El tiempo del Príncipe
'El País Semanal ' hizo este retrato de Felipe de Borbón cuando cumplió 45 años, en el momento de mayor turbulencia de la Monarquía
En torno a la una de la tarde del martes 30 de enero de 1968, el
príncipe Juan Carlos de Borbón, de 30 años, ajustado traje oscuro a
medida y un cigarrillo negro tras otro, marcó el número del palacio de
El Pardo en el teléfono color pastel de la habitación 604 del sanatorio
Nuestra Señora de Loreto de Madrid para anunciar a Franco que su esposa,
Sofía de Grecia, acababa de dar a luz a su tercer hijo. Había sido un
parto natural. Apenas 20 minutos. Era un varón. Un heredero. Una apuesta
de futuro. El dictador parecía feliz. “¿Es machote?”, preguntó al
Príncipe. “Sí, mucho, mi general, como su padre”. Y se echaron a reír.
Dos días más tarde acordaron cómo se iba a llamar. Juan Carlos optó por
Felipe, frente a la otra posibilidad barajada, Fernando. Eran dos
nombres emblemáticos de la realeza española y de la estirpe de los
Borbones. El dictador estuvo conforme: “Fernando VII todavía está muy
cerca; los felipes son más antiguos”, sentenció.
El recién nacido era grande, rubio y de ojos azules. Un par de días
más tarde, Juan Carlos permitió que los periodistas le fotografiaran
(“sin flas”, exigió) en una habitación del hospital y brindó con ellos
con cava. Estaba exultante. Esa anhelada descendencia masculina le
acercaba un poco más al trono. Más allá, le daba la oportunidad de
materializar algún día esa idea de España que andaba rumiando: conseguir
los poderes que detentaba el dictador para entregárselos a la nación
rumbo a la reconciliación y la democracia. La hoja de ruta de don Juan
Carlos era prescindir del poder heredado del dictador para alcanzar
capacidad de influencia y, sobre todo, de representación, arbitraje y
moderación entre los españoles.
Convertirse en un símbolo aceptado por
todos. Aún tendría que esperar al verano de 1969 para que el anciano
general le nombrara sucesor, pero las cosas empezaban a rodar tras dos
décadas de una travesía del desierto que había comenzado cuando tenía
diez años, lejos de sus padres, rodeado de curas y generales y sin tener
una posición clara en el régimen: dentro, pero fuera del sistema;
ninguneado, controlado y espiado. Mudo. Como confesó al escritor José
Luis de Vilallonga, “la soledad comienza con el silencio que es
necesario saber guardar. He pasado años sabiendo que cada una de las
palabras que pronunciaba iban a ser repetidas en las altas esferas,
después de haber sido analizadas e interpretadas según sus conveniencias
por gente que no siempre deseaba mi bien. Aprendí a mirar, a escuchar y
a callarme”.
Con los años, aquel recién nacido, Felipe de Borbón, haría suyo ese
consejo: hablar lo justo y nunca mal de nadie en público. Observar.
Dominar el arte de la contención. No confiarse. Huir del protagonismo.
Tener una conducta intachable. Esperar sin impaciencia. Sonreír.
Obedecer. Aguantar.
De ese estricto puzle surge una imagen del
heredero en ocasiones distante y hermética. El Príncipe no concede
entrevistas (estuvo a punto de hacer una en televisión, pero al final la
Casa del Rey se echó atrás) y sus declaraciones off the record
son contadas. Solo escarbando en sus discursos, donde siempre hila tan
fino como si tejiera las barbas de un antílope de Cachemira, se
vislumbra algún indicio de lo que piensa. En 2006 me confirmó que los
que pronuncia en torno a sus fundaciones (Príncipe de Asturias y
Príncipe de Girona) “son los más míos; en ellos siempre meto algún
mensaje personal a los españoles, sobre todo a los jóvenes”.
