¿Es el
humor un instrumento de coerción social?
Cuando se trata del
humor o la risa en una obra sociológica, el fenómeno al que se suele atender
(casi exclusivamente) es al control social por medio del ridículo. Se
restringe, pues, el estudio al humor aristotélico, a la risa de superioridad,
a la carcajada que señala una situación de desigualdad. Hay, sin embargo,
otras formas de humor que pueden limar los bordes más afilados de las
estructuras sociales y hacerlas tolerables a quienes tienen que vivir dentro
de ellas:
Lipovetsky percibe el humor de las sociedades postmodernas ausente de
pathos. ¿Quiere eso decir que en tales sociedades ya no hay lugar para la
angustia? En absoluto:
A fin de cuentas, no parece plausible el nihilismo sin un mínimo de
desesperación; la sociedad postmoderna padece males característicos y le
aplica remedios característicos, pues «el sense of humor consiste en subrayar
el aspecto cómico de las cosas sobre todo en los momentos difíciles de la
vida». Tal vez por eso, en una sociedad particularmente caída en desgracia de
los dioses y sus certezas, «el humor se convierte en una cualidad exigida al
otro»), y esa omnipresencia de lo festivo no indique felicidad, sino una
implacable ocultación de su antítesis.
La
pérdida de la fe salpica, también a las
ideologías. La política de una sociedad humorística tiene, por obligación,
que adoptar formas nuevas, desconocidas hasta la fecha:
La
política se convierte casi explícitamente en circo de entretenimiento.
Lipovetsky cita el caso del cómico francés Coluche, que llegó a ser candidato
presidencial en su país después de una flamante carrera artística construida
las más de las veces a base de patochadas y sal gruesa. Lipovetsky, cuyo
texto es contemporáneo del suceso, afirma que
«todo el mundo está contento de que un payaso profesional ocupe la
escena política, puesto que ésta se ha convertido ya en un espectáculo
burlesco».
Una vez
alcanzada la mayoría de grandes reivindicaciones sociales del pasado, las
banderas comunes que podían convocar tras de sí considerables movimientos
colectivos, las aspiraciones políticas del presente se acercan gradualmente a
lo esperpéntico, al particularismo exacerbado propio de una sociedad
hedonista donde todos exigen carta de naturaleza para sus rasgos personales y
construyen comunidades minúsculas partiendo de criterios que bordean el
capricho:
Naturalmente,
esa primacía de lo particular impregna también nuestra forma de percibir a
los demás y, por tanto, la interacción social en su escala más básica. La
muerte de la razón como instancia legitimadora de las acciones individuales
da paso al hedonismo, al principio de placer, a la primacía de las
preferencias personales. Por necesidad, esa sucesión de funciones tiene que
hacerse patente en todo el cuerpo social:
Y a
partir de los niveles más simples de interacción podemos ascender a estadios
más complejos, en los que se define la concepción misma de la ciudadanía y la
comunidad sociopolítica, pues: «...el modo de aprehensión del otro no es ni
la igualdad ni la desigualdad, es la curiosidad divertida, de manera que cada
uno de nosotros se ve condenado a parecer a corto o largo plazo extraño,
excéntrico ante los otros».
De esta
forma, la convivencia acaba por fundamentarse en la disimilitud y en la
extravagancia del prójimo. Una extravagancia que es en sus manifestaciones
diferente a la nuestra, pero en su principio, idéntica, pues se basa en la
presunción a priori de respetabilidad para todo comportamiento que produzca
placer y bienestar a su agente.
Insiste Lipovetsky:
¿Es esa
la sombra del ciudadano postmoderno? Perdidos los lenguajes comunes del
pasado (mitos, religión, razón), ¿está condenado el individuo a no poder
comunicar el contenido de sus actos, a ser eternamente incomprendido salvo
por aquellas otras escasas almas perdidas que comparten su placer? ¿Está
condenado a no comprender a sus semejantes? La respuesta de Lipovetsky no
puede estar más alejada de la de, pongamos, un McIntyre: la base común es ese
vago ideario hedonista-democrático, para el cual toda ocupación placentera es
legítima en tanto no interfiera en la libre elección ajena; a partir de ahí,
los lenguajes se dispersan y se hacen tanto más incompatibles cuanto más
lejos se lleva el principio de partida.
¿Qué
lenguaje común reconcilia todas esas diferencias? ¿Qué lenguaje común evita
la dispersión absoluta, la desintegración de lo social en un hervidero de
“nacionalidades” extravagantes? Principalmente, el comentario humorístico
autorreflexivo que, por su propia naturaleza lúdica, recuerda el principio
personal hedonista común a toda la variedad:
¿Hay un
humor postmoderno?
La teoría de Lipovetsky sería
significativa y más que digna de atención para todo estudioso del humor
aunque sólo fuera por la seguridad con la que postula dos afirmaciones:
1) Que la sociedad postmoderna es
específicamente humorística. Esto es, hay una serie de rasgos variados que
caracterizan lo que se conoce como sociedad postmoderna, y uno de ellos, y no
uno de los menos importantes, es su carácter humorístico.
2) Que hay un humor específico de la
sociedad postmoderna. Esto es, que el humor propio de la sociedad postmoderna
y que, tal como se afirma en el punto anterior, define en cierta medida dicha
sociedad, es esencialmente diferente a las formas de humor que pueden
encontrarse en otras sociedades, en otros espacios, en otros tiempos.
He
aquí, resumidos y ordenados, los rasgos característicos del humor
postmoderno, tal como él lo define:
1) Omnipresencia. El humor postmoderno lo
impregna todo, se adentra en terrenos hasta ahora vedados para el discurso de
su género. En épocas anteriores, el humor era una explosión episódica (tal
que la fiesta medieval) o una herramienta identificada y claramente ubicada
en el almacén de recursos de la razón (tal que el humor ilustrado). Si nos
atenemos al ámbito de los productos de consumo cultural, observamos como la
ironía penetra en géneros que dejan de tomarse del todo en serio a sí mismos
y que sólo son aceptados por el público cuando hacen un guiño a su
inteligencia por medio de comentarios autorreflexivos .
2) Hedonismo. El humor, aunque, como ya
hemos visto, sirva a propósitos diversos, sólo se justifica explícitamente
por sí mismo. Se tiene por un fin en sí mismo. No se considera un humor
instrumental, no es algo que necesite excusas; toda la razón de ser que
necesita es el placer, la diversión, el gozo que proporciona.
3) Ausencia superficial de angustia. El humor
postmoderno, por razón del principio hedonista expuesto en el punto anterior,
renuncia de partida a mostrar en primer plano los aspectos oscuros o
desagradables de la realidad. Le interesa lo lúdico, lo brillante, lo
festivo, lo espectacular, lo estrafalario, lo llamativo.
4) Habilidad
social. El humor, en la sociedad postmoderna, se convierte en lenguaje
universal y, por tanto, en una habilidad social más que hay que dominar para desenvolverse
exitosamente en el entorno. El humor se hace componente necesario en la
comunicación interpersonal y deviene arma de seducción, quizá no suficiente
por sí sola para conseguir un objetivo dado, pero sí necesaria.
5) Igualitarismo. Aristóteles afirmó que,
mientras la tragedia es el espectáculo de las desgracias que acontecen a
personajes superiores al espectador (y que, por ello, tiene un efecto
conmovedor), la comedia es el espectáculo de las desgracias que acontecen a
personajes inferiores al espectador (y, por ello, tiene un efecto hilarante).
Si en todo humor existiese un componente de desigualdad, en el humor
postmoderno, opina Lipovetsky, dicho componente está reducido al mínimo: el
humor nace del espectáculo de la diversidad, y aunque la propia diversidad
sea objeto de comedia (pues, como dice Lipovetsky, la igualdad se ríe de la
igualdad), en última instancia hay, por necesidad, un respeto esencial a
dicha diversidad. Cabe suponer, no obstante, que el humor postmoderno no es
tan suave cuando toma por objeto comportamientos ajenos a la sociedad
postmoderna y que, por tanto, sí son susceptibles de observación desde una
perspectiva superior.
6) Presencia soterrada de angustia. El
humor postmoderno es, después de todo, el humor de una época que ha perdido
las certezas. Si bien, como hemos dicho, en su superficie todo es color,
fiesta y alegría irresponsable, persiste un fondo de nihilismo angustiado. La
fiesta postmoderna no puede presumir del abandono dionisíaco de la fiesta
medieval; lo lúdico postmoderno es necesariamente tenso, pues oculta un
abismo existencial y, por su propia proliferación (por esa omnipresencia que
hemos señalado en el primer punto), el efecto cómico se diluye, se dispersa.
7) Variedad y novedad. La superficie
colorida y dicharachera del humor postmoderno implica, además, la necesidad
de una sensación constante de diversidad, de cambio, de novedad interminable.
