lunes, 21 de octubre de 2019

Charlas de café: Percy C. Acuña Vigil 19/10/19 – 21/10/19



Charlas de café: Percy C. Acuña Vigil

19/10/19 – 21/10/19

Miserias

La miseria del delator.

i. Este se va a su casa delatando. El populorum salta de alegría. Inmediatamente los enemigos del delatado construyen el maligno psicosocial: “La prueba de que el delatado es coimero es que se mató”.
ii. El secretario del delatado demuestra la patraña del delator y de sus mentores. Estos dicen sus denuncias maquiavélicas premeditadamente y con alevosía, sin pruebas, sin indicios, sin evidencias.
iii. Siguiendo el libreto van a perseguir a la familia y a todos los del entorno del delatado. Esto estaba premeditado desde que el fiscal dio una orden de detenerlo sin pruebas. El delatado previendo que ya se había cumplido su hora, y que el tinglado estaba listo para destruirlo políticamente y como ser humano, tal como ha sucedido con otro delatado quien está arrestado eliminado políticamente, tomo la opción de no dejar que la vejación se cumpla y no permitió que sus enemigos cumplieran con sus designios.
iv. Siguiendo esta saga el comentarista mermelero también se une a quienes forman parte del negocio del odio ventral que es la base de estas miserias.

Miseria



i. En términos económicos se refiere a la privación total de los bienes económicos. Es el estado a que llega una indigencia prolongada, y no se confunde con el pauperismo, porque éste significa la miseria colectiva, la miseria agravada por su extensión y su carácter permanente.
ii. La miseria procede de la falta de cumplimiento del fin económico, y proviene de la estructura de los medios y modos de producción de la actividad económica. No hay en la miseria fatalidad alguna, es un producto de la estructura socio - económica.

iii. No es solo la miseria económica la que está presente, también está la miseria moral

iv. En la Miseria moral la trampa es ley, la mentira va de la mano y la difamación del crítico es herramienta preferida. Se parecen en casi todos los sujetos de este tipo, al que ante una falta responde, cínicamente, aquello de, no es lo que estás pensando.

v. El miserable prefiere parecer imbécil antes que asumir la responsabilidad por sus acciones y las consecuencias de sus faltas

vi. Frente a la miseria, hablamos de ausencia de honor, de carencia de señorío, de utilitarismo ramplón, de la creencia de que cualquier interés propio justifica todos los medios, empezando por el disimulo, siguiendo con la mentira y acabando en la más descarada ilegalidad o la inmoralidad más evidente



 “La ignorancia no discierne, busca un tribuno y toma un tirano. La miseria no delibera, se vende. Alejar el sufragio de manos de la ignorancia y de la indigencia es asegurar la pureza y acierto de su ejercicio. Algunos dirán que es antidemocrático pero la democracia, tal como ha sido ejercida hasta ahora nos ha llevado a este triste destino.”




JUAN BAUTISTA ALBERDI



“El pueblo es tumultuoso por costumbre, descontento por miseria y omnipotente por el número.”




GIUSEPPE MAZZINI



“Nada levanta tanto al hombre por encima de las mezquindades de la vida como admirar, sea lo que sea o a quienquiera que sea.”




THOMAS CARLYLE

Tribunal Constitucional.


i. Lo que haga este TC. es un partido ya jugado. La constitución del TC. fue una construcción política. La mayoría de sus miembros son de la misma ideología que los nombró.
ii. El artífice de este tribunal es un sujeto quien confesó tener una filiación política contraria a quien va a juzgar.  Otra integrante del TC. también ha expuesto públicamente su esencia ideológica contraría a quien se está juzgando. Salvo dos integrantes del TC. todos son de ideología contraria a la del juzgado.

iii. Esta situación evidentemente demuestra incompatibilidad de estos miembros para integrar este TC.

iv. Lo que afirma el TC. Es falso. La sesión ya había terminado. Como no hay quién dirima, hacen lo que quieren. Evidentemente ya no hay Estado de derecho.

v. La ilegalidad vale. No se han sacado tanques, pero si constitucionalistas a dedo ¡

vi. Hoy se aducen falacias.

El pobre BREXIT



i. Hace honor a que es la Pérfida Albión en donde ocurre. 
ii. Después de toda una tragicómica epopeya sus actores se dan cuenta de que no quieren BREXIT. Pero sus dirigentes ya van por un segundo primer ministro que no acierta en una salida eficiente de consenso.

iii. Las clases dirigentes son las que indujeron el BREXIT, pensando en sus negocios. Esta misma dirigencia quiere desoír las voces del parlamento y las del mismo pueblo, que ahora se da cuenta que le es inconveniente.






miércoles, 9 de octubre de 2019

JACQUES DERRIDA: BLOG DE FILOSOFÍA DE CAYETANO ACUÑA:

DERRIDA 




JACQUES DERRIDA


John Lechte, Routledge, 1994.
Publicado el: 2013-05-03

Filósofo francés, cuyo trabajo originó la escuela de deconstrucción, una estrategia de análisis que ha sido aplicada a literatura, lingüística, filosofía, jurisprudencia y arquitectura.

