¡PROHIBIDO OLVIDAR! El Muro de Berlin: Memorias de la ignominia y miserias del comunismo
El pasado martes, Antonio Sánchez García leyó una crónica
personal sobre el Muro del Berlín y su significado durante un foro
organizado por Cedice para presentar el libro del chileno Mauricio Rojas La Tentación Totalitaria.
A continuación la crónica, a propósito de cumplirse este domingo 25 años de la caída del Muro de Berlín:
1 Llegué a Berlín, becado por el Servicio Alemán de
Intercambio Académico (DAAD) a estudiar historia y filosofía, hace medio
siglo, en el invierno de 1963, dos años después de que la dictadura de
Walter Ulbricht comenzara, en agosto de 1961, la construcción del Muro
de Berlín. Las autoridades comunistas lo llamaron “Muro de Protección
Antifascista”. El pueblo llano de uno y otro sector lo llamó,
simplemente, “Muro de la Vergüenza”. Se extendía a lo largo de 45
kilómetros que dividían a la población berlinesa en dos historias
irreconciliables y 115 kilómetros que separaban al enclave Berlín
Occidental – administrada por los aliados – de la ciudad de Berlín
Oriental, administrada por el ejército de ocupación soviético y capital
de la llamada Deutsche Demokratische Republik o República Democrática
Alemana. Como solían adjetivarse por entonces y sin pretensiones de
sarcasmo todas las dictaduras de la órbita soviética.
Se alzó, suerte de Jerusalén de la contemporaneidad, como símbolo urgente de la Guerra Fría y sirvió de excelente escenografía
a quienes quisieran ilustrar la sórdida trama de espionaje, crímenes de
Estado y persecuciones policiales, consecuencias todas ellas de la
Segunda Guerra Mundial sobre una nación cruelmente derrotada, humillada y
repartida entre las potencias vencedoras. Cruzarlo estaba
terminantemente prohibido para los berlineses de uno u otro sector y en
el colmo del esperpento, dejando las tripas de las viejas edificaciones
de comienzos de siglo al aire, las paredes de las fachadas derruidas,
partiendo en muchas de sus extensiones avenidas, calles y edificios,
atravesados por un terreno eriazo sembrado de minas antipersonales,
cuajado de alambradas de púas y erizado por altas torres de vigilancia
provistas de reflectores de alto poder y ametralladoras punto cincuenta.
Era preciso mantener vivo el recuerdo de Dachau, Auschwitz y Treblinka.
Intentar cruzarlo le costó la vida, que se sepa, a más de un par de
centenas de desesperados alemanes condenados a vegetar por los días de
los días en la sordidez de una dictadura totalitaria. Toda explicación
en sentido contrario al dado por las autoridades del régimen comunista
de Walter Ulbricht y el partido comunista alemán para justificar ese
monumento al horror – frenar la intervención del capitalismo occidental
interesado en obstaculizar la construcción del socialismo – se cae por
su propio peso: no se conoce un solo caso de un ciudadano de Berlín
Occidental que haya intentado cruzarlo para sumarse a los ejércitos
socialistas de la tal imaginaria construcción utópica, dirigida por la
Stassi, el aparato de seguridad del comunismo germano. Y quienes como
Ernst Bloch, el filósofo del Espíritu de la Utopía, decidieron irse a
vivir en ella tras el fin de la guerra no tardaron en arrepentirse y
escapar a Occidente. Bertolt Brecht, como lo expresara en uno de sus
poemas postreros, murió sumido en el desánimo.
