Conmemorando la obra de Adam Smith
Más allá de las críticas que han recibido sus postulados económicos, nadie puede discutir la enorme influencia de su obra dentro de la ciencia económica moderna.
Con Adam Smith nace el liberalismo económico. Influido intelectualmente entre otros por Quesnay y David Hume, Smith escribe uno de sus principales libros “Acerca de la Naturaleza y Causa de la Riqueza de las Naciones”, considerado “la Biblia” de la Economía Política.
Smith venía observando el gran incremento de la producción de bienes que vivía Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII, en plena revolución industrial.
Su pregunta no difería mucho de la de fisiócratas y mercantilistas: ¿de dónde sale la riqueza de una nación? Dos conceptos aparecen como respuesta, a partir de los cuales se construye todo un programa político que ha tenido repercusiones hasta nuestros días:
• La división del trabajo como fuente de productividad y
• El papel del mercado
La productividad: Adam Smith sostiene que la productividad aumenta a medida que se incrementa la división del trabajo.
La productividad, considerada como la capacidad de producir una cierta cantidad de bienes con un conjunto de recursos dados, será mayor si el trabajo se divide entre especialistas que cumplan funciones definidas. Si bien no lo vamos a reproducir aquí, es famoso el ejemplo de Smith sobre la fábrica de alfileres.
A la división del trabajo, producida al interior de la fábrica, Smith la llama división técnica del trabajo.
Si se demuestra que la división técnica del trabajo puede aumentar la productividad en un establecimiento, esto también puede ser cierto para una nación entera, razonaba Smith, denominándola división social del trabajo.
Habría un ahorro de tiempo, y por ende más y mejores bienes. La riqueza de esa comunidad habrá sin duda aumentado con respecto a la de un hipotético mundo sin división del trabajo.
También debemos recordar que Smith, en su faceta de filósofo y moralista, también observaba los efectos negativos de esta hiper-especialización en el trabajo que postulaba el Smith economista: él ya notaba y se lamentaba porque el operario se transformaba en el personaje de Charles Chaplin en “Tiempos Modernos”, un ser que realizaba durante muchas horas del día la misma monótona tarea, con la consiguiente pérdida de otras capacidades de la mente por desuso.
El mercado: en la visión de Smith, aquellos bienes provenientes de la división del trabajo se deben distribuir a través del intercambio del mercado.
Existe una propensión natural a hacerlo, que proviene de las propiedades naturales del ser humano hacia “la razón y el habla”.
Los seres humanos, que han producido y tienen en su poder los bienes en los que se especializaron, se los ceden a otros no por caridad, sino porque esperan obtener un beneficio. “No esperamos nuestra cena de la benevolencia del panadero o del carnicero, no apelamos a su misericordia, sino a su interés”.
Y a través de este razonamiento Smith institucionaliza el ser humano maximizador que sería hasta nuestros días modelizado por la mayoría de los teóricos de la economía, el ser humano de la mano invisible –visión que según algunos economistas Nash habría destruido matemáticamente hace algunas décadas con su “Teoría de Juegos”-.
Según Smith, cada uno trata de obtener para sí, egoístamente, el máximo beneficio de ese intercambio.
Tratará para ello de producir los mejores bienes y de hacerlo lo más barato posible, para ganarle a sus competidores. Como todos los miembros de la comunidad harán lo mismo, el conjunto de bienes existentes aumentará el máximo del que es capaz.
Así, sin que nadie lo decida centralmente, a partir de un sinnúmero de decisiones individuales, se obtendrá un máximo u óptimo social. Y todo gracias a “la mano invisible del mercado”.
Cualquier intervención del Estado, por más bienintencionada que sea, sólo logra trabar el funcionamiento del mercado, disminuyendo el óptimo social, razonaba Smith, criticando directamente a los mercantilistas. Decía Smith que el gobierno sólo debe tener cuatro deberes:
• La defensa contra la agresión extranjera,
• La administración de justicia,
• El sostenimiento de obras e instituciones públicas que no son rentables para los particulares y
• La defensa de la propiedad privada.
• La defensa contra la agresión extranjera,
• La administración de justicia,
• El sostenimiento de obras e instituciones públicas que no son rentables para los particulares y
• La defensa de la propiedad privada.
También Smith diferenciaba entre valor de uso y valor de cambio de los bienes.
El primero expresa la utilidad de un objeto para quien lo usa, el segundo expresa la capacidad para comprar otros productos. Por ejemplo el agua tiene mucho valor de uso y poco de cambio, mientras que los diamantes poco valor de uso y mucho de cambio, para ilustrar el razonamiento Smith.
