Populismo de derecha: el "gen dormido" de la democracia
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AP Photo/ Brynn Anderson
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"Un fantasma recorre el mundo" (la cita es inevitable): el fantasma del populismo. Ya no muestra el tradicional "corrimiento hacia el rojo" por el que ayer se le reconocía y condenaba, pero sus incorpóreas artes de seducción permanecen intactas, desplazadas ahora hacia el margen contrario del "espectro" político.
Si
bien la izquierda y la derecha tradicionales tienen en común mucho más
de lo que se atreverían a reconocer sus profetas y seguidores, en estos
tiempos de crisis de las instituciones políticas el populismo de derecha
recobra fuerzas y engendra liderazgos alternativos que en el bazar de
las ideologías ofertan credos asequibles, prácticos y de bajo costo para
las demandas ciudadanas. Aunque la derrota del xenófobo Geert Wilders
en las elecciones legislativas en Holanda y el ascenso de Emmanuel
Macron en la preferencia de los votantes franceses apunten a un
repliegue del fenómeno —a reserva de lo que suceda hacia el otoño en
Alemania—, lo que debe preocupar es menos el eventual retroceso de esta
versión del populismo que el "ars fascinatoria" que despliega y que
puede llevar a que Europa y el mundo pierdan en la soledad de las urnas
lo que se pagó con sangre en una guerra mundial.
El "gen dormido" y la "navaja de Ockham"
El populismo de derecha puede ser considerado un "gen dormido" en el
ADN de la democracia. Se "activa" en tiempos electorales y tiene efectos
devastadores. Su retórica ha mutado hasta confundirse a la perfección
con el discurso tradicionalmente atribuido a la izquierda, ese que
abreva en los anhelos preteridos de la población. No es un fenómeno
nuevo esta convergencia discursiva. Apenas en los años 30 del pasado
siglo las prácticas totalitarias del fascismo y el comunismo compartían
parejo lenguaje de seducción masiva y exacerbaban el nacionalismo hasta
las fronteras exclusivas del chovinismo.
Lo
que sí resulta extraño es el éxito obtenido por la derecha con una
narrativa que empezó por dejar sin palabras a la izquierda tradicional y
concluyó por dejarla sin ideas; una narrativa singularizada por la
manipulación de los sentimientos, el abandono de los torpes eufemismos
de la corrección política y una remarcada postura antisistema; una
narrativa que ofrece soluciones simples a problemas intrincados y que
parece inspirada en el controversial "principio de parsimonia" enunciado
por el fraile franciscano Guillermo de Ockham, en el cual se propone
que "en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser
la más probable". En términos sociales ello implica que no hay cabida
para tortuosas reformas inmigratorias, la reactivación sostenible de la
economía o las integraciones regionales, sino muros contra la
inmigración ilegal, proteccionismo para paliar el desempleo y la
soberanía nacional como la excusa perfecta para rechazar o renegociar
alianzas socioeconómicas. Nadie promete "sangre, sudor y lágrimas" a lo
Winston Churchill, incluso cuando la lucha contra el terrorismo —el
nacionalsocialismo de estos días— exige lamentablemente el pago de esos
tributos; todos prometen revivir grandezas y glorias pasadas a lo Donald
Trump —"Make America great again"—. Este es el legado del populismo de
derecha: la ideología rebajada a campaña publicitaria; el estadista
rebajado a modelo de comercial.
Tales prácticas —que hacen de la democracia la traducción
sociopolítica de la falacia lógica del "argumentum ad populum" por el
valor consagratorio que se le otorga a la opinión de la mayoría—
cosechan apoyos abundantes y plurales con los equívocos que ello
entraña. La anunciada salida del Reino (des)Unido de la Gran Bretaña de
esa suerte de "gobernanza supranacional" que es la Unión Europea —el
famoso "Brexit", que apenas este 29 de marzo comenzó a destejer su parte
del "patchwork" de naciones iniciado hace 60 años—, la inesperada
llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, resultan los
ejemplo más cercanos de todo ello: de que resulta eficaz el miedo para
manipular al electorado —sobre todo el miedo al extraño, a las
vicisitudes de la economía—; de que la incorrección política engendra
adeptos aunque no lo externen salvo en las urnas, y de que la oposición
al sistema resulta funcional incluso en "modo lampedusiano": pretender
cambiarlo todo para que en el fondo todo siga igual.
Lea más: HRW: El crecimiento del populismo es la mayor amenaza para los derechos humanos
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Sputnik/ Alexey Druzhinin
Por
la lógica de la obtención y conservación del poder, cualquier forma de
gobierno que dependa del voto popular tiene que avivar con maderos de
esperanza la hoguera de los clamores ciudadanos. De ahí se alimentan, en
mayor o menor medida, y sin importar sesgo ideológico, lo mismo Andrés
Manuel López Obrador en México y Pablo Iglesias en España, que Marine Le
Pen en Francia y Geert Wilders en Holanda. De ahí que se pueda afirmar
sin lugar a dudas, y más en estos tiempos de hastío del electorado ante
los liderazgos tradicionales, que todas las fuerzas políticas de las
democracias, sin importar la vestidura con que se abriga el
Estado —federalismo, parlamentarismo, presidencialismo, monarquía
constitucional— tienden a ser populistas para acceder y preservar el
poder.
Sólo que —diría casi George Orwell— algunas son más populistas que otras.
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