No vale la repetición monótona de un mismo recurso humorístico. Para
funcionar, el humor postmoderno tiene que ser, cuando menos en apariencia,
proteico.
8) Individualismo. El hedonismo postmoderno es
un hedonismo individual, basado en el placer individual, que deriva de la
obtención de los objetos de deseo personales. El humor postmoderno es comunitario
en tanto sirve de lenguaje común para comunicar todas esas individualidades
diferentes, inmersa cada una en su propia empresa de placer, pero el punto de
partida para el diálogo es el reconocimiento respetuoso de la realidad de
esas diferencias.
9) Autorreferencia. El humor postmoderno
tiene por objeto privilegiado al propio humorista, sea profesional o no.
Incluso cuando comenta el comportamiento de un individuo distinto del
comentarista, el fondo de la cuestión es la relación con la propia opción
personal de quien habla. Uno de los grandes problemas con que se encuentra
una sociedad que ha desechado los grandes relatos, repetimos, es el vacío que
genera en la legitimación de acciones, en las herramientas de valoración y
los criterios para la toma de decisiones sobre la propia existencia.
Comentando el absurdo de las decisiones ajenas (que son absurdas en cuanto
carecen de una razón última que las justifique), comentamos el absurdo de las
nuestras.
10) Utilidad. Ya hemos señalado que el humor
es, en la sociedad postmoderna, una habilidad social y una herramienta de
seducción. Esto quiere decir que, en última instancia, es un instrumento que
puede ser utilizado para obtener fines diversos (partiendo de que, aunque se
produzca un vacío en el sistema de ideas a la hora de justificar los fines,
dichos fines siguen existiendo). Lipovetsky propone el ejemplo bastante obvio
de la publicidad: el humor sirve para vender productos, haciendo mofa de la
propia noción de la promoción y venta de productos. Sabemos que dicha
actividad no tiene un sentido último, como tampoco lo tiene la existencia (o
que no somos capaces de ponernos de acuerdo respecto a un sentido último; a
efectos sociológicos, eso es lo que cuenta); la publicidad persiste en esa
actividad carente de sentido último, pero indica que es consciente de que
carece de sentido último.
11) ¿Función? El punto anterior señala una
posibilidad de alcance un tanto superior. En la medida en que el humor es
útil, o, cuando menos, utilizable... ¿es posible que cumpla una función
social (o varias) reconocible(s)? Nuestra hipótesis: sí, aunque no
exclusivamente. El humor oficia de sistema ideológico de legitimación
subsidiario (¿y transitorio?) y ayuda a mantener la cohesión social en una
época en la que el vínculo comunitario, en su sentido espiritual, se presenta
especialmente débil. En otras palabras, el humor viene a suavizar y a hacer
aceptable el vacío que han dejado los grandes relatos al desmoronarse
(recordemos a Lyotard). No es, evidentemente, el único elemento que cumple
dicha función; para empezar, cabe la duda de que los grandes relatos hayan
desaparecido por completo. Pese a todo, hay esa percepción de vacío, de
debilidad, de nihilismo y el humor contribuye a hacerla tolerable. Las
construcciones ideológicas que sustentaban la práctica cotidiana de las
sociedades occidentales se han demostrado insuficientes; el humor colabora
para que, pese a todo, tal práctica cotidiana se mantenga, comentando su
absurdo esencial y convirtiéndolo en placer cómico.
Estas
son, pues, las intuiciones de Lipovetsky, expuestas hace cerca
de veinte años. ¿Se atreverá algún científico riguroso a poner a prueba estas
hipótesis o quedarán olvidadas como tantos otros caprichos intelectuales del
ensayismo postmoderno?
Por
arbitrarias que sean sus clasificaciones, por desmesurada que sea la ambición
explicativa de sus páginas, en ellas encontramos herramientas de utilidad analítica. En su propuesta de desarrollo histórico del humor en tres
estadios (medieval, ilustrado y postmoderno) nos ofrece tres tipos ideales
válidos para el estudio de la realidad contemporánea.
El
humor “moderno” o “ilustrado” necesita un blanco contra el que cargar, y sólo
es comercial cuando hay una proporción suficiente del público que está de
acuerdo con la pertinencia de dicho blanco. Cuanto mayor es el desencanto
político, cuanta menos fe tenemos en nuestra capacidad de cambiar las cosas
(para mejor, claro) haciendo uso de la razón... más se parece nuestro humor a
lo que describe Lipovetsky.
Ahora, habría que mirar el quiosco, la
televisión, el cine... y preguntarnos qué humor es el que más vende. Y por
qué...
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