental. En su lugar, dirán ustedes, yo preferiría mis zars a la Acrópolis. Bueno, eso quiere decir que han comprendido. Pero no del todo, sin embargo, porque ustedes no se encuentran en su lugar. Todavía no. De otra manera sabrían que ellos no pueden escoger: acumulan. Dos mundos, es  decir,  dos  trances:  se  baila  toda  la  noche,  al  alba  se apretujan en las iglesias para oír misa; día a día, la grieta se ensancha. Nuestro enemigo traiciona a sus hermanos y se hace nuestro cómplice; sus hermanos hacen lo mismo. La condición del indígena es una neurosis introducida y mantenida por el colono entre los colonizados, con su consentimiento.

Reclamar y negar, a la vez, la condición humana: la contradicción es explosiva. Y hace explosión, ustedes lo saben lo mismo que yo. Vivimos en la época de la deflagración: basta que el aumento de los nacimientos acreciente la escasez, que los recién llegados tengan que temer a la vida un poco más que a la muerte, y el torrente de violencia rompe todas las barreras.  En  Argelia,  en  Angola,  se  mata  al  azar  a  los europeos. Es el momento del boomerang, el tercer tiempo de la violencia: se vuelve contra nosotros, nos alcanza y, como de costumbre,   no   comprendemos   que   es   la   nuestra.

Los "liberales" se quedan confusos: reconocen que no éramos lo bastante corteses con los indígenas, que habría sido más justo y más prudente otorgarles ciertos derechos en la medida de lo posible; no pedían otra cosa sino que se les admitiera por hornadas  y  sin  padrinos  en  ese  club  tan  cerrado,  nuestra especie: y he aquí que ese desencadenamiento bárbaro y loco no los respeta en mayor medida que a los malos colonos. La izquierda metropolitana se siente molesta: conoce la verdadera suerte  de  los  indígenas,  la  opresión  sin  piedad  de que  son objeto y no condena su rebeldía, sabiendo que hemos hecho todo por provocarla. Pero de todos modos, piensa, hay límites:
esos   "guerrilleros"∗   deberían   esforzarse   por    mostrarse caballeros; sería el mejor medio de probar que son hombres. A veces los reprende: "Van ustedes demasiado lejos, no seguiremos apoyándolos;" A ellos no les importa; para lo que


∗ En español en el original. [E.]

sirve el apoyo que les presta, ya puede hacer con él lo que más le plazca. Desde que empezó su guerra, comprendieron esa rigurosa  verdad:  todos  valemos  lo  que  somos,  todos  nos hemos aprovechado de ellos, no tienen que probar nada, no harán  distinciones  con  nadie.  Un  solo  deber,  un  objetivo único: expulsar al colonialismo por todos los medios. Y los más alertas entre nosotros estarían dispuestos, en rigor, a admitirlo, pero no pueden dejar de ver en esa prueba de fuerza el medio inhumano que los subhombres han asumido para lograr  que  se  les  otorgue  carta  de  humanidad:  que  se  les otorgue lo más pronto posible y que traten luego, por medios pacíficos, de merecerla. Nuestras almas bellas son racistas.

Nos   servirá   la   lectura   de   Fanon;   esa   violencia irreprimible, lo demuestra plenamente, no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera un    efecto    del    resentimiento:    es    el    hombre    mismo reintegrándose. Esa verdad, me parece, la hemos conocido y la hemos olvidado: ninguna dulzura borrará las señales de la violencia; sólo la violencia puede destruirlas. Y el colonizado se cura de la neurosis colonial expulsando al colono con las armas.  Cuando  su   ira  estalla,  recupera  su   transparencia perdida, se conoce en la medida misma en que se hace; de lejos, consideramos su guerra como el triunfo de la barbarie; pero procede por sí misma a la emancipación progresiva del combatiente, liquida en él y fuera de él, progresivamente, las tinieblas coloniales.

Desde que empieza, es una guerra sin piedad. O se sigue aterrorizado o se vuelve uno terrible; es decir: o se abandona uno a las disociaciones de una vida falseada   o   se   conquista   la   unidad   innata.   Cuando   los campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones desaparecen una por una; el arma de un combatiente es su humanidad. Porque, en los primeros momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar dos pujaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el  superviviente,  por  primera  vez,  siente  un  suelo  nacional bajo la planta de los pies. En ese instante, la Nación no se aleja de él: se encuentra dondequiera que él va, allí donde él está —nunca más lejos, se confunde con su libertad. Pero, tras la primera  sorpresa,  el ejército  colonial reacciona: hay  que unirse o dejarse matar.

