El Reino Desunido de Gran Bretaña
La victoria del unionismo británico en Escocia conlleva la paradoja de abrir el melón territorial
Cuando Alex Salmond ganó por mayoría absoluta las elecciones
escocesas de 2011 y pudo poner en marcha el proceso que llevó a la
convocatoria del referéndum de independencia del pasado jueves,
probablemente no sabía las consecuencias que acabaría trayendo. No sabía
que la independencia, opción que siempre ha parecido muy lejana en
Escocia, dio tal estirón en el último mes de la campaña que provocó un
ataque de pánico en Londres y nerviosismo en Washington y Bruselas.
No sabía (¿o quizás sí?) que acabaría con su propia carrera política
a pesar de que siempre pasará como un triunfo personal y de su partido
el resurgir de la política de base y el debate ciudadano durante la
campaña. Pero, sobre todo, no sabía (¿o quizás también sí?) que acabaría
provocando un terremoto en Westminster y abriendo el melón del debate
territorial en el Reino Unido de la Gran Bretaña, que algunos ven camino
de convertirse en el Reino desunido a pesar de la victoria unionista en
Escocia.
La paradoja de esa victoria unionista
es que ha puesto de repente en el primer renglón de la agenda política
británica la pregunta que planteó en 1970 Tam Dalyell, diputado
laborista por West Lothian, al oeste de Edimburgo. En aquel tiempo
empezaba a plantearse por primera vez la concesión de algún tipo de
autonomía a Escocia. Y lo que Dalyell preguntó es si los diputados
escoceses en la Cámara de los Comunes podrían participar en la
tramitación de leyes que no afectaran a sus votantes porque esas
materias se regulaban ya en Escocia.
La pregunta dejó de ser retórica cuando los laboristas pusieron en marcha a finales de los años noventa el Parlamento y Ejecutivo escocés, además de la Asamblea de Gales y la de Irlanda del Norte. Eso significó que, sobre todo los numerosos diputados de Escocia, que suelen ser muy mayoritariamente laboristas y casi nunca conservadores, pueden ser decisivos al decidir legislación que solo afecta a Inglaterra.
Ese problema se va a agravar después de que los tres grandes partidos
británicos, presa del pánico cuando el sí empezó a subir en los sondeos
a un mes del referéndum, prometieron a los escoceses nuevos poderes
fiscales y en materia de bienestar social y regulación laboral si
rechazaban la independencia. Eso ha hecho reventar la llamada cuestión
de West Lothian, “fácil de preguntar pero más peliaguda de contestar”,
en palabras del jurista Joshua Rozenberg en The Guardian.
La respuesta es peliaguda porque es un problema de complicada
solución. La más simple es privar de voto o incluso de voz a los
diputados no ingleses al tratar legislación que solo afecta a
Inglaterra, como pareció insinuar el primer ministro, el conservador
David Cameron, nada más conocer el resultado del referéndum. Una
solución “muy atractiva”, pero también peligrosa porque “crearía dos
clases de diputados y dos agendas parlamentarias”, advierte Rozenberg,
que coincide con muchos otros comentaristas.
Otra opción es ir a un sistema autonómico como el español. A los
liberal-demócratas les ha gustado tradicionalmente esa posibilidad y los
laboristas intentaron empezar a introducirlo en 2003 con la creación de
tres Gobiernos regionales en el norte de Inglaterra. Pero los
ciudadanos del nordeste, la región fronteriza con el sudeste de Escocia y
la que parecía más ansiosa de autonomía, descabezaron de cuajo el
proyecto cuando un 80% de ellos votó en contra en el primero —y que al
final fue el último— de los tres referendos previstos.
Los laboristas parecen ahora dispuestos a rescatar esa idea, según
las palabras del pasado jueves de su líder, Ed Miliband, que aludió a la
necesidad de dar más poder a las regiones y las grandes ciudades de
Inglaterra. Pero también eso puede crear problemas en un país en el que
no ha habido hasta ahora apetito por el poder regional, aunque el auge
del independentismo escocés parece haber despertado ahora también en el
norte y otras partes de Inglaterra el ansia de autonomía.
Crear autoridades amplias como en Londres, que tiene un alcalde
elegido directamente y una Asamblea, es otra forma de abordar el
problema. Pero, como destaca el exministro laborista Andrew Adonis, “no
es fácil” porque ciudades como Birmingham, la segunda de Inglaterra, no
están interesadas en ese modelo.
Otra posibilidad es el “sistema casi federal”, como ha propuesto la
Sociedad de Abogados Conservadores, que desde 1947 suministra ideas a
los tories y que cree que las Asambleas regionales “no son la
respuesta adecuada para el problema inglés”. En ese sistema se
ampliarían las competencias tanto de Escocia como de Gales; en
Inglaterra, los ministerios de Educación, Sanidad y Comunidades Locales
se ocuparían exclusivamente de cuestiones inglesas; y en los Comunes
habría una doble votación en las materias que afectaran mayoritariamente
a Inglaterra: una, solo con los diputados ingleses, de carácter
consultivo; y otra, con todos los diputados, que sería determinante.
Quizá la opción más polémica es la de un Reino Unido completamente
federal, con un Parlamento de Inglaterra en paralelo al de los Comunes.
Algunos diputados conservadores han reclamado estos días un Parlamento
exclusivamente inglés, pero hay también muchos detractores. El
historiador Vernon Bogdanor se ha opuesto con el argumento de que “no
hay ni un solo sistema federal en el mundo en el que una sola de sus
unidades represente al 80% de la población”. Y cita el ejemplo de los
fracasos de la URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia.
El Reino Unido ha sobrevivido al referéndum de Escocia, pero hoy parece más desunido que antes de esa victoria.
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