Frente a esos discursos conviene armarse de paciencia y profundizar
en sus líneas. Agazapadas entre buenas intenciones y lugares comunes, se
pueden encontrar joyas como este esbozo de la Monarquía del
futuro que realizó el 14 de diciembre de 2011, en Barcelona (dos días
más tarde de que la Casa del Rey calificara de “poco ejemplar”, el
comportamiento de Iñaki Urdangarin y le apartara de la agenda de la
Jefatura del Estado), durante la presentación en Madrid de la Fundación
Príncipe de Girona, centrada en el trabajo con los jóvenes (que el
heredero definió ese mismo día como “honesta y transparente”,
colocándose, evidentemente, en las antípodas morales de las que presidía
sin ánimo de lucro Urdangarin, el Instituto Nóos
o la Fundación Deporte, Cultura e Integración Social): “Hacer realidad
mi deseo firme y permanente de adaptar y de adecuar la institución a los
tiempos que vivimos en cada momento, impulsando un proyecto que une
nuestra historia con el futuro, que engarza nuestra tradición a un
espíritu de vanguardia y progreso”.
O este apunte al natural de su
oficio: “Servir con dedicación al Estado, al conjunto de los españoles;
trabajar por los intereses generales y promover acciones o iniciativas
que sirvan al interés común, constituyen para mí un compromiso personal
inalterable y sin matices. Una tarea, en definitiva, a la que dedico mi
vida y que forma parte de mis deberes y convicciones, especialmente tras
mi juramento de la Constitución. Y ahora también junto a la Princesa”.
El bautismo de Felipe de Borbón, ocho días más tarde de su
nacimiento, fue una ceremonia de Estado en la que se mezcló como nunca
antes el franquismo, la nobleza y la familia real, una parte de la cual
(como su abuelo don Juan y su bisabuela la reina Victoria Eugenia) jamás
había regresado a España desde su marcha al exilio en 1931. Una
elegante puesta en escena con reyes sin tierra, obispos, toisones,
espadones, pieles y chaqués, en el escenario del entonces aislado
palacete de la Zarzuela, hogar de los Príncipes desde su boda en 1962
por decisión del dictador.
Era la primera vez que Franco lo pisaba, aunque se encontraba a solo diez minutos de su residencia de El Pardo. Al general le gustaba marcar distancias. Nunca volvería. Era también la última ocasión en que el dictador iba a cruzarse con don Juan, padre de Juan Carlos, abuelo del neófito, rival político y auténtica bestia negra del dictador a causa de sus posiciones democráticas, que le convertían ante los ojos del franquismo en un liberal peligroso. Aquella tarde de enero, entre el incienso del oficio religioso, se mascaba la alta política en La Zarzuela. Se jugaba el futuro.
Era la primera vez que Franco lo pisaba, aunque se encontraba a solo diez minutos de su residencia de El Pardo. Al general le gustaba marcar distancias. Nunca volvería. Era también la última ocasión en que el dictador iba a cruzarse con don Juan, padre de Juan Carlos, abuelo del neófito, rival político y auténtica bestia negra del dictador a causa de sus posiciones democráticas, que le convertían ante los ojos del franquismo en un liberal peligroso. Aquella tarde de enero, entre el incienso del oficio religioso, se mascaba la alta política en La Zarzuela. Se jugaba el futuro.
Aquel bebé adormilado ante el que los cortesanos se inclinaban con
respeto decimonónico, protagonizaba, sin saberlo, el primer acto de una
andadura que a partir de entonces iba a ser diseñada hasta en sus
menores detalles por otros (su educación, carrera militar y civil,
amistades, funciones, equipo, discursos, actividades y, en algún
momento, incluso sus parejas), siempre mayores que él, siempre militares
o altos funcionarios del Estado, bajo la dirección de su padre, el jefe
del Estado, “el patrón”, como a Felipe le gusta llamarle. Un camino
tortuoso que alcanzará su momento cumbre el día que le suceda
como rey constitucional de un país que tiene muy poco que ver con el que
se encontró Juan Carlos en 1975, donde millones de ciudadanos no han
vivido el franquismo, la recuperación de las libertades, ni el golpe de Estado del 23-F, y piensan que no le deben nada al Soberano, y menos aún a su hijo, del que ignoran casi todo.