2 La razón efectiva para alzar ese desiderátum del espanto totalitario era mucho más sencilla:
de no construir un dique almenado de contención capaz de dar muerte
inmediata a quien pretendiera sobrepasarlo, la población de Alemania
Oriental se hubiera vaciado en pocos años. Razón que explica que además
del famoso Muro de Berlín, en realidad existiera una suerte de imperial
Muro Germánico a lo largo de toda su frontera con la temida Alemania
capitalista. Vale decir: democrática. A todo lo largo de los miles de
kilómetros que dividían a ambas realidades de origen común corrían
muros, alambradas y casetas de vigilancia infranqueables. La metáfora de
la Cortina de Hierro era infinitamente más real de lo que muchos creen:
había revivido tras más de dos mil quinientos años la proeza de las
dinastías chinas que hicieron construir la Gran Muralla, si bien se
tratara en su caso de una colosal y maravillosa edificación de piedra de
más de veinte mil kilómetros de extensión, siete metros de alto y cinco
de ancho, custodiada hasta por un millón de efectivos, para protegerse
de los ataques de los nómadas xiongnu de Mongolia y Manchuria. No para
impedir el éxodo de la población china.
La Gran Muralla berlinesa era infinitamente más modesta y no
sobrevivió los treinta años, pero era incomparablemente más ignominiosa.
Hecha de bloques de cemento por los propios carceleros – ¿quién habría
de confiar en albañiles prontos a dar el salto y encontrar trabajo en
Occidente? – , se la echó abajo a mandarriazos por un pueblo indignado
que no resistió más abusos. Solía cruzarla cada tanto por Checkpoint
Charlie, el más famoso de los pasos fronterizos ubicados en la afamada
Friedrich Strasse, en el corazón del barrio obrero de Kreuzberg, tras
engorrosos y muy abusivos trámites – me asistía el derecho a pasar de un
sector al otro como ciudadano extranjero – a través de un laberinto de
alcabalas y casamatas cuajadas del acre olor de la guerra y el apestoso
aroma a campo de concentración que flotaba por sobre todas las
dictaduras del Pacto de Varsovia. Lo hacía sin otra razón que asistir a
los montajes del Berliner Ensemble en el Theater am Schiffbauerdamm, el
grupo teatral que dirigía la viuda de Bertolt Brecht, Helene Weigel.
La
entrada del lado americano, además de un inmenso cartelón que prevenía
con el emblemático ¡You are living the american sector!, tenía un
pequeño museo del horror con las imágenes de los asesinados por la Vopo –
la VolksPolizei del régimen comunista – entre las que destacaban las
fotos del joven Peter Fechter, uno de los primeros desangrados en 1962
ante los atónitos ojos de los habitantes cercanos de Berlín Occidental,
impotentes para asistirlo y salvarle la vida. Y a algunos pasos hacia el
oriente, revisado de cabo a rabo, expurgados mis antecedentes,
observado con desprecio por la melena – que por entonces portaba y me
llegaba a los hombros – y mi atuendo de típico hippie universitario
berlinés, y luego de pasear un espejo montado sobre ruedas por debajo, a
lo largo y ancho de mi desarrapado Volkswagen, meterle una larga
varilla flexible a mi tanque de gasolina y comprobar fehacientemente que
tras los asientos y en la cajuela no llevaba ni personas ni objetos de
contrabando, podía terminar de atravesar el laberinto y verme en medio
de una tierra de nadie de algunas manzanas hasta llegar a la estación de
trenes Friedrich Strasse. Donde recomenzaba la vida, o algo parecido.
(Era un viaje en el tiempo al reino del totalitarismo cotidiano. Tan humano como un campo de concentración,
pero en tecnicolor, sonido estereofónico y enormes dimensiones urbanas,
que te permite desplazarte de un barrio al otro, comprar el pan, la
leche y la carne, si la hay, y hasta vivir la absoluta normalidad de
estudios y noviazgos, siempre y cuando no balbucees una sola palabra
crítica, no te inmiscuyas en política, bajes la cabeza y hagas lo que te
ordena el Gran Hermano. Así lo demuestran los hechos, como que dos
primeras figuras de la Alemania y del Chile de hoy, demócratas
ejemplares y pilares de la libertad hayan vivido felices bajo el
totalitario cielo estaliniano de la Hoz y el Martillo, hayan estudiado,
se hayan enamorado, hayan parido a sus primeros hijos y militaran
prósperas como funcionarias de sus respectivas nomenklaturas en sendos
partidos marxistas a la sombra del Muro de la Vergüenza, sin elevar una
sola maldición en su contra: Angela Merkel y Michelle Bachelet. El
máximo líder del movimiento estudiantil alemán, Rudi Dutschke, hijo como
la Merkel de un pastor protestante, no resistió, en cambio, la
obsecuencia y se escapó a Occidente para encabezar la revolución
berlinesa y el Mayo parisino.)