Finalmente Smith llega a la equivocada conclusión de que la medida real del valor de todas las mercancías es el trabajo, o sea el esfuerzo que requiere producir dicha mercancía y también el trabajo que se puede ahorrar al intercambiarla por otra mercancía.
Por lo tanto el precio de toda mercancía se compone de salarios, beneficios y renta.
La economía es ética
Thomas Piketty, el autor del best seller mundial El capital en el siglo 21, debe volver al aula para aprender economía
Jorge L. Daly
Adam Smith debe estar tirándose los cabellos. Bueno, así creo que lo imaginan todos los que lo exaltan por desentrañar el misterio del capital, los que en una de sus frases célebres reconocen la piedra angular de la economía de mercado: “no es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que esperamos nuestra cena, sino de su deseo por preservar sus propios intereses.” Nada mejor expresa los valores y comportamientos de los últimos dos siglos: el egoísmo del ser humano prima sobre su sentimiento humanitario, pero si deja que el mercado libremente opere, verá que la riqueza de las naciones aumenta. ¿Acaso no es esto lo que todos queremos? Se le llama capitalismo.
Y si unos ganan mucho, muchísimo más que otros se debe a que el mercado, en su infinita sabiduría, sabe remunerar los aportes de cada cual a la sociedad. El señor Piketty necesita regresar a la universidad para aprender economía, punto.
O tal vez son los que se adhieren a esta lectura estrecha de Adam Smith los que deban regresar al aula. Porque el pensador escocés ante todo fue un humanista y, como tal, nunca hubiera consentido los niveles obscenos de desigualdad que Piketty expone. Más aún, quién sabe, hasta la hubiera expuesto como producto de esa caricatura que hoy pasa por libre mercado, el icono que domina la discusión escolástica y que arropa las decisiones que emanan de directorios de las grandes instituciones financieras que tiranizan la economía del mundo. Desde que hace poco más de treinta años se corporizara en las políticas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, el libre mercado es mandamiento en los textos de economía y ensalzado en los discursos de graduación, pero la verdad es que solamente existe en la imaginación de un bien pensante y en el cálculo cínico de los mandarines del mundo corporativo que lo esgrimen para perpetrar, perpetuar y legitimar sus posiciones de privilegio.
El aumento notable de la desigualdad que registra los Estados Unidos coincide precisamente con este período que ha visto “el fin de la historia” y la coronación de la ideología única del libre mercado. Y ésta, a su vez, concurre con el encumbramiento del sector financiero en la economía del país. Si importa comprobar, como lo hace Piketty, que la desigualdad se acerca los niveles escandalosos en épocas que alguna vez la pensamos superadas, es igualmente importante preguntar por las causas que la explican. Empiece echándole un vistazo a la santificación del proceso de desregulación financiera y preste atención a la manera como sus operadores hacen dinero, cada vez más alejados de las actividades productivas que solían financiar, cada vez más cerca de las apuestas especulativas en activos financieros. Son millonadas las que se embolsan y si alguna vez sale mal una apuesta, ahí está el gobierno para socorrerlos. Y qué pena que éste haya no haya contemplado ayuda efectiva a los millones que quedaron incapaces para cumplir con sus pagos de las hipotecas. En estos tiempos, sin duda, el gobierno se inclina ante los que más tienen.
Mejor decirlo sin tapujos: el gobierno de los Estados Unidos y el de países que exhiben tendencias hacia la fuerte concentración de ingresos sin voluntad política para hacerle contrapeso están al servicio del mejor postor. Al permitir la mercantilización de intangibles que no deben estar en venta, privilegian el beneficio privado en detrimento de la confianza y el interés público. ¿No le parece terrible? El asunto entonces es muchísimo más grave que el cálculo que Piketty hace para confirmar que hay pocos que se llenan los bolsillos y muchos que reciben migajas. Es más grave porque el funcionamiento del mercado está condicionado por consideraciones éticas. O mejor dicho, en este contexto, por la falta de ética. Al respecto, San Agustín se anticipó a los tiempos cuando sentenció que en mercados carentes de justicia operan bandas de ladrones. ¿Acaso no es esto evidente en los escándalos, prácticamente impunes, que permean el actuar de los grandes bancos comerciales?
