08. SEP. 2015
USA, China, Rusia: un trípode de patas frágiles
Enrique La Colla:
Política Global
La relación entre los super poderes.
Entre el crecimiento tecnológico y la teoría del caos, entre la guerra en Medio Oriente y las cíclicas crisis financieras, el mundo se mantiene en un difícil equilibrio. Bastaría un empujón para precipitarlo en problemas aún mayores.
Cualquier observador, prevenido o no, experto, alfabeto o semi-alfabeto en asuntos internacionales, no puede menos que sentirse desconcertado ante el intríngulis de la escena mundial en estos momentos. Se asemeja a un rompecabezas sin sentido. La única manera de encontrar la punta del hilo que permita desenredar la madeja para desentrañar algo de lo que se encierra en ella es establecer algunos puntos de referencia, a partir de los cuales se puede comenzar a ordenar –visualmente- el panorama. Obtener una panorámica de esta mise-en-scène, sin embargo, no significa que se pueda vaticinar mucho acerca del rumbo que tomarán las cosas. No es cierto que la Historia sólo enseña que no enseña nada, pero de las analogías y comparaciones que siempre pueden establecerse con las huellas del pasado y las pistas que ellas nos dejan, no es posible deducir los ritmos, sobresaltos e imponderables que los hombres, las teorías, las corrientes económicas y el miedo pueden producir en un escenario de crisis. Nada está escrito.
El actual es un escenario doblemente en crisis, pues coinciden en él la inviabilidad a que ha arribado el sistema capitalista, ingresado a la etapa del turbo-capitalismo o capitalismo salvaje, que se caracteriza por la especulación en detrimento de la racionalización de la producción. Esto se ve potenciado por una serie de factores revulsivos. Entre ellos se cuentan la revolución informática que genera canales comunicantes que abarcan el globo, donde la información es instantánea y en la cual se mezclan la verdad y la mentira, la información y la desinformación, irradiadas en forma automática y generando confusión, atonía o ira; un progreso tecnológico que se multiplica a sí mismo día tras día e incluso hora tras hora, estimulando y a la vez desconcertando a quienes deben adaptarse a él; una explotación despiadada de los recursos del planeta que no toma en cuenta para nada la sustentabilidad ecológica; y, por fin, el caos social que invade a gran parte del mundo subdesarrollado, convertido en presa del interés imperialista y blanco de agresiones políticas, económicas y militares que no sólo lo someten a sufrimientos intolerables sino que generan efectos de rebote sobre el mundo desarrollado, al generar un vivero que alimenta al terrorismo y al provocar la embestida de oleadas de migrantes de las cuales quizá estemos contemplando ahora tan sólo las primeras gotas.
Una forma de aproximarse a la parte mensurable de este inmenso desorden es tratar de individualizar a las potencias que infieren más fuerte sobre él, sea porque desean aprovecharlo, sea porque intentan preservar su capacidad para defenderse del dinamismo de sus rivales. En este sentido conviene observar cuál es la forma en que se articulan las contradicciones en el triángulo que conforman Estados Unidos, Rusia y China.
Desde la época de la guerra fría estas tres potencias han sido los factores predominantes del escenario mundial. Su relación discurrió por vericuetos laberínticos. China y Rusia, visualizadas al principio por Estados Unidos como un bloque ideológicamente antagónico, unificado por la comunión en la fe marxista, rompieron por motivos de interés nacional y rivalidades fronterizas, exacerbadas por la estrechez de miras de la burocracia soviética. China, de pronto, se tornó para Washington en un socio apetecible para enfrentar a la URSS, mientras que EE.UU. resultaba para China un conveniente reaseguro frente al rival soviético. La geopolítica se imponía a la ideología. Las controladas reformas de mercado introducidas en China por Dengxiaoping tras la muerte de Mao generaron en su sociedad una expansión económica que fue en progresión incesante desde el momento en que se iniciaron, en 1978. Rápidamente Pekín se convirtió en una potencia económica cuyo ascenso parecía no encontrar freno, y cuya caracterización socio-económica discurría y discurre por una línea ambigua, definida por algunos como un capitalismo vigilado, patrocinado por una autoridad que, si no parece estar determinada por la ideología como lo estaba antes, sin embargo está poseída por una fortísima noción de la responsabilidad y centralidad del estado, herencia tanto del comunismo como de una tradición imperial milenaria.
