miércoles, 5 de abril de 2017

Populismo de derecha: el "gen dormido" de la democracia

Populismo de derecha: el "gen dormido" de la democracia

© AP Photo/ Brynn Anderson

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"Un fantasma recorre el mundo" (la cita es inevitable): el fantasma del populismo. Ya no muestra el tradicional "corrimiento hacia el rojo" por el que ayer se le reconocía y condenaba, pero sus incorpóreas artes de seducción permanecen intactas, desplazadas ahora hacia el margen contrario del "espectro" político.


Si bien la izquierda y la derecha tradicionales tienen en común mucho más de lo que se atreverían a reconocer sus profetas y seguidores, en estos tiempos de crisis de las instituciones políticas el populismo de derecha recobra fuerzas y engendra liderazgos alternativos que en el bazar de las ideologías ofertan credos asequibles, prácticos y de bajo costo para las demandas ciudadanas. Aunque la derrota del xenófobo Geert Wilders en las elecciones legislativas en Holanda y el ascenso de Emmanuel Macron en la preferencia de los votantes franceses apunten a un repliegue del fenómeno —a reserva de lo que suceda hacia el otoño en Alemania—, lo que debe preocupar es menos el eventual retroceso de esta versión del populismo que el "ars fascinatoria" que despliega y que puede llevar a que Europa y el mundo pierdan en la soledad de las urnas lo que se pagó con sangre en una guerra mundial.

El "gen dormido" y la "navaja de Ockham"
El populismo de derecha puede ser considerado un "gen dormido" en el ADN de la democracia. Se "activa" en tiempos electorales y tiene efectos devastadores. Su retórica ha mutado hasta confundirse a la perfección con el discurso tradicionalmente atribuido a la izquierda, ese que abreva en los anhelos preteridos de la población. No es un fenómeno nuevo esta convergencia discursiva. Apenas en los años 30 del pasado siglo las prácticas totalitarias del fascismo y el comunismo compartían parejo lenguaje de seducción masiva y exacerbaban el nacionalismo hasta las fronteras exclusivas del chovinismo.


Lo que sí resulta extraño es el éxito obtenido por la derecha con una narrativa que empezó por dejar sin palabras a la izquierda tradicional y concluyó por dejarla sin ideas; una narrativa singularizada por la manipulación de los sentimientos, el abandono de los torpes eufemismos de la corrección política y una remarcada postura antisistema; una narrativa que ofrece soluciones simples a problemas intrincados y que parece inspirada en el controversial "principio de parsimonia" enunciado por el fraile franciscano Guillermo de Ockham, en el cual se propone que "en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable". En términos sociales ello implica que no hay cabida para tortuosas reformas inmigratorias, la reactivación sostenible de la economía o las integraciones regionales, sino muros contra la inmigración ilegal, proteccionismo para paliar el desempleo y la soberanía nacional como la excusa perfecta para rechazar o renegociar alianzas socioeconómicas. Nadie promete "sangre, sudor y lágrimas" a lo Winston Churchill, incluso cuando la lucha contra el terrorismo —el nacionalsocialismo de estos días— exige lamentablemente el pago de esos tributos; todos prometen revivir grandezas y glorias pasadas a lo Donald Trump —"Make America great again"—. Este es el legado del populismo de derecha: la ideología rebajada a campaña publicitaria; el estadista rebajado a modelo de comercial.


Tales prácticas —que hacen de la democracia la traducción sociopolítica de la falacia lógica del "argumentum ad populum" por el valor consagratorio que se le otorga a la opinión de la mayoría— cosechan apoyos abundantes y plurales con los equívocos que ello entraña. La anunciada salida del Reino (des)Unido de la Gran Bretaña de esa suerte de "gobernanza supranacional" que es la Unión Europea —el famoso "Brexit", que apenas este 29 de marzo comenzó a destejer su parte del "patchwork" de naciones iniciado hace 60 años—, la inesperada llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, resultan los ejemplo más cercanos de todo ello: de que resulta eficaz el miedo para manipular al electorado —sobre todo el miedo al extraño, a las vicisitudes de la economía—; de que la incorrección política engendra adeptos aunque no lo externen salvo en las urnas, y de que la oposición al sistema resulta funcional incluso en "modo lampedusiano": pretender cambiarlo todo para que en el fondo todo siga igual.

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© Sputnik/ Alexey Druzhinin

Por la lógica de la obtención y conservación del poder, cualquier forma de gobierno que dependa del voto popular tiene que avivar con maderos de esperanza la hoguera de los clamores ciudadanos. De ahí se alimentan, en mayor o menor medida, y sin importar sesgo ideológico, lo mismo Andrés Manuel López Obrador en México y Pablo Iglesias en España, que Marine Le Pen en Francia y Geert Wilders en Holanda. De ahí que se pueda afirmar sin lugar a dudas, y más en estos tiempos de hastío del electorado ante los liderazgos tradicionales, que todas las fuerzas políticas de las democracias, sin importar la vestidura con que se abriga el Estado —federalismo, parlamentarismo, presidencialismo, monarquía constitucional— tienden a ser populistas para acceder y preservar el poder.
Sólo que —diría casi George Orwell— algunas son más populistas que otras.

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