Felipe de Borbón y Grecia, con DNI 015, será un monarca diferente;
vivirá una situación histórica distinta; tiene otro estilo y carácter;
es de otra generación; celebró su mayoría de edad jurando la
Constitución; se casó con una periodista plebeya y divorciada; tiene
bien interiorizadas las reglas del juego y no las sobrepasa un
milímetro.
“Cuando tengo una duda, me agarro al cuello de la
Constitución y no me suelto”, me explicó durante un viaje a Estados
Unidos en 1999. No le gusta la improvisación ni salirse de su carril; es
concienzudo y cabezota; preguntón; se fía más del cerebro que del
olfato; apuesta por los valores éticos; cree en la solidaridad (un viejo
colaborador le describe como “algo así como un socialdemócrata
avanzado”); da mil vueltas a las cosas; es un adicto a tomar notas,
“apunto ideas que me pueden servir más tarde, así mantienes la cabeza en
marcha y refrescas los conocimientos cuando las revisas; lo difícil es
clasificarlas”; le gusta discutir y madurar con calma cualquier decisión
que le ataña con su escueto equipo; no abre la boca en vano; no es dado
a las sorpresas; tiene la obsesión de hacerlo bien, de ser útil; de
unir, integrar y trabajar por España; de prestigiar a su país; de ser
aceptado por todos más allá de las coyunturas políticas. Cree en la
institución monárquica, en su papel en este siglo, en sus posibilidades
de ser un vehículo de concordia y convivencia en la España plural, pero
también sabe que necesita un lifting.
Que hay que ponerla al día, hacerla más transparente, ética y abierta.
Durante aquel mismo viaje me describió su trabajo: “Es un oficio que
solo tiene un objetivo, servir a los españoles. Un oficio de familia que
estamos obligados a perfeccionar a diario; somos una especie de
servicio público donde tienes que estar a cualquier hora de cualquier
día del año al servicio de tu país. Y ahí caben muchas cosas. Toda mi
vida ha estado dirigida a eso”. Nuestra conversación concluía con esta
reflexión: “Lo que más me preocupa es que me conozcan los españoles; si
no, nada tendría sentido. Quiero conocer cada vez más a mi gente, y que
ellos me conozcan a mí y haya entre nosotros un intercambio de
información sobre cómo son y qué les preocupa y qué puedo hacer por mi
país”.
Felipe sabe desde niño que el escrutinio público de cada uno de sus
actos, gestos y palabras será exhaustivo hasta el final de sus días. Y
la comparación con su padre, inevitable. Lo que le complica las cosas,
porque Juan Carlos I ha sido durante décadas la imagen del éxito. El
hombre atractivo, carismático, deportista, arriesgado y castizo que a
base de instinto, astucia e inteligencia política propició el fin de la
dictadura; aupó a una nueva generación al poder; movió las piezas para
legalizar el Partido Comunista, comprendió el sistema autonómico,
impulsó la Constitución, paró a los golpistas, puso a España en el
mapamundi y ha convivido con la derecha, la izquierda, la derecha, la
izquierda y de nuevo la derecha sin apenas errores políticos. En el
camino ha cimentado una Monarquía (el oficio de familia) en la que nadie
creía a comienzos de los setenta, cuando la izquierda le motejaba “Juan
Carlos el Breve”.
El retorno de la Monarquía a España en 1975
ha representado un exotismo político en un panorama mundial que se
deshizo mayoritariamente de ese sistema entre el siglo XIX y el XX. La
Monarquía volvió a España en 1975 porque la nación la consideraba útil.
Porque había un consenso en el Parlamento y en la calle. Porque el Rey
remaba a favor de las libertades y el pueblo creyó en él. Desde
entonces, la institución está siempre en el alero en un país que carece
de sentimientos monárquicos. Y cualquier mancha en su imagen puede
resucitar el republicanismo. Como dijo una vez el Rey, “la corona hay
que ganársela cada día”.