3 Pasar del Berlín luminoso, exuberante, ultra moderno, agitado, cambiante, contestatario, rebelde, estridente,
a la última moda de Mary Quant, Cristian Dior y Jean Luc Godart, de los
Beatles, los Doors, Frank Zappa y Mother of Inventions, Janis Joplin y
los Rolling Stones, con extraordinarios museos de arte contemporáneo,
gigantescas salas de conciertos, exposiciones, bohemia, discotecas,
imponentes centros comerciales, librerías deslumbrantes, facultades a
todo dar en que se investigaba el marxismo originario y el movimiento
comunista de los años veinte, Heidegger y la Teoría Crítica, dando
insumo ideológico para protestas universitarias sin número hasta el
amanecer saldadas con heridos y presos políticos – yo, entre ellos –;
pasar, repito, de ese Berlín vital y extrovertido a la sombría,
desierta, silenciosa, pobretona, aburrida, languideciente, gris y oscura
capital de la nomenklatura germano soviética demostraba, en rigor, la
razón superior que llevara a construir el Muro.
Sólo a unos comunistas
decrépitos, adocenados, aburridos y carentes de la más mínima
imaginación, pero retorcidos como personajes de John Le Carré se les
podría ocurrir preferir vegetar en la Karl Marx Allee, con sus pesados y
monumentales edificios de la ampulosa arquitectura socialista, que
vivir à bout de soufle en la Kurfürsten Damm. Sin el Muro y con esa
apasionada competencia de una ciudad maravillosa como fuera el Berlín de
los años sesenta – aquellos en que lo viví con la pasión de un
desesperado – la RDA se hubiera convertido en el embudo imaginario por
el que el bloque soviético entero se hubiera desaguado hacia Occidente.
Si el Gran Hermano se hubiera dormido.
En algún lugar he tratado de describir la esquizofrenia que vivimos
los rebeldes sin causa de ese Berlín amurallado, asediado día y noche
desde las brumas de la tiranía totalitaria que nos rodeaba como a una
isla de fantasía en medio de un turbio y espeso océano de sargazos.
Fuimos marxistas hasta la médula de los huesos, pero antisoviéticos,
anti estalinistas, anti dictatoriales, anti autoritarios y anti
totalitarios como nadie. Sin que una contradicción tan apabullante nos
causara el menor escozor. Y ya estamos en el tema del Muro y la
Tentación Totalitaria, pues la RDA y su MURO fueron el pasivo y como
inexistente telón de fondo de todos nuestros esfuerzos por desenmascarar
al nazismo del patio, que sabíamos habitaba y dormía en nuestras
entrañas. Eran la consecuencia directa de la derrota de los padres y
abuelos de mis amigos, camaradas y vecinos. En los rostros de hombres y
mujeres mayores que nos rodeaban por doquier podíamos leer el destino de
quienes hacía nada le habían entregado su alma, su corazón y sus vidas a
Hitler, a Göring, a Goebbels y tolerado abierta o solapadamente la
brutal e inhumana persecución a millones de alemanes del vecindario por
el solo hecho de ser de proveniencia judía, supieran o no supieran que a
partir de 1941 estaban siendo gaseados masiva, industrialmente.