Las discordias tribales se atenúan, tienden a desaparecer; primero porque ponen en peligro la Revolución   y,   más   hondamente,   porque   no   tenían   más finalidad que derivar la violencia hacia falsos enemigos. Cuando persisten —como en el Congo— es porque son alimentadas por los agentes del colonialismo. La Nación se pone en marcha: para cada hermano está en dondequiera que combaten otros hermanos. Su amor fraternal es lo contrario del odio que les tienen a ustedes: son hermanos porque cada uno de ellos ha matado o puede, de un momento a otro, haber matado. Fanon muestra a sus lectores los límites de la "espontaneidad", la necesidad y los peligros de la "organización". Pero, cualquiera que sea la inmensidad de la tarea, en cada paso de la empresa se profundiza la conciencia social. Los últimos complejos desaparecen: que nos hablen del "complejo de dependencia" en el soldado del A.L.N.

Liberado de sus anteojeras, el campesino toma conciencia de sus necesidades: ellos lo mataban, pero él trataba de ignorarlos; ahora   los   descubre   como   exigencias   infinitas.   En   esta violencia popular, para sostenerse cinco años, ocho años como han hecho los argelinos, las necesidades militares, sociales y políticas  no  pueden  distinguirse.  La  guerra  —aunque  sólo fuera  planteando  el  asunto  del  mando  y  las responsabilidades— instituye nuevas estructuras que serán las primeras  instituciones de  la  paz. He  aquí,  pues,  al  hombre instaurado hasta en las nuevas tradiciones, hijas futuras de un horrible presente, helo aquí legitimado por un derecho que va a nacer, que nace cada día en el fuego mismo: con el último colono  muerto,  reembarcado  o  asimilado,  la  especie minoritaria desaparece y cede su lugar a la fraternidad socialista.

Y esto no basta: ese combatiente quema las etapas; por supuesto no arriesga su piel para encontrarse al nivel del viejo "metropolitano".  Tiene mucha paciencia: quizá sueña a veces  con  un  nuevo  Dien-Bien-Phu;  pero  en  realidad  no cuenta con eso: es un mendigo que lucha, en su miseria, contra ricos   fuertemente   armados.   En   espera   de   las   victorias decisivas y con frecuencia sin esperar nada, hostiga a sus adversarios hasta exacerbarlos. Esto no se hace sin espantosas pérdidas;  el  ejército  colonial  se  vuelve  feroz:  cuadrillas, ratissages,∗   concentraciones,   expediciones   punitivas;    se asesina  a  mujeres  y  niños.  Él  lo  sabe:  ese  hombre  nuevo comienza su vida de hombre por el final; se sabe muerto en potencia. Lo matarán: no sólo acepta el riesgo sino que tiene la certidumbre; ese muerto en potencia ha perdido a su mujer, a  sus  hijos;  ha  visto  tantas  agonías  que  prefiere  vencer  a sobrevivir; otros gozarán de la victoria, él no: está demasiado cansado.  Pero  esa  fatiga  del  corazón  es  la  fuente  de  un increíble valor. Encontramos nuestra humanidad más acá de la muerte y de la desesperación, él la encuentra más allá de los suplicios y de la muerte. Nosotros hemos sembrado el viento, él es la tempestad. Hijo de la violencia, en ella encuentra a cada instante su humanidad: éramos hombres a sus expensas, él se hace hombre a expensas nuestras. Otro hombre: de mejor calidad.

Aquí se detiene Fanon. Ha mostrado el camino: vocero de los combatientes, ha reclamado la unión, la unidad del Continente africano contra todas las discordias y todos los particularismos. Su fin está logrado. Si quisiera describir integralmente el hecho histórico de la descolonización, tendría que hablar de nosotros, y ése no es, sin duda, su propósito. Pero, cuando cerramos el libro, continúa en nosotros, a pesar de su autor, porque experimentamos la fuerza de los pueblos en  revolución  y  respondemos  con  la fuerza. Hay, pues, un nuevo  momento  de  violencia  y  nos  es  necesario  volvernos hacia   nosotros   esta   vez   porque   esa   violencia   nos   está cambiando en la medida en que el falso indígena cambia a través de ella. Que cada cual reflexione como quiera, con tal de que reflexione: en la Europa de hoy, aturdida por los golpes que recibe, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, la menor distracción del pensamiento es una complicidad criminal con el colonialismo.