JACQUES DERRIDA (1930-2004 )


Filósofo francés, cuyo trabajo originó la escuela de deconstrucción, una estrategia de análisis que ha sido aplicada a literatura, lingüística, filosofía, jurisprudencia y arquitectura. En 1967, publicó tres libros: Speech and Phenomena (1), Of Grammatology (2), y Writing and Difference (3), que han introducido el punto de vista deconstructivista en la lectura de textos. Derrida ha resistido ser clasificado, y sus últimos trabajos continúan redefiniendo su pensamiento.

Nació en El-Biar, Argelia. En 1952 comenzó su estudio de filosofía en la Escuela Normal Superior de París, donde más tarde enseño desde 1965 a 1984. Desde 1960 a 1964, Derrida enseñó en la Sorbona, en París. Desde los comienzos de 1970 ha dividido mucho de su tiempo entre París y Estados Unidos, donde ha enseñado en universidades tales como Johns Hopkins, Yale, y la Universidad de California, en Irvine. Otros trabajos suyos incluyen Glas (1974) (4) y The Post Card (1980) (5).

La obra de Derrida se centra en el lenguaje. Sostiene que el modo metafísico o tradicional de lectura produce un sinnúmero de falsas suposiciones sobre la naturaleza de los textos. Un lector tradicional cree que el lenguaje es capaz de expresar ideas sin cambiarlas, que en la jerarquía del lenguaje escribir es secundario a hablar, y que el autor de un texto es la fuente de su sentido. El estilo deconstructivista de lectura de Derrida subvierte estas presunciones y desafía la idea de que un texto tiene un significado incambiable y unificado. La cultura occidental ha tendido a asumir que el habla es una vía clara y directa para comunicar. Derrida cuestiona esta presunción en psicoanálisis y linguística. Como resultado, las intenciones de los autores en el discurso no pueden ser incondicionalmente aceptadas. Esto multiplica el número de interpretaciones legítimas de un texto.

La deconstrucción muestra los múltiples estratos de sentido en que trabaja el lenguaje. 

Deconstruyendo las obras de anteriores pensadores, Derrida intenta mostrar que el lenguaje está mudando constantemente. Aunque el pensamiento de Derrida es considerado a veces por los críticos como destructivo de la filosofía, la deconstrucción puede ser mejor entendida como la muestra de ineludibles tensiones entre los ideales de claridad y coherencia que gobiernan la filosofía, y los inevitables defectos que acompañan su producción.

(1) La voz y el fenómeno. Traducción de P.Peñalver. Valencia, Pre-Textos, 1985.
(2) De la gramatología. Traducción de O. del Barco y C.Ceretti, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.
(3) La escritura y la diferencia. Traducción de P.Peñalver, Barcelona, Anthropos, 1989.
(4) Glas (extractos). Traducción de C. De Peretti y L. Ferrero, Anthropos ? Revista de Documentación Científica de la Cultura, Barcelona, Suplementos 32, Mayo 1992.
(5) La tarjeta postal. De Freud a Lacan y más allá. Traducción de T.Segovia, México, Siglo XXI, 1986 (no incluye la primera parte: Envois).
Traducción: Daniel López Salort

JACQUES DERRIDA




Nota: lo Siguiente ha sido extraído de Fifty Key Contemporary Thinkers, John Lechte, Routledge, 1994.

Recientemente, Jacques Derrida ha agregado otro margen a su trabajo con un libro sobre Marx. Su filosofía deconstructivista, ha dicho, nunca ha sido antimarxista en ningún sentido puro. De este modo, ahora muchos están esperando, quizás equivocadamente, una anticipación de si hay realmente un elemento político en la gramatología de Derrida.

Hijo de una familia argelina judía, Jaques Derrida nació en 1930 en Argelia y llegó a Francia en 1959. Educado en al Escuela Normal Superior (calle d?Ulm) en París, Derrida llamó la primero la atención de un amplio público a fines de 1965 cuando publicó dos largos artículos de reseñas de libros en historia y naturaleza de la escritura, en el diario parisino Critique. Estos dos trabajos formaron las bases del más importante y posiblemente mejor conocido libro: Of Grammatology (1).

Un número importante de tendencias subyacen en el punto de vista de Derrida en filosofía y, más específicamente, en la tradición occidental de pensamiento. Ellas son, primero, una preocupación por reflejar arriba y abajo la dependencia de esta tradición de la lógica de identidad. Esta lógica de identidad deriva particularmente de Aristóteles y, en palabras de Bertrand Russell, comprende las siguientes características claves:

1. La Ley de Identidad: ?Lo que es, es?.
2. La Ley de Contradicción: ?Nada puede a la vez ser y no ser?.
3. La Ley del Tercero Excluido: ?Todo debe ser o no ser?.