¿Y qué piensa el Príncipe del Rey? No es fácil adivinarlo más allá de
su respeto al estadista, la admiración al personaje histórico y el amor
al padre que ha sido su modelo de hombre. Un maestro duro y exigente
que ha gobernado La Zarzuela a golpe de silbato. Y no hay que olvidar
que bajo el techo del palacio convive una curiosa trinidad: la
Jefatura del Estado, la institución monárquica y una familia, “y esta
última es la más complicada de gestionar”, según afirma una fuente de la
Casa. “Y desde ese flanco han venido los problemas. De ahí que el
núcleo duro de la familia real se haya reducido a los Reyes y los
Príncipes, y se haya dejado fuera a las infantas Elena y Cristina”.
Quizá la mejor pista de la opinión del Príncipe sobre el Rey se pueda
obtener de algunos párrafos del discurso que le dedicó durante la
celebración del 70º cumpleaños del Monarca. Vayamos al primero: “Este es
tu estilo, tu particular manera de vestir llana y dignamente tus 70
años: con generosidad, sin pretensiones, con la mano tendida y los
brazos abiertos y… también –todo sea dicho– con el andar un poco
ralentizado por el peso de la experiencia, pero sin perder esa chispa,
siempre dispuesta para el humor, la intuición y el coraje que siempre
has demostrado, hasta en los momentos más difíciles”.
Este el segundo:
“Reconozcámoslo; siempre dentro de un orden, te gusta la improvisación
propia de estas latitudes, la sorpresa y cambiar el paso de vez en
cuando, aunque huyas del desorden, la arbitrariedad y la imprevisión”.
Sin olvidar este tercero: “Gracias, querido patrón, por tu permanente
ejemplo de vida intensa entregada al servicio de la nación. Ese es el
legado que vas conformando día a día y que se convierte sin duda alguna
en carta de navegación fiable para los que te seguimos en la
vida y damos continuidad a tu vocación, para los que te admiramos y te
queremos”. Y este cuarto, en el que no se olvida de su madre, la Reina,
que no pasa por su mejor momento ante las fracturas familiares:
“Permíteme añadir que si para leer e interpretar correctamente cualquier
carta náutica recurrimos a la leyenda, esa la encontramos impecable en tu leal y dedicada mujer, nuestra querida madre”.
El Príncipe cumple 45 años este miércoles; su padre, 75 hace un mes. Ese momento cumbre
de la vida del heredero que será la sucesión al trono, donde tendrán
que cuajar su herencia, personalidad y sentido común, su madurez como
estadista, lo que ha aprendido y su visión renovada de la institución,
está cada vez más cerca. No lo tiene fácil. La Monarquía española vive
el peor momento desde su restauración en 1975.
La imputación de Iñaki Urdangarin, su cuñado, a finales de 2011,
por malversación de caudales públicos, fraude, prevaricación, falsedad
documental y delito fiscal dentro de una actividad profesional
calificada por la Casa del Rey como “poco ejemplar”, ha salpicado el
manto de armiño de la institución. Desde el mismo momento en que saltó
la noticia del affaire Urdangarin, sus réplicas se reflejaron de inmediato en los sondeos de opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).
El 26 de octubre de 2011, el Rey suspendía por primera vez en la serie
histórica de la escala de valoraciones del CIS, con un 4,89. Si en 1998
un 72% de los encuestados prefería la monarquía y solo un 11% la
república, en 2010 la diferencia era de un 57% frente a un 35%, y en
2012, de 53% a 37%.
El Rey era el peor parado (especialmente tras su cacería de elefantes),
el Príncipe aguantaba el chaparrón y la Reina (curiosamente) salía
reforzada. Los datos demoscópicos que se reciben cada semana en La
Zarzuela reflejan esa tendencia: el Rey, a la baja, y el Príncipe, en
equilibrio inestable. Según esos datos, las actividades privadas del Rey
parecen olvidadas por los ciudadanos, pero el caso Urdangarin sigue lastrando una institución que es además una familia y en la que la Reina sigue defendiendo la inocencia de su yerno. Frente a esa marejada político-familiar, el único que parece conservar los pies en la tierra sin perder la sonrisa es el Príncipe. La procesión va por dentro.