Dentro de este encuadre el progreso económico chino se hizo vertiginoso y, paralelamente, su poderío militar creció en progresión geométrica. Ante el derrumbe de la URSS y su casi cancelación como potencia mundial durante la era Yeltsin, Estados Unidos cambió sus prioridades estratégicas y empezó a ver al gigante chino no tanto como el socio que era a partir de los viajes Kissinger-Nixon en los ‘70, que brindaba un enorme mercado para la inversión de capitales, sino como a un rival que venía a ocupar el puesto del enemigo público nº 1.
Tras la caída del muro, el desguace de la Unión Soviética y la implosión del “socialismo realmente existente” la meta de los planificadores de Washington fue lograr la hegemonía global. Nada demuestra que hayan cedido un ápice en este curso. Su superioridad tecnológica y militar es todavía grande, y su disponibilidad de reservas extranjeras en dólares es de 121.000 contra los 21.000 que ostenta China, mientras que el ahorro de los ciudadanos chinos suma 21.000 millones de dólares frente a los 614.000 millones de los estadounidenses,[i] pero el ritmo de crecimiento chino es exponencial y en apenas dos décadas se ha convertido en el principal rival de la Unión. En consecuencia, no es de extrañar que en poco tiempo la hipótesis de guerra principal del Pentágono se haya reorientado: de Rusia al Lejano Oriente.
El pivote asiático
Barack Obama se encargó, tres años atrás, de dar forma explícita a esta premisa al proclamar la teoría del pivote asiático que a partir de allí debería representar la coordenada principal de la orientación internacional norteamericana. Ante la evidencia de que China está proyectándose como la potencia dominante en el Asia sudoriental, coto exclusivo de USA después de la derrota de Japón -que entre 1930 y 1945 también se había animado a desafiar la presencia de occidente en la zona y había pretendido crear un Área de Coprosperidad Asiática,-[ii] los “think tank” de la geoestrategia norteamericana están intentando fundir en un bloque a sus aliados tradicionales en la zona: Australia, Nueva Zelanda, Malaysia, Filipinas, Brunei, Indonesia y Japón, para oponerse a cualquier intento chino de expandir su influencia en el área. Este cambio de prioridad estratégica ha llevado a la Unión a reforzar su presencia naval en esa región, que en este momento es, proporcionalmente, la mayor en la distribución global de sus fuerzas.[iii]
China precisa de la libre circulación por las aguas del Índico y del Mar de la China del Sur, por las que cruza el tráfico energético y comercial, en un sentido o en otro, del que precisa para mantener y aumentar su estatus internacional. Para ello ha encarado una política en dos tiempos: una a largo plazo y que mira hacia el Pacífico y que cuenta entre sus proyectos un futurible canal interoceánico en Nicaragua, capaz de eclipsar al de Panamá, lo que supondría un acercamiento político al continente americano, y otro que consiste en cimentar sus rutas por el Océano Índico con una serie de bases que los estadounidenses denominan “el collar de perlas”, y que han ido colocándose en los pocos países amigos que China tiene en la región, pero que van desde la isla china de Hainán hasta el Mar Rojo, en una cadena que le permitirá proyectar su influencia hasta el Cuerno de África. En estos años han aparecido asentamientos navales chinos en el golfo de Bengala, en el territorio birmano; una base en Bangladesh, en Chittagong; la de Mambantota en Sri Lanka; en las islas Maldivas; en Gwadar, en Pakistán y, rematando el collar, Puerto Sudán.[iv] El interés chino en marcar su espacio se manifiesta también en las disputas que mantiene con los países insulares vecinos en torno de las islas Paracelso y Spratly. Los chinos han comenzado incluso a construir islas artificiales en esas aguas para afirmar sus títulos de propiedad…
Esta expansión es en parte un acto reflejo defensivo frente a la tradición de arrolladora injerencia que occidente ha practicado con China y para con los países asiáticos en general. Es evidente que se ha ingresado a un período marcado por la definición de un nuevo equilibrio o de una nueva hegemonía global, por primera vez desde el final de la segunda guerra mundial y, aunque no lo quisiera, por su mero peso objetivo, China es una protagonista de primera línea en esta disputa. Política y militarmente más débil que Estados Unidos y sus aliados, sólo le queda el recurso de potenciar su alianza con Rusia, que su vez ha visto desencantadas sus esperanzas de asociarse más estrechamente con occidente y se ha dado de cabeza con una expansión ilegal de la OTAN hacia Europa oriental y con una ya desembozada amenaza militar hacia el corazón del sistema defensivo ruso desde los países bálticos y la misma Ucrania. Rusia por lo tanto también ha redefinido sus prioridades estratégicas y, en vez de seguir buscando una aproximación con Estados Unidos que le diera el estatus de “socio” de la UE y la OTAN, se ha reorientado hacia el coloso chino, configurando, no ya por razones ideológicas sino por estricta necesidad geopolítica, un esbozo de esa región cardial o isla mundial que está en el centro de las teorizaciones de sir Halford Mackinder y que pareció por un tiempo diseñarse tras la victoria del comunismo en China, en 1948.
La “contención” de China en el damero geopolítico que se dibujan los estrategas de Washington pasa en consecuencia no sólo por su contención próxima, a través del cerco de bases y alianzas con los países insulares que la circundan, sino también por el acoso a su aliada estratégica, Rusia. Única nación que posee un poderío militar capaz de equilibrar al norteamericano y a la que se está acorralando con la desestabilización económica que resulta de los embargos y de la brutal caída de los precios del petróleo; y con la generación en su frontera occidental y meridional de contenciosos como los provocados en Ucrania y el aliento al fuego del fundamentalismo musulmán en toda el área del Medio Oriente.
“El caos organizado”
El control de esta área a través de una política de lo que ha dado en llamar de caos organizado, es otro objetivo maestro de la política del Pentágono y del Departamento de Estado. Aunque tiene motivaciones concretas originadas en la zona –el control del petróleo, del gas y de los flujos energéticos- se concierta muy bien con el proyecto hegemónico a nivel mundial. El mundo árabe-musulmán está construido como un castillo de cartas, siendo esto resultado en gran medida de la organización colonial impuesta por occidente a lo largo de siglo y medio. Etnias y confesiones distintas y a veces hostiles entre sí se encontraron encuadradas en construcciones administrativas trazadas al servicio de los intereses colonialistas. Los países que resultaron de ese ordenamiento ostentan en consecuencia líneas divisorias que los fragilizan y que son fáciles de explotar por quienes estén interesados en destruirlos como estados y reducirlos a la condición de pequeñas entidades, impotentes, atrasadas, barbarizadas y de rodillas ante el imperialismo. Los casos de Irak, Libia y Siria así lo demuestran, así como, de acuerdo a parámetros algo diversos, lo enseña el antecedente de la fractura de la ex Yugoslavia.
El hundimiento de la bolsa de Shangai, que en estos momentos está provocando remolinos a nivel mundial y está desacreditando el prestigio de China como potencia económica de primerísimo rango, es probable que también pueda ser puesto a la cuenta de esa política. Es verdad que los inversores extranjeros tienen un acceso limitado a la bolsa china. Pero aunque las mismas autoridades chinas han atribuido a actores financieros chinos y no a los bancos extranjeros la especulación que gira en torno a los presagios de un enfriamiento de la economía china –segunda en importancia en el mundo-, hay voces autorizadas que indican que Goldman Sachs, JP Morgan Chase, HSBC y otras firmas están muy presentes y activas en China a través de mandatarios financieros chinos. La bolsa de Shangai está asimismo integrada con la de Hong-Kong, desde donde los fondos extranjeros pueden operar en todo el mercado chino con “restricciones limitadas”, lo que equivale a una casi total libertad de acción. Los mega-bancos tienen una larga experiencia y una gran capacidad para empujar al alza las bolsas, para después proceder a su desinfle, obteniendo así la posibilidad de realizar grandes ganancias, tanto cuando el mercado sube como cuando baja. Se trata de un fraude financiero, que parece haber estado en el núcleo de la crisis norteamericana del 2008, la de la burbuja inmobiliaria, y que podría haberse reproducido en China este año. En el curso de los últimos doce meses el índice de la bolsa de Shangai pasó de 2.209 puntos el 27 de agosto de 2014 a 5.166 puntos el 21 de junio de 2015 (un alza del 140 %), y luego cayó más del 30 por ciento en un lapso de dos semanas, para alcanzar 3.507 puntos el 8 de julio.[v]
¿Se está frente a una guerra financiera que complementa el aumento de las tensiones geoestratégicas con el principal rival de Estados Unidos? No podemos saberlo, pero aquí sí podemos remitirnos a las enseñanzas de la Historia: el dinamismo imperialista no se detiene a menos que se vea amenazado por una respuesta de la misma magnitud. El equilibrio del mundo reposa sobre un trípode de patas frágiles: el trío Estados Unidos y sus aliados, por un lado, y China y Rusia por otro. Las tensiones crecientes entre el primero de esos términos y los otros dos están indicando que los problemas por venir no serán menores sino mayores a los que actualmente estamos asistiendo.
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