Estas ?leyes? de pensamiento presuponen no sólo coherencia lógica, sino que también aluden a algo igualmente profundo y característico de la tradición en cuestión, a saber: que hay una realidad esencial ?un origen- al que estas leyes se refieren. Para sostener la coherencia lógica, este origen debe ser ?simple? (por ejemplo, libre de contradicción), homogéneo (de la misma substancia u orden), presente a, o de lo mismo como sí mismo (por ejemplo, separado y distinto de cualquier mediación, consciente de sí mismo sin ningún espacio entre el origen y la consciencia).

Claramente, estas ?leyes? implican la exclusión de determinadas características, a saber: complejidad, mediación, y diferencia ?brevemente, características que evocan ?impurezas? o complejidad. Este proceso de exclusión toma lugar en un nivel metafísico y general en el que, además, un sistema completo de conceptos (sensible-inteligible; ideal-real; interno-externo; ficción-verdad; naturaleza-cultura; habla-escritura; actividad-pasividad; etc.) que gobiernan la operación del pensamiento en Occidente, llega a estar instituido.

A través del punto de vista llamado ?deconstrucción? Derrida ha comenzado una investigación fundamental en la naturaleza de la tradición metafísica occidental y sus bases en la ley de identidad. Superficialmente, los resultados de esta investigación parecen revelar una tradición perforada por paradojas y aporías lógicas, tal como la que sigue, en la filosofía de Rousseau.

Rousseau argumenta en un momento que la sola voz de la naturaleza debería ser escuchada. Esta naturaleza es idéntica a sí misma, una plenitud a la cual nada puede ser añadido o substraído. Pero él también llama nuestra atención sobre el hecho de que la naturaleza en verdad está alguna veces carenciada ?como cuando una madre no puede producir suficiente leche en sus pechos para la criatura. La carencia no llega a ser vista como común en la naturaleza, si ésa no es una de sus más significativas características. De este modo, Derrida muestra, de acuerdo a Rosseau, que la naturaleza autosuficiente también está desprovista.

La falta, en realidad, pone en peligro la autosuficiencia de la naturaleza, esto es su identidad o, como Derrida prefiere, su autopresencia. La autosuficiencia de la naturaleza puede ser mantenida solamente si la carencia es suplida. Sin embargo, en resguardo de la lógica de identidad, si la naturaleza requiere un elemento supletorio tampoco puede ser autosuficiente (idéntica consigo misma), porque autosuficiencia y necesidad son opuestos: una u otra pueden ser las bases de una identidad pero no ambas, para que la contradicción sea evitada.

Este ejemplo no es ninguna excepción. La impureza de esta identidad, o el debilitamiento de su autopresencia, es un hecho ineludible. Pero, más ampliamente, cada origen aparentemente ?simple? tiene, como su íntima condición de posibilidad, un no-origen. Los seres humanos requieren la mediación de la consciencia, o el espejo del lenguaje, para conocerse a sí mismos y al mundo; pero esta mediación o espejo (estas impurezas) tiene que estar excluida del proceso de conocimiento; hace posible el conocimiento, aunque no está incluida en el proceso de conocimiento. O, si lo están, como en la filosofía de los fenomenólogos, ellas mismas (consciencia, subjetividad, lenguaje) devienen equivalentes a una suerte de presencia autoidéntica.

El proceso de ?deconstrucción? que investiga los fundamentos del pensamiento occidental, no lo hace en la esperanza de que será capaz de remover estas paradojas o estas contradicciones; ni lo hace en la pretensión de ser capaz de escapar a las exigencias de su tradición ni establecer un sistema de su propia narrativa. Más bien, reconoce que está forzado a usar los mismos conceptos que ve como insostenibles, en los términos de la demanda que realizan. 

Brevemente, también debe (al menos, provisionalmente) sostener estas demandas.

El ímpetu de la deconstrucción no es simplemente que muestra, filosóficamente, que las ?leyes? de pensamiento se hallan defectuosas. Más bien, la tendencia evidente en la oeuvre de Derrida es un interés de penetrar efectos, abrir el terreno filosófico para que pueda continuar siendo el sitio de creatividad e invención. La noción de diferencia o différance, lleva tal vez a la segunda tendencia más claramente discernible en la obra de Derrida ?una íntimamente alineada con el deseo de mantener la creatividad de la filosofía.