4 No recuerdo en todos esos años de feroz rebeldía una sola manifestación que hubiera tenido por propósito denunciar
la existencia de ese Muro de la Infamia ni alguna otra orientada a
desenmascarar la naturaleza totalitaria del régimen soviético que lo
pariera, ni del régimen totalitario chino cuya revolución cultural nos
enloquecía o del régimen castrista, otro régimen totalitario que
alabábamos como el non plus ultra de la rebeldía y la protesta anti
imperialistas. Enarbolamos la bandera del Viet Cong y la imagen del Ché
Guevara en nuestras franelas y esmaltadas estrellas rojas, adorado como
un héroe sin siquiera detenernos a reflexionar críticamente sobre su
naturaleza homicida, su fascismo visceral, el uso estridente que hiciera
de motivos nazis, como la alabanza de la tierra y la sangre, el Blut
und Boden hitlerianos. Puesto a traducir su Mensaje a la Tricontinental
para una editorial berlinesa de izquierdas me di de cabezazos tratando
de eludir la crudeza de ese fascismo de abecedario que brotaba de la
estúpida soberbia de un asesino serial: “si nuestra sangre riega el
suelo, etc., etc., etc.”. El Muro nos parecía un mal necesario,
condenado a sobrevivir por los siglos de los siglos, como la división de
Alemania, por cuya reunificación no apostábamos un centavo. Jurábamos
que ambos expresaban una superioridad metafísica: el socialismo, una vez
establecido, continuaría de aquí a la eternidad superando sus
desviaciones y alcanzando algún día la utopía perfecta: la armonía
universal, la reconciliación de los contrarios, el paraíso. Por
entonces, en medio de nuestros delirios combatientes a favor de Ho Chih
Mihn y el Vietcong, el Ché Guevara y las guerrillas venezolanas, tumbar
el Muro o reunificar a Alemania eran señas de identidad de la ultra
derecha germana. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa.
Agnus Dei qui tollis peccata mundi, miserere Novis.
Pues lo más grave de esos tiempos de ruido y furia fue el monstruo que llevábamos por dentro, Jeckill o Hyde,
poco importa, a saber: nuestro impenitente anticapitalismo de manual.
Que nos permitía realizar una doble lectura del totalitarismo: el nazi
era indiscutible y digno de nuestra mayor repulsa. Expresaba el delirio
imperial del gran capital monopolista. El soviético nos parecía, a lo
sumo, una “desviación del leninismo originario”. Una aborrecible
necesidad congénita. Lo que nos permitía tolerar el Muro y la infamia
que él y la dictadura que lo erigiera representaban como un desvío, un
mal menor, un totalitarismo de segunda naturaleza, subsidiario, un sub
totalitarismo. Que hasta imaginábamos corregible. Asumiéndolo, en rigor,
como un muro interior, más pérfido, más malévolo que el externo de
bloques de concreto, porque era un muro de ideas, de conceptos, de
falsedades.
Como si en el concepto marxista mismo, en las entrañas del
Manifiesto Comunista y en la médula espinal de toda la construcción
engelsiano-marxista no estuviera desplegada ya y en todo su esplendor la
tentación totalitaria. A la espera de que Vladimir Ilich construyera el
modelo para armar y diera con la exacta contraparte del nazismo
hitleriano, el socialismo estaliniano. Todo lo cual, por cierto,
arrastrado por los pelos del utopismo que lastra el pensamiento político
occidental desde sus orígenes testamentarios, presocráticos,
grecolatinos. Cómo se lo planteara Platón en La República y pretendiera
llevarlo a cabo a riesgo de su cabeza con el tirano Dionisio el Joven,
de Siracusa: construir la sociedad perfecta, un oxímoron. Esa tentación
totalitaria que llevara a Heidegger a postrarse ante el caporal
austriaco maravillado por la femenina suavidad y lozanía de sus manos.
Las mismas que ordenaran el Holocausto.