El Príncipe lleva al menos un par de años pasándolo mal, pero sin
arrugar el gesto. Es la paradoja de su vida. Por un lado, es un buen
tipo, “una persona que vale la pena”, según me lo definió hace cuatro
años su mujer, Letizia Ortiz, que ha logrado a estas alturas del camino
madurez, equilibrio, profundidad y aplomo; ha encontrado un sentido a su
existencia; es feliz en su vida personal: un padrazo volcado en sus
hijas, que hace planes con matrimonios amigos en torno a ellas los fines
de semana (“no somos unos extraterrestres aislados entre ciervos y
encinas”, me explicaba la Princesa.
“No estamos rodeados de camareros
con librea que nos sirven en bandeja de plata; somos humanos, somos
mortales, somos como cualquier matrimonio de nuestra edad”), y no se
apresura en la educación de su primogénita, Leonor, como heredera al
trono, aunque sabe por experiencia que ese momento llegará y será duro. Y
es también un romántico convencido de que Letizia es la perfecta
compañera de viaje. El Príncipe no es un ciudadano normal (no hay otro
como él en nuestro país), pero intenta serlo y se siente cómodo con un
trabajo para el que nadie le ha dado un guion y en el que no tiene
ningún referente. Su obsesión es conectar con la gente y emprender
acciones positivas para España y su imagen y prestigio.
Sin embargo, sufre. No es fácil expresar lo que siente. Nunca lo ha
tenido fácil. Desde aquel martes de enero de 1968, ese niño rubio e
inquieto se convirtió en parte de la vida de los españoles. Le hemos
visto crecer en directo como en El show de Truman. Pero no es
un personaje de ficción. Es de carne y hueso. Es dormilón, malo en los
deportes de balón, tiene dolores de espalda desde los 17 años, padece
del estómago en los precipitados viajes intercontinentales y no es un
prodigio del orden.
Durante la elaboración de un reportaje que realizó El País Semanal sobre los 25 años de la Fundación Príncipe de Asturias,
en 2006, me contó cómo se sentía a los 13 años siendo el protagonista
de todo el tinglado político y mediático de la inauguración de los
Premios: “Fue peor el segundo año. Me pasó como cuando te tiras de un
trampolín muy alto y la primera vez no sabes lo que es y te tiras por
las buenas, y la segunda ya sabes lo que es y te entra pánico. En 1982
estaba mucho más nervioso. Era más consciente de que era yo el
protagonista, y no solo un acompañante. De hecho, no entendí el
significado de muchos discursos. Había mucha gente que no conocía. Me
sonaban los políticos, pero estaba lleno de gente mayor. Además, me
habían hecho una ortodoncia y me molestaba al hablar. Se me nubló todo,
se me hizo una sopa de letras, me perdí en pleno discurso, y yo creo que
pasaron siete u ocho segundos hasta que pude seguir. Fue un momento
terrible. Tuve pesadillas”.
El Príncipe también me relató en aquella
ocasión sus primeros Premios junto a Letizia Ortiz, en Oviedo, en octubre de 2003, cuando aún no se había hecho público su compromiso:
“El primer año con la Princesa fue muy complicado, estábamos juntos,
pero no se podía saber. Nos cruzábamos por los pasillos sin saludarnos.
Luego, al año siguiente, fuimos como marido y mujer y fue muy especial,
uno de esos discursos que marcan tu vida. Tras tantos años yendo solo,
tenía alguien a mi lado que compartía mi labor. Una persona con
criterio. Con ideas que puedes tener en cuenta; fue un discurso muy
especial cuando dije aquello de ‘la ceremonia de este año adquiere para
mí un nuevo y emocionante significado, pues me acompaña por primera vez
mi esposa, la Princesa de Asturias. A ella me uní hace hoy cinco meses;
un paso ilusionado de ambos por construir un hogar, formar una familia y
compartir el hermoso afán de servir a España con plena entrega, leales a
nuestra historia y comprometidos con el futuro de nuestra sociedad’.
Mientras leía el discurso, veía que ella se estaba aguantando para no
echarse a llorar y no supe si parar. Al final lo terminé. Luego hubo
muchas lágrimas en privado”.