Différance es el término acuñado por Derrida en 1968, a la luz de sus investigaciones en la teoría saussureana y estructuralista del lenguaje. Mientras Saussure había sufrido grandes dolores al mostrar que el lenguaje en su forma más general podía ser entendido como un sistema de diferencias, ?sin términos positivos?, Derrida notó que las totales implicaciones de esa concepción no fueron apreciadas ni por los estructuralistas de días posteriores ni por el mismo Saussure.

Diferencia en términos positivos implica que esta dimensión en lenguaje debe permanecer siempre imperceptible, estrictamente hablando es inconceptualizable. Con Derrida, la diferencia deviene en lo que queda fuera del alcance del pensamiento metafísico occidental, porque es la última condición de posibilidad. Por supuesto, en la vida cotidiana la gente habla más fácilmente sobre diferencia y diferencias.

Decimos, por ejemplo, que ?x? (que tiene una cualidad específica) es diferente de ?y? (que tiene otra cualidad específica), y usualmente significamos que es posible enumerar las cualidades que producen esta diferencia. Esto, sin embargo, es dar a la diferencia términos positivos ?implicando que puede haber una forma fenoménica-, de modo que ello no puede ser la diferencia anunciada por Saussure, la que es efectivamente inconceptualizable. La primera razón para el neologismo de Derrida deviene en consecuencia aparente: él quiere distinguir la diferencia conceptualizable del sentido común, de una diferencia que no es traída de regreso en el sentido de lo mismo y que, a través de un concepto, da una identidad.

La diferencia no es una identidad, ni es la diferencia entre dos identidades. Diferencia es diferencia diferida (en francés, el mismo verbo ?différer- significa tanto ?diferenciarse? como ?diferir?). Différance nos alerta sobre una serie de términos que son prominentes en la obra de Derrida, cuya estructura es inexorablemente doble: fármaco (tanto veneno como antídoto); suplemento (tanto lo sobrante como adición necesaria); hymen (tanto interior como exterior).

Otra justificación para el neologismo de Derrida también deriva de la teoría del lenguaje de Saussure. La escritura, había dicho Saussure, es secundaria con respecto al habla hablada por los miembros de una comunidad lingüística. La escritura para Saussure es incluso una deformación del lenguaje en el sentido que él (a través de la gramática) llega a ser una verdadera representación; mientras que, en realidad, reclamó Saussure, la esencia del lenguaje está contenida únicamente en el discurso viviente, el que está cambiando siempre. 

Derrida interroga esta distinción. Y como distinto, él observa que tanto Saussure como los estructuralistas (cf. Lévi-Strauss) operan con una noción coloquial de escritura, una que intenta evacuar todas las complejidades. Por lo tanto, la escritura presupone ser puramente gráfica, quizás una ayuda para la memoria, pero secundaria para el habla; está considerada por ser fundamentalmente fonética, y representa así los sonidos del lenguaje. El habla, por su parte, supone estar más cercana al pensamiento, y en consecuencia a las emociones, ideas e intenciones del hablante.

El habla, como lo primario y más original, contrasta entonces con lo secundario, el estatuto representado por la escritura. Derrida, el gramatólogo (teórico de la escritura), intenta mostrar que esta distinción es insostenible. El propio término différance, por ejemplo, tienen un elemento irreductiblemente gráfico que no puede ser detectado en el nivel de la voz. Además, la pretensión de que la escritura fonética es enteramente fonética, o que el habla es completamente audible, se torna sospechosa tan pronto como la naturaleza exclusivamente gráfica de la puntuación deviene aparente, junto con los silencios (espacios) impresentables del habla.

De un modo u otro, la ouevre de Derrida es una exploración de la naturaleza de la escritura en el más amplio sentido como différance. La dimensión de la escritura, que siempre incluye elementos pictográficos, ideográficos y fonéticos, no es idéntica consigo misma. La escritura, entonces, siempre es impura, y como tal desafía la noción de identidad, y, finalmente, la noción del origen como ?simple?. No es ni totalmente presente ni ausente, sino que es la huella resultante de su propia borradura en el viaje hacia la transparencia. Más que esto, la escritura es, en un sentido, más ?original? que las formas fenoménicas que supuestamente evoca.

La escritura como huella, marca, grafema, deviene en la precondición de todas las formas fenoménicas. Este es el sentido implícito en el capítulo de Of Grammatology titulado ?El fin del libro y el comienzo de la escritura?. La escritura en el sentido más estricto, muestra ese capítulo, es virtual, no fenoménica; no es lo que está producido sino lo que hace posible la producción. Evoca todo el campo de la cibernética, la matemáticas teórica y la teoría de la información.