5 Si algo ha quedado en claro tras este siglo XX totalitario y febril es que el totalitarismo – o la tentación totalitaria,
para regresarlo a su estado de latencia – lo llevamos en los genes,
subyace a todas las utopías, incluidos desde luego el mesianismo y el
milenarismo cristianos que nos inocularan los conquistadores con los
llamados Doce de la Fama para sobreponerlo a la razón, nuestra
asignatura pendiente – y combatirlo supone algo más que asistir
puntualmente a periódicas elecciones y mirar con ternura a los hermanos
Castro o a sus excrecencias caribeñas menores, como el teniente coronel
de triste y nefanda recordación. Es el sustrato de la barbarie,
globalizada gracias al poder multitudinario de la demagogia y el poder
irrefrenable del progreso material. Como lo denunciaran mis maestros
Theodor Adorno y Max Horckheimer en la Dialéctica de la ilustración.
Sin entrar en la escandalosa aporía que lastra a todos los militantes y portadores de las ideologías totalitarias y en nosotros,
los sesentayocheros, como nos llaman con sorna los alemanes, alcanzara
ribetes de auténtica esquizofrenia: gozar de la máxima libertad posible y
añorar el esclavismo, disfrutar del consumo de la riqueza social hecha
posible por el modo de producción capitalista y apostar a un idílico
paraíso absolutamente ilusorio y engañoso, coronado con hambrunas,
penurias, sufrimientos y mortandades inenarrables.
Goethe, el más grande
de los poetas alemanes y Hegel, la cumbre el pensamiento filosófico de
Occidente, despertaron al horror que se incubaba a comienzos del Siglo
XIX en la civilización europea, brutalmente puesto al descubierto por el
terror de la Revolución Francesa y la desaparición de las monarquías,
preguntándose por aquello que vendría a llenar el vacío de la
legitimación divina del Poder político, una vez desaparecidos sus
vicarios monárquicos. Donoso Cortes, junto a Bonald y De Maistre, los
tres grandes pensadores conservadores del Siglo XIX, apostaron a la
aparición de monstruosas dictaduras de corte planetario, facilitadas por
la irrupción del anonimato colectivo en la escena política y el
gigantesco desarrollo de las comunicaciones – el telégrafo, el
ferrocarril y la navegación a vapor -, que por primera vez en la
historia de la humanidad habían hecho posible la globalización en tiempo
real del plantea.
Los totalitarismos anticiparon y fueron producto, al mismo tiempo, de la sociedad global.
Del igualitarismo al que tanto temió Alexis de Tocqueville y del
industrialismo que abrió los horizontes para inimaginables conquistas
materiales. Y si bien la realidad y el concepto nacen unidos de la mano
por Benito Mussolini, fueron conceptualizados avant la lettre por el
pensamiento libertario, aterrado ante la alborada de la barbarie, por
Nietzsche, por Donoso Cortés, por Kierkegaard, por Schopenhauer. Las
dictaduras nacionales ya habían comenzado a sentirse incómodas reducidas
al estricto terreno de sus fronteras y ansiaban fagocitar al
vecindario. Como lo venimos sufriendo en América Latina desde la
irrupción de los hermanos Castro el 1 de enero de 1959. Mucho más en
tiempos del predominio del mar en este nuevo Nomos de la Tierra, como lo
describiese con su inocultable genialidad el pensador alemán Carl
Schmitt.
Quien crea que el tiempo de los totalitarismos llegó a su fin con la desaparición física de Hitler,
de Stalin, de Mao no tiene más que asistir al anhelo por establecer un
Estado Islámico. Y a la inocencia con que las izquierdas
latinoamericanas juegan a la lucha de clases. Son las más recientes
ensoñaciones del desvarío totalitario. Que al parecer, llegó en Octubre
de 1917 para quedarse. Si así fuera, el totalitarismo pretendido por el
Estado Islámico no será el último. Más que la tentación, comenzamos a
sufrir de la añoranza totalitaria. Ese jarabe del que nosotros, los
venezolanos, llevamos 14 años disfrutando en solitario. Dios nos asista.
@sangarccs
Entrevista a Daniel Gutierres Hess: Un peruano en el muro de Berlin
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