Felipe de Borbón es fieramente humano. Un soñador que intenta no
desviarse de la misión que le ha sido encomendada. Y dentro de esa forma
de entender el mundo, no comprende la conducta de Urdangarin, que ha
puesto en juego el prestigio y el futuro de la institución. Lo considera
una traición. Durante estos largos años de aprendizaje ha intentado
mantener una enorme coherencia en su vida, basándola en valores como la
honestidad, integridad, solidaridad, servicio, utilidad y
responsabilidad. Incluso renunció al amor cuando no convenía al futuro
de la nación. Y la conducta de su cuñado choca con su concepción del
mundo y sus valores más profundos.
Es el miembro de la familia real que de forma más radical ha roto con Urdangarin, al que durante un tiempo le unió una buena amistad. Ha colocado su concepto de una Monarquía sin tacha por encima del cariño a su hermana Cristina. No ha flaqueado en esa ruptura. En contra del criterio de la Reina (que es la que más sufre con las fracturas que se han desencadenado en 2012 en su familia). El Príncipe ha sido educado en el convencimiento de que la Monarquía, si no es ejemplar, no sirve, porque eso es lo que les exigen los ciudadanos. Y en ese libro de estilo no cabe la corrupción.
Es el miembro de la familia real que de forma más radical ha roto con Urdangarin, al que durante un tiempo le unió una buena amistad. Ha colocado su concepto de una Monarquía sin tacha por encima del cariño a su hermana Cristina. No ha flaqueado en esa ruptura. En contra del criterio de la Reina (que es la que más sufre con las fracturas que se han desencadenado en 2012 en su familia). El Príncipe ha sido educado en el convencimiento de que la Monarquía, si no es ejemplar, no sirve, porque eso es lo que les exigen los ciudadanos. Y en ese libro de estilo no cabe la corrupción.
En los últimos tiempos ha circulado por La Zarzuela un estudio titulado Monarquías como marcas corporativas,
dirigido por el profesor John M. T. Balmer, de la Universidad británica
de Bradford, en el que se analizan las fortalezas y debilidades de las
monarquías europeas. Enumera entre sus activos la estabilidad política
que proporcionan al Estado; su refuerzo de la imagen exterior del país;
el ambiente positivo y con ausencia de conmociones políticas ideal para
atraer inversiones; el selecto lobby de influencia que se ha
establecido entre los monarcas europeos, asiáticos y árabes; su
capacidad de proyectarse como un poderoso símbolo visual con siglos de
antigüedad que fortalece la marca-país y atrae el turismo; el perfil
avanzado de los países con un sistema monárquico y el sentido de
comunidad que establece con sus antiguas colonias (en el caso de España,
con Latinoamérica).
Sin embargo, el estudio afirma que si las
monarquías deterioran su reputación y prestigio por conmociones
internas, si pierden el favor del legislativo o de la calle, están
abocadas al ocaso. Por tanto, la primera labor de cada casa real es
conservar el prestigio de la institución, que los ciudadanos la
consideren útil, que nada empañe su imagen. Y ponerlas al día. Esa
evolución es básica para su supervivencia. Algo que todos sus titulares
han comenzado a hacer renunciando a algunos de sus privilegios,
permitiendo a sus herederos que se casen con plebeyas, pagando
impuestos, haciendo públicos sus ingresos, borrando las liturgias más
palaciegas, eliminando la preferencia del varón sobre la hembra en la
sucesión al trono, mezclándose con el pueblo y, en general, adoptando un
estilo más austero.
Dentro de esa línea argumental, el príncipe Felipe está convencido de
que una Monarquía puesta al día puede prestar aún servicios a España.
El trabajo del heredero se mueve a través de tres ejes. El primero, el
de representación exterior, promoviendo el comercio internacional y el
prestigio de España fuera de sus fronteras, incluida la promoción del
español. El segundo, la solidaridad, la innovación, los valores éticos y
el conocimiento a través de sus fundaciones, un trabajo del que se
encuentra especialmente orgulloso. Y el tercero, a través de lo que en
La Zarzuela denominan activos inmateriales, es decir, apoyando
la estabilidad, la convivencia, la armonía entre las ideologías y el
equilibrio territorial. Simbolizar, representar, arbitrar y moderar. Hoy
lo hace a pequeña escala; en el futuro jugará en las grandes ligas.
No lo tiene fácil, pero los nervios no le delatan; sigue ofreciendo
una imagen de serenidad. Ni un mal gesto ni una mala palabra. Frente a
las turbulencias que vive la Monarquía, él podría contestar con la misma
frase del historiador Jaume Vicens i Vives que pronunció en catalán el
14 de diciembre de 2011, solo un mes más tarde de que la Fiscalía
Anticorrupción registrara policialmente la sede del Instituto Nóos, en
Barcelona, la institución creada por Urdangarin para sus actividades
económicas: “Encontraremos el camino y la luz y nos desharemos de la
noche y la niebla”.
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Casi 40 años de reinado
Juan Carlos de Borbón y Borbón fue proclamado Rey el 22 de noviembre de 1975, tras la muerte de Francisco Franco, de acuerdo con la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947.
La Constitución Española lo reconoce como rey de España y legítimo heredero de la dinastía histórica de Borbón, otorgándole la jefatura del Estado.
Tras su abdicación, el mando pasará a su hijo, Felipe de Borbón, y hasta ahora Príncipe de Asturias. En el momento de su ascensión al trono, el nombre que elegirá para reinar será Felipe VI de España.
Don Felipe, el tercer hijo de don Juan Carlos y doña Sofía, nació en Madrid el 30 de enero de 1968 en la clínica de Nuestra Señora de Loreto y fue bautizado con los nombres de Felipe Juan Pablo y Alfonso de Todos los Santos en memoria, respectivamente, del primer Borbón que reinó en España; de su abuelo paterno, el jefe de la Casa Real española; de su abuelo materno, el Rey de los helenos, y de su bisabuelo Don Alfonso XIII, rey de España.
Heredero de la Corona desde la proclamación de su padre como Rey el 22 de noviembre de 1975, recibió el 22 de enero de 1977 el título de Príncipe de Asturias, junto con los de Príncipe de Girona y Príncipe de Viana, correspondientes a los primogénitos de los Reinos de Castilla, Aragón y Navarra, cuya unión formó en el siglo XVI la Monarquía española.
Don Felipe ostenta, asimismo, los títulos de duque de Montblanc, conde de Cervera y señor de Balaguer.
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Casi 40 años de reinado
Juan Carlos de Borbón y Borbón fue proclamado Rey el 22 de noviembre de 1975, tras la muerte de Francisco Franco, de acuerdo con la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947.
La Constitución Española lo reconoce como rey de España y legítimo heredero de la dinastía histórica de Borbón, otorgándole la jefatura del Estado.
Tras su abdicación, el mando pasará a su hijo, Felipe de Borbón, y hasta ahora Príncipe de Asturias. En el momento de su ascensión al trono, el nombre que elegirá para reinar será Felipe VI de España.
El reinado de Felipe VI de España
El príncipe Felipe de Borbón y Grecia será el nuevo Rey de España.Don Felipe, el tercer hijo de don Juan Carlos y doña Sofía, nació en Madrid el 30 de enero de 1968 en la clínica de Nuestra Señora de Loreto y fue bautizado con los nombres de Felipe Juan Pablo y Alfonso de Todos los Santos en memoria, respectivamente, del primer Borbón que reinó en España; de su abuelo paterno, el jefe de la Casa Real española; de su abuelo materno, el Rey de los helenos, y de su bisabuelo Don Alfonso XIII, rey de España.
Heredero de la Corona desde la proclamación de su padre como Rey el 22 de noviembre de 1975, recibió el 22 de enero de 1977 el título de Príncipe de Asturias, junto con los de Príncipe de Girona y Príncipe de Viana, correspondientes a los primogénitos de los Reinos de Castilla, Aragón y Navarra, cuya unión formó en el siglo XVI la Monarquía española.
Don Felipe ostenta, asimismo, los títulos de duque de Montblanc, conde de Cervera y señor de Balaguer.
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