Estas reflexiones sobre temas de literatura, arte y psicoanálisis, al igual que de la historia de la filosofía, parten de la estrategia de Derrida de hacer visible la ?impureza? de la escritura (y de cualquier identidad). Es decir, Derrida demuestra frecuentemente que él está intentando confirmar filosóficamente, empleando estrategias retóricas, gráficas y poéticas (como por ejemplo en Glas (2), o The post card: from Socrates to Freud and beyond), de modo que el lector pueda estar alertado sobre el desdibujarse de las fronteras entre disciplinas (tales como filosofía y literatura), y tema-materia (tales como escritura/filosofía y autobiografía).

En la primera presentación de différance, ofrecida en la Sorbona en 1968, un astuto oyente remarcó, aunque con algún pesar, que ?En su obra, la expresión es tan importante que la atención del oyente está constantemente dividida y dirigida, por una parte, a su modo de hablar, y por la otra a lo que usted quiere decir?.

Derrida respondió diciendo: ?Trato de colocarme a mí mismo en un cierto punto en el que ... la cosa significada ya no es fácilmente separable de quien significa?.

La demostración de que es imposible separar rigurosamente la dimensión poética y retórica del texto (en el nivel de quien significa) del ?contenido?, mensaje o significado (el nivel de lo significado) es la maniobra más necesaria y aún controversial en todo el emprendimiento derrideano. Mientras un significativo número de críticos literarios norteamericanos parecen haber sido profundamente enamorados por esta estrategia, uno puede realmente dudar sobre la dimensión en la cual esa estrategia pueda estar bajo el control (consciente) del filósofo. Si los límites de disciplinas y géneros son convenciones con historias bien específicas ?esto es, por implicación, si ellos están ubicados solamente en las bases de una clase de confianza- deviene posible subvertirlas. 

Lo que entonces está siendo subvertido es en realidad un principio de trabajo sumamente frágil, y no una verdad de alguna clase, profundamente atrincherada y esencial. Con la obra de Laclau (quien ha sido inspirado por Derrida) en teoría política, es exactamente esta fragilidad de identidad la que es vista como hacedora de un nuevo estímulo a los políticos. Porque las identidades son construidas y no esenciales, son inevitablemente frágiles, pero sin embargo no menos importantes. Desde otro ángulo, la obra de Derrida abre una nueva creatividad, un sentido en el cual el interés por la escritura como gramatología tiene efectos prácticos. Aquí, observamos que Derrida muestra que los principios eternos, metafísicos, tienen una base extremadamente frágil y finalmente ambigua.

Lo que es correcto y ?propio? (como el nombre propio) porque tiene una identidad determinada, origina finalmente una deconstrucción de ?propio? (por ejemplo, un nombre no tiene simplemente a un objeto o persona simple, ?real? o fenoménica; porque eso también tiene una dimensión retórica, que el juego de retruécanos hace posible). Cuando a un nombre propio se lo muestra in-a-propiado, emerge la escritura en el sentido de Derrida. El nombre del poeta francés, F. Ponge (el cual, en un bien conocido ensayo, Derrida transforma en éponge ?esponja-), da una fuente admirable de escritura creativa, filosófica y crítica. En inglés, uno necesita tan sólo pensar en Wordsworth y en el ?regocijo? en Joyce, para comenzar toda una serie de asociaciones ?impropias?.

A través del retruécano, anagrama, etimología, o un sinnúmero de características diacríticas (recordemos el ?regocijo? en Joyce), un nombre propio puede estar enlazado a uno o más sistemas diferentes de conceptos, ideas o palabras (incluyendo aquéllas de otros idiomas). Derrida en verdad también ha unido el nombre propio a variadas series de imágenes y sonidos, de modo que, desde cierto punto de vista, el texto de referencia parece tener una relación muy tangencial al texto crítico (ver el tratamiento de la obra de Jean Genet en Glas, o el ensayo Signéponge ?sobre? la obra de Francis Ponge).

Realmente, mientras el crítico literario tradicional podía tender a buscar la verdad (fuera semántica, poética, o ideológica) del texto literario escrito por otro, y luego adoptar una actitud respetuosa, secundaria, ante la ?primacía? de ese texto, Derrida lleva el texto ?primario? a una fuente de nueva inspiración y creatividad. Ahora, el crítico/lector ya no interpretará únicamente (lo cual nunca fue completamente el caso, de todos modos), sino que deviene en un/a escritor/a en su propio derecho.

Nuevamente, mientras el sentido común tiende a asumir que la iterabilidad es, más o menos, una cualidad accidental del idioma, de modo que palabras, frases, oraciones, etc., pueden ser repetidas en contextos diferentes, verdaderamente la íntima cualidad que Derrida considera irrevocable destaca el nivel del significador de lo significado. Así, si el significado es referido al contexto, no hay, con respecto a la estructura profunda del lenguaje, contexto conveniente para proporcionar pruebas de un significado final. El contexto es ilimitado, ha dicho Jonathan Culler. El debate de Derrida con el filósofo norteamericano John R. Searl, sobre la teoría de las ?performativas? de J.L. Austin, gira precisamente sobre este punto.