Este libro no necesitaba un prefacio. Sobre todo, porque no se dirige a nosotros. Lo escribí, sin embargo, para llevar la dialéctica hasta sus últimas consecuencias: también a nosotros, los europeos, nos están descolonizando; es decir, están extirpando en una sangrienta operación al colono que vive en cada uno de nosotros. Debemos volver la mirada hacia nosotros mismos, si tenemos el valor de hacerlo, para ver qué hay en nosotros. Primero hay que afrontar un espectáculo inesperado: el striptease de nuestro humanismo. Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y su preciosismo justificaban nuestras agresiones. ¡Qué bello predicar la no violencia!: ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos! Si no son ustedes víctimas, cuando el gobierno que han aceptado  en  un  plebiscito,  cuando  el  ejército  en  que  han servido  sus  hermanos  menores,  sin  vacilación  ni remordimiento, han emprendido un "genocidio", indudablemente son verdugos. Y si prefieren ser víctimas, arriesgarse a uno o dos días de cárcel, simplemente optan por


∗ Literalmente, "cacería de ratas", término utilizado por los colonialistas para calificar los asaltos a los barrios y viviendas argelinos.  [E.]

retirar su carta del juego. No pueden retirarla: tiene que permanecer allí hasta el final. Compréndanlo de una vez: si la violencia acaba de empezar, si la explotación y la opresión no han existido jamás sobre la Tierra, quizá la pregonada "no violencia" podría poner fin a la querella. Pero si el régimen todo   y   hasta   sus   ideas   sobre   la   no   violencia   están condicionados  por  una  opresión  milenaria,  su  pasividad  no sirve sino para alinearlos del lado de los opresores.

Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los "continentes nuevos" para traerlos a las viejas metrópolis. No sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales industriales; y cuando amenazaba la crisis, ahí estaban los mercados coloniales para amortiguarla o desviarla. Europa, cargada de riquezas, otorgó de jure la humanidad a todos sus habitantes:   un   hombre,   entre   nosotros,   quiere   decir   un cómplice puesto que todos nos hemos beneficiado con la explotación colonial. Ese continente gordo y lívido acaba por caer  en  lo  que  Fanon  llama  justamente  el  "narcisismo". Cocteau se irritaba con París, "esa ciudad que habla todo el tiempo de sí misma". ¿Y qué otra cosa hace Europa? ¿Y ese monstruo supereuropeo, la América del Norte? Palabras: libertad, igualdad, fraternidad, amor, honor, patria.

¿Qué se yo? Esto no nos impedía pronunciar al mismo tiempo frases racistas, cochino negro, cochino judío, cochino ratón. Los buenos espíritus, liberales y tiernos —los neocolonialistas, en una palabra— pretendían sentirse asqueados por esa inconsecuencia; error o mala fe: nada más consecuente, entre nosotros, que un humanismo racista, puesto que el europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos. Mientras existió la condición de indígena, la impostura no se descubrió; se encontraba en el género humano una abstracta formulación de universalidad que servía para encubrir prácticas más realistas: había, del otro lado del mar, una raza de subhombres que, gracias a nosotros, en mil años quizá,   alcanzarían   nuestra   condición.   En   resumen,   se confundía  el  género  con  la  élite.

 Actualmente  el  indígena revela su verdad; de un golpe, nuestro club tan cerrado revela su debilidad: no era ni más ni menos que una minoría. Lo que es peor: puesto que los otros se hacen hombres en contra nuestra, se demuestra que somos los enemigos del género humano; la élite descubre su verdadera naturaleza: la de una pandilla.   Nuestros caros valores pierden sus alas; si los contemplamos de cerca, no encontraremos uno solo que no esté manchado de sangre. Si necesitan ustedes un ejemplo, recuerden  las  grandes  frases:  ¡cuan  generosa  es  Francia!
¿Generosos nosotros? ¿Y Setif? ¿Y esos ocho años de guerra feroz que han costado la vida a más de un millón de argelinos? Y la tortura. Pero comprendan que no se nos reprocha haber traicionado una misión: simplemente porque no teníamos ninguna.

Es la generosidad misma la que se pone en duda; esa hermosa palabra cantarina no tiene más que un sentido: condición otorgada. Para los hombres de enfrente, nuevos y liberados, nadie tiene el poder ni el privilegio de dar nada a nadie.  Cada  uno  tiene  todos  los  derechos.  Sobre  todos;  y nuestra especie, cuando  un día llegue a ser, no  se definirá como la suma de los habitantes del globo sino como la unidad infinita  de  sus  reciprocidades.  Aquí  me  detengo;  ustedes pueden seguir la labor sin dificultad. Basta mirar de frente, por primera y última vez, nuestras aristocráticas virtudes: se mueren; ¿cómo podrían sobrevivir a la aristocracia de subhombres   que   las   han   engendrado?

 Hace   años,   un comentador burgués —y colonialista— para defender a Occidente no pudo decir nada mejor que esto: "No somos ángeles. Pero, al menos, tenemos remordimientos." ¡Qué declaración! En otra época, nuestro Continente tenía otros salvavidas: el Partenón, Chartres, los Derechos del Hombre, la svástica. Ahora sabemos lo que valen: y ya no pretenden salvarnos del naufragio sino a través del muy cristiano sentimiento de nuestra culpabilidad. Es el fin, como verán ustedes:   Europa   hace   agua   por   todas   partes.   ¿Qué   ha sucedido? Simplemente, que éramos los sujetos de la historia y que ahora somos sus objetos. La relación de fuerzas se ha invertido, la descolonización está en camino; lo único que pueden  intentar  nuestros  mercenarios  es  retrasar  su realización.

Hace falta aún que las viejas "metrópolis" intervengan, que comprometan todas sus fuerzas en una batalla perdida de antemano. Esa vieja brutalidad colonial que hizo la dudosa gloria de los Bugeaud volvemos a encontrarla, al final de la aventura, decuplicada e insuficiente. Se envía al ejército a Argelia y allí se mantiene desde hace siete años sin resultado. La   violencia   ha   cambiado   de   sentido;   victoriosos,   la ejercíamos sin que pareciera alterarnos: descomponía a los demás y en nosotros, los hombres, nuestro humanismo permanecía intacto; unidos por la ganancia, los "metropolitanos" bautizaban como fraternidad, como amor, la comunidad de sus crímenes; actualmente, bloqueada por todas partes, vuelve sobre nosotros a través de nuestros soldados, se interioriza y nos posee. La involución comienza: el colonizado se reintegra y nosotros, ultras y liberales, y colonos y "metropolitanos" nos descomponemos.

Ya la rabia y el miedo están al desnudo: se muestran al descubierto en las "cacerías de ratas" de Argel. ¿Dónde están ahora los salvajes? ¿Dónde está la barbarie? Nada falta, ni siquiera el tam-tam: las bocinas corean "Argelia francesa" mientras los europeos queman vivos a los musulmanes. No hace mucho, recuerda Fanon, los psiquiatras se afligían en un congreso por la criminalidad de los indígenas: esa gente se mata entre sí, decían, eso no es normal; su corteza cerebral debe estar subdesarrollada. En África central, otros han establecido que "el africano utiliza muy   poco   sus   lóbulos   frontales".   Ésos   sabios   deberían proseguir ahora su encuesta en Europa y particularmente entre los franceses. Porque también nosotros, desde hace algunos años, debemos estar afectados de pereza mental: los Patriotas empiezan a asesinar a sus compatriotas; en caso de ausencia, hacen volar en trozos al conserje y su casa. No es más que el principio:  la  guerra  civil  está  prevista  para  el  otoño  o  la próxima primavera.

Nuestros lóbulos parecen, sin embargo, en perfecto estado: ¿no será, más bien, que al no poder aplastar al indígena, la violencia se vuelve sobre sí misma, se acumula en el fondo de nosotros y busca una salida? La unión del pueblo argelino produce la desunión del pueblo francés; en todo el territorio de la antigua metrópoli, las tribus danzan y se preparan para el combate. El terror ha salido de África para instalarse   aquí:   porque   están   los   furiosos,   que   quieren hacernos pagar con nuestra sangre la vergüenza de haber sido derrotados por el indígena y están los demás, todos los demás, igualmente culpables —después de Bizerta, después de los linchamientos de septiembre ¿quién salió a la calle para decir: basta?—, pero más sosegados: los liberales, los más duros de los duros de la izquierda muelle. También a ellos les sube la fiebre. Y el malhumor. ¡Pero qué espanto!

Disimulan su rabia con mitos, con ritos complicados; para retrasar el arreglo final de cuentas y la hora de la verdad, han puesto a la cabeza del país a un Gran Brujo cuyo oficio es mantenernos a cualquier precio en la oscuridad. Nada se logra; proclamada por unos, rechazada por otros, la violencia gira en redondo: un día hace explosión en Metz, al día siguiente en Burdeos; ha pasado por aquí, pasará por allá, es el juego de prendas. Ahora nos toca el turno de recorrer, paso a paso, el camino que lleva a la condición de indígena. Pero para convertirnos en indígenas del todo, sería necesario que nuestro suelo fuera ocupado por los antiguos colonizados y que nos muriéramos de hambre.

Esto no  sucederá:  no,  es  el  colonialismo  decadente  el  que  nos posee, el que nos cabalgará pronto, chocho y soberbio; ése es nuestro zar, nuestro loa. Y al leer el último capítulo de Fanon uno se convence de que vale más ser un indígena en el peor momento de la desdicha que un ex colono.

No es bueno que un funcionario de la policía se vea obligado a torturar diez horas diarias: a ese paso, sus nervios llegarán a quebrarse a no ser  que  se  prohíba  a  los  verdugos,  por  su  propio  bien,  el trabajo en horas suplementarias. Cuando se quiere proteger con el rigor de las leyes la moral de la Nación y del Ejército, no es bueno que éste desmoralice sistemáticamente a aquélla. Ni que un país de tradición republicana confíe a cientos de miles de sus jóvenes a oficiales putchistas. No es bueno, compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, no es realmente bueno que no digan a nadie una sola palabra, ni siquiera a su propia alma, por  miedo  a  tener  que  juzgarse  a  sí  mismos.

Al  principio ustedes  ignoraban,  quiero  creerlo,  luego  dudaron  y  ahora saben, pero siguen callados. Ocho años de silencio degradan. Y en vano: ahora, el sol cegador de la tortura está en el cenit, alumbra a todo el país; bajo esa luz, ninguna risa suena bien, no hay una cara que no se cubra de afeites para disimular la cólera o el miedo, no hay un acto que no traicione nuestra repugnancia y complicidad. Basta actualmente que dos franceses se encuentren para que haya entre ellos un cadáver. Y cuando digo uno... Francia era antes el nombre de un país, hay que tener cuidado de que no sea, en 1961, el nombre de una neurosis.

¿Sanaremos? Sí. La violencia, como la lanza de Aquiles, puede cicatrizar las heridas que ha infligido.

En este momento estamos encadenados, humillados, enfermos de miedo: en lo más bajo. Felizmente esto no basta todavía a la aristocracia colonialista:  no  puede  concluir  su  misión  retardataria  en Argelia sin colonizar primero a los franceses. Cada día retrocedemos frente a la contienda, pero pueden estar seguros de que no la evitaremos: ellos, los asesinos, la necesitan; van a seguir revoloteando a nuestro alrededor, a seguir golpeando el yunque. Así se acabará la época de los brujos y los fetiches: tendrán ustedes que pelear o se pudrirán en los campos de concentración.

Es el momento final de la dialéctica: ustedes condenan esa guerra, pero no se atreven todavía a declararse solidarios de los combatientes argelinos; no tengan miedo, los colonos y los mercenarios los obligarán a dar este paso. Quizá entonces, acorralados contra la pared, liberarán ustedes por fin esa violencia nueva suscitada por los viejos crímenes rezumados. Pero eso, como suele decirse, es otra historia. La historia del hombre. Estoy seguro de que ya se acerca el momento en que nos uniremos a quienes la están haciendo.

Jean-Paul Sartre
Septembre de 1961.

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