Los que todavía creen que el funcionamiento del libre mercado contribuye al bien común tienen entonces mucho que responder. Mientras tanto, a la teoría que le da sustento debemos sentar en el banquillo de los acusados. Porque la ciencia económica se erige sobre la gran mentira de que los mercados son neutrales, de que no pronuncian juicios de valor, de que consideraciones éticas les son ajenas. Adam Smith y los economistas clásicos no se dejaron engañar por esta ficción.
Infortunadamente la sabiduría de los clásicos en la actualidad no se palpa. Un economista hoy le sirve para sopesar los costos y los beneficios de todas las opciones que se le presentan y así elegir, libre y voluntariamente, aquella que le reporta la máxima utilidad. Le sirve para convencerlo de que todo en la vida tiene precio pero no para reflexionar si las opciones son correctas o no lo son, si proponen el bien o lo que no está bien. Menos le sirve para sopesar el impacto de sus decisiones en la sociedad en su conjunto, en la manera como gravitan sobre la dignidad de los seres humanos. En suma, sobre lo que nunca debe tener precio.
Sí, Adam Smith debe estar revolcándose en su tumba, pero creo que por constatar cuánto se ha apartado la teoría que él fundó de la ética. O quizás de felicidad por el promisorio aporte de Piketty. La desigualdad importa por su relevancia para los tiempos que vivimos, como también la pobreza, la ignorancia, la concentración y manipulación de los mercados financieros o la captura de gobiernos por grupos privados. Y en todos estos temas la ética importa, ¿no le parece?
Sobre “El capital”, de Thomas Piketty (1)
Hace ya mucho tiempo, un profesor de bachillerato nos dijo que, en la vida, no hay tiempo para leer los buenos libros.
Por: Santiago Montenegro
“Solo queda tiempo para leer los mejores”, argumentó. Por eso, siempre hay que mirar con escepticismo las alabanzas que se vierten sobre algunos libros nuevos, pues, en la mayoría de los casos, las modas y los presupuestos de promoción se agotan pronto y entran en el olvido.
Este no es el caso de El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty. Más allá de las reseñas de opinión, de su celebridad en los medios de comunicación y el número de volúmenes vendidos, sorprende el flujo de artículos académicos que siguen apareciendo en las revistas académicas y en las redes científicas especializadas. Unos a favor, la mayoría controvirtiendo sus cifras y tesis, este libro ha conmocionado, no sólo la disciplina de la economía, sino las ciencias sociales y la discusión política en el mundo entero.
Por los debates y las investigaciones que ha propiciado, entonces, es obligatorio leerlo y es también un buen candidato a entrar en la lista de “los mejores”, a pesar de que estemos a favor o en contra de sus controversiales análisis y conclusiones. Piketty estudia lo que define como la extrema concentración de la propiedad del capital y de los ingresos, que observa en los países más desarrollados del mundo a comienzos del siglo XXI. Según él, el capital, medido como porcentaje del ingreso nacional, ha vuelto a lograr los niveles exageradamente elevados que alcanzó hasta la Primera Guerra Mundial. Pero desde las primeras páginas aclara que su propósito no es estimular un proceso de lucha de clases entre trabajadores y propietarios, sino discutir cuál podría ser una adecuada distribución entre capital y trabajo y, así, ayudar a construir una sociedad más justa, en el marco del Estado de derecho, con reglas que se conocen por adelantado y son democráticamente debatidas.
Para llegar a sus propuestas de política y de reformas, Piketty comienza con un paciente análisis de los conceptos de ingreso y capital y de su dinámica histórica en las partes I y II, para tratar la estructura de las desigualdades en la parte III y sus propuestas de política en la parte IV.
Pero, más allá de estos argumentos sobre la concentración del capital y del ingreso, quiero comenzar resaltando que el autor está planteando una verdadera revolución de la economía y de las ciencias sociales. En primer lugar, reivindica como categorías de análisis conceptos agregados, como capital y trabajo, contrario a la economía ortodoxa, que construye su andamiaje teórico sobre un “agente representativo”, que siempre intenta maximizar su bienestar. Segundo, sus categorías son históricas y, en un esfuerzo laborioso, las cuantifica desde el siglo XVIII para analizar sus tendencias de muy largo plazo. Finalmente, como sus grandes padres intelectuales, Ricardo y Marx, con esta obra Piketty reivindica la disciplina de la economía como un componente más de la filosofía política.
Curiosamente, no le da crédito a Adam Smith, el más influyente de los filósofos políticos y quien vería con tanto o más horror muchos desarrollos de la economía contemporánea.
Pero, sobre la naturaleza de las ciencias económicas, solo el tiempo dirá si Piketty saldrá triunfante o no de esta revolución.
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