Mientras Austin trata de producir una feliz ?performativa? (realizando por lo dicho ?como cuando hacemos una promesa), depende de que sea realizada en un contexto apropiado por la persona apropiada, en tanto que una ?performativa? poco feliz ?como cuando alguien dice ?sí? fuera de la ceremonia nupcial, o cuando la persona equivocada abre una reunión- no puede ser eliminada del lenguaje. Derrida observa que esto es así porque lo inoportuno está enraizado profundamente en la estructura de las performativas; la cualidad de iterabilidad significa que el lenguaje, incluyendo las signaturas, puede ser tomado por cualquiera en cualquier momento. Iterabilidad, así, impone la posibilidad de signaturas falsas.

En suma, la tarea filosófica de Derrida demanda deconstruir penetrantes eslóganes, como éstos suceden tanto en el trabajo académico como en lenguaje de la vida diaria. El lenguaje cotidiano no es neutral; carga en su interior presupuestos e hipótesis culturales de toda una tradición. Al mismo tiempo, la reelaboración crítica de las bases filosóficas de la tradición en cuestión resulta, tal vez inesperadamente, en un nuevo énfasis en la autonomía individual y la creatividad del investigador/filósofo/lector. Puede ser que este elemento antipopulista, aunque antiplatónico, en la gramatología, sea la contribución más importante de Derrida al pensamiento de la era de postguerra.

(1) De la gramatología. Traducción de O. Del Barco y C. Ceretti, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.
(2) Glas (Extractos). Traducción de C. De Peretti y L. Ferrero, Anthropos. Revista de Documentación Científica de la Cultura (Barcelona), Suplementos 32 (Mayo 1992).

Traducción: Daniel López Salort

http://www.antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=273

Sobre cuatro fórmulas poéticas que podrían resumir la filosofía de Derrida


FILOSOFÍA

Sobre cuatro fórmulas poéticas que podrían resumir la filosofía de Derrida




A 15 años de la muerte de Derrida, repasamos algunos de los conceptos clave de su pensamiento. La deconstrucción supuso una verdadera sacudida sísmica en la filosofía contemporánea y ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas en la actualidad.


“Por consiguiente, la cuestión sería: ¿qué no es la deconstrucción?
O, más bien, ¿qué debería no ser?”
Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”


Son pocos los filósofos que nos han legado el testimonio de su propio obituario. El caso de Derrida es prácticamente inaudito. Quizás, porque la cuestión misma del testimonio, de la muerte y de la voz del otro, siempre espectral y siempre al asedio, han marcado sus escritos desde sus inicios.

En una breve nota, delegada a su hijo para que fuera leída durante su funeral, la voz, ya de un muerto, nos sorprende e increpa con cierta ironía: “sonreídme —afirma— del mismo modo que yo os hubiese sonreído hasta el final. Preferid siempre la vida y afirmad sin cesar la supervivencia”.

Sus herencias nietzscheanas se hacían presentes incluso en el instante mismo de su muerte, y la risa, como el humor, aquella que Deleuze había definido como “el arte de los acontecimientos puros”, eran convocados para desestabilizar cualquier angustia paralizante ante la pérdida del ser amado.

El 9 de octubre se cumplen 15 años de la muerte de Derrida. Nacido en El-Biar, pequeño municipio situado en el centro de Argelia, su condición de judío pied-noir iba a estar presente durante toda su vida, como una marca indeleble que puede rastrearse en muchos de sus textos. No es casual que la diferencia, la alteridad, la hospitalidad o la potencia política del nombre fueran algunos de sus temas más recurrentes.

Es posible, incluso, que algo de esa extrañeza y de esa falta de lugar dejaran en él cierto carácter melancólico conocido solo por sus más íntimos. Y es que la deconstrucción siempre tuvo que ver con ese double bind cuasi perverso que nos genera cierta pasión hacia la estructura y la inevitable inestabilidad de la misma. Pulsión de ligadura hacia un terreno firme, ilusión de pertenencia a un territorio inamovible, el cual acaba siempre por disolverse, de manera infinita e incontrolable bajo nuestros pies.

La complejidad de su obra y escritura, la imposibilidad de categorización de su pensamiento, así como la dificultad en la traducción de sus textos, ha hecho de Derrida uno de los autores menos accesibles al gran público. Nunca terminó por sentirse cómodo ni por identificarse con ninguna corriente, escuela o etiqueta filosófica: ni postmoderno, ni postestructuralista, ni de la diferencia. Y aunque siempre fue agradecido con sus herencias filosóficas, desde Heidegger a la fenomenología, hasta el psicoanálisis e, incluso, cierto marxismo, resulta imposible situarlo en una única tradición.

Todo ello, hizo que sumara numerosos detractores y críticos, y que su reconocimiento lo encontrara fuera de las fronteras de Francia, donde nunca se terminaron de digerir y aceptar sus propuestas. Hagamos pues el intento de adentrarnos en esos complejos Holzwege derridianos, siguiendo la senda de algunas de sus frases más crípticas. Como aforismos o sentencias poéticas, quizás puedan ayudarnos a guiarnos por su pensamiento, el cual, como toda poiética, adviene siempre desde cierta imposibilidad interpretativa.

ÇA SE DÉCONSTRUIT...

Solía reconocer Derrida que la poco afortunada palabra “deconstrucción” se le impuso en De la gramatología (1967). Sin embargo, un año antes de su publicación, concretamente el 21 de octubre de 1966, Derrida pronunciaba en la Universidad Johns Hopkins, la conferencia “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”.

La intervención de Derrida provocaría unas repercusiones inesperadas incluso para el propio autor. En una Francia marcada por el auge del estructuralismo, un joven Derrida se atrevía a cuestionar una de las ideas claves del mismo: la importancia del centro en la estructura, condición necesaria para la coherencia y la estabilidad.

Por primera vez, se ponían en marcha los temblores internos que iban a desestabilizar esa supuesta estructura, la cual tenía pretensiones de ser unitaria, cerrada y sin fisura alguna. Si el estructuralismo había defendido la subordinación de los elementos a las leyes del sistema, apelando a la totalidad y homogeneidad del mismo,

Derrida daría los primeros golpes a esta arquitectura hasta hacerla tambalear. Heredero del martillo nietzscheano, su pensamiento se situaría en cierta estructura descentrada, desplazada, conmovida. Se trataba de pensar una estructura a-estructural, sin unidad interna, sin ensamblaje. Este desplazamiento ha sido denominado por Derrida “solicitación”: solicitar, del latín sollus (todo) y de citare (estremecer), conmover los fundamentos mismos de toda estructura. Tal era la propuesta de la deconstrucción, cuyo compromiso es y ha sido siempre un compromiso con el estructuralismo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso.

Son precisamente las palabras alemanas de Abbau y de Destruktion, utilizadas ya por Heidegger, las que sirven de apoyo a Derrida para dar forma a este complejo concepto. Ni crítica ni análisis, tampoco un desmontaje azaroso o una simple destrucción. El trabajo propuesto consistía en desedimentar, descomponer estructuras, pero siempre a través de un gesto transformador y afirmativo, de un movimiento creador y no destructivo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso. Ello se deconstruye, como un síntoma, breve, discreto, a veces imperceptible e inaudible. Síntoma que, sin embargo, evidencia la falta de solidez, las grietas mismas del edificio, al tiempo que denuncia las violencias encubiertas de nuestro discurso.

NO HAY FUERA DEL TEXTO...

El trabajo minucioso de la deconstrucción es llevado a cabo, en un primer momento de su obra, en los textos mismos de la historia de la filosofía. Así, por ejemplo, las lecturas derridianas de Platón, Aristóteles, Rousseau o Freud, entre otros, someten a estos autores al estilete deconstructivo. La lectura deconstructiva demuestra que existen ciertos conceptos, como “escritura”, “suplemento”, “fármaco”, “huella”, utilizados por estos mismos autores, que suponen un indicio de que algo no marcha; algo, indecidible y escurridizo, se escapa siempre a esa lógica oposicional que ha caracterizado el pensamiento metafísico.

De este modo, afirma Derrida, un texto no es nunca un campo homogéneo al cual podamos acceder de forma directa. Y hasta en los textos metafísicos más tradicionales operan ya fuerzas de trabajo que no son sino fuerzas de deconstrucción del propio texto, a través de las cuales el sentido se desangra, se disemina y fluye de manera casi incontrolada. La ausencia de un significado trascendental que venga a sustentar un sentido cerrado del texto filosófico, lleva a Derrida a afirmar que “no hay un fuera del texto”, señalando con ello la imposibilidad de establecer un más allá significativo que pudiera tener lugar fuera de la lengua y de la escritura.

El texto (se) decontruye y produce efectos: es un campo de fuerzas heterogéneas que al mismo tiempo que le dan forma, lo fisuran desde dentro, impidiendo cualquier tipo de homogeneidad. Dichas fisuras, dichas grietas, son aquellas “marcas” que Derrida denomina la estrategia —la experiencia— de la indecidibilidad: conceptos sin conceptos, falsas unidades de simulacro, efectos de juego, términos con valores múltiples, contradictorios y ambiguos que desbaratan toda lógica oposicional, minando con su potencia el discurso de toda metafísica de la presencia.

La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar.

LA DIFFÉRANCE INFINITA ES FINITA

La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar.

Logofalocéntrica, fonocéntrica, eurocéntrica, la metafísica de la presencia ha querido así erigirse en el único discurso posible, en la única forma de pensamiento. Situándose, por el contrario, en las esquinas de cada concepto, la deconstrucción opera como un “efecto palanca”, allí donde la grieta ocultada y forcluída comienza a desestabilizar el edificio. Tal es el efecto de esos conceptos indecidibles, aquellos que ya no podemos situar en un extremo de la oposición, esos que trabajan de manera oblicua, dislocando, desde dentro, el pensamiento: ni presentes ni ausentes, ni vivos ni muertos, socavan y asedian toda posible ontología.

Entre ellos, ese extraño “neologismo” que introduce Derrida en 1963, esto es, la différance. La “marca muda” de una “a” indica, en un primer momento, que estamos ante un concepto filosófico que solo puede ser percibido en la escritura, dado que para la lengua francesa no hay posibilidad de distinguir fonéticamente entre “différence” y “différance”.

Pero, más allá del juego escritural, la trayectoria marcada por la différance comprende, a la vez, un movimiento de dislocación espacial y temporal. Diferir, por un lado, sería el rodeo, el retraso, la reserva en la presencia que introduce un hiato y desviación en la misma. Aquello que Derrida llamó el devenir-espacio del tiempo y devenir-tiempo del espacio. Por otro, diferir no deja de ser la producción de las diferencias.

Y es aquí donde se abre la posibilidad de la alteridad más radical: la différance sería, por un lado, la discordia “activa” (conflictualidad que introduce la alteridad), movimiento de las fuerzas diferentes y de las diferencias de fuerzas, en un sentido nietzscheano del término. Diferir como el desvío de todo lo familiar desconocido; deriva imprevisible, Umweg como différance pura en el corazón de todo oikos que se presenta como inviolable. Rodeo que guarda y produce; demora como producción de plusvalía, de efectos diferenciales o fuerzas activas productivas.

Difiriente-diferente, entraña cierta posibilidad de lo imposible, allí donde el pensamiento se disloca y tiene lugar. Tal es la fuerza reactiva de esta inaprensible e inapropiable différance. Oscilación silenciosa que nos lleva a pensar otras maneras de indecidibilidad y, en definitiva, otras formas de pensar. Pues pensar de otra manera la lógica de la posibilidad que rige la conceptualidad filosófica supone el riesgo, siempre, de dar un extraño paso fuera de la filosofía; un paso fuera o un paso de más, un paso (no) más allá como ese movimiento que, al igual que el deseo, desplaza las líneas y los contornos.

Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas.

TOUT AUTRE EST TOUT AUTRE...

Psyché. Invention de l'autre (1987) señala, para muchos estudiosos de la obra de Derrida, el punto de inflexión o tránsito entre un primer Derrida, todavía inserto en los juegos postestructuralistas, el texto y la escritura, y el último, más ético-político, incluso, más austero. Sin embargo, si el eje de dicho compromiso ético-político no es otro que la idea de una alteridad infagocitable e inanticipable, resulta más que complicado separar sus primeras obras de las últimas.

Ya en sus inicios mismos, encontramos esbozada la idea del otro como aquello que asedia y desbarata toda ipseidad, toda comunidad de iguales. La propia “différance” llevaba ya en su seno una alteridad inaprensible; por no hablar de su concepto de “iterabilidad”, que no repetición de una presencia o de una singularidad, señalando con ella la producción de diferencias en cada vuelta de repetición. Dicha alteridad anida en el seno de toda deconstrucción, toma forma ética y reclamo político cuando el otro adviene, cuando nos encontrarnos con aquel que es totalmente diferente a nosotros y que, cual arribante absoluto, nos demanda una respuesta que no esperábamos.

La alteridad radical, de un otro que siempre es completamente otro para nosotros, que marca la desemejanza y la disimilitud, introduce la heterogeneidad y el pólemos allí donde tiene lugar lo político. La irrupción del otro siempre pone en juego mi propia seguridad, mi identidad, rompiendo todo horizonte interpretativo, toda posible respuesta anticipada.

La herencia de Lévinas se hace manifiesta en una deconstrucción como pensamiento de lo político, en el que la hospitalidad infinita e inconmensurable define la responsabilidad. Aquella responsabilidad también indecidible y sin cierre, entregada hasta lo imposible mismo. Esa que, como la democracia y la justicia, abre un horizonte de incalculabilidad, una economía del sin retorno y que, por ello mismo, siempre estará por venir.

En una de sus últimas conferencias, publicada póstumamente, Derrida se preguntaba sobre “¿Cómo no temblar?”. Su infancia en Argelia y el recuerdo de los bombardeos vividos, así como el efecto de la quimioterapia en su cuerpo ya enfermo, le servían de contexto para teorizar sobre el efecto de ciertos estremecimientos que nos atraviesan, que nos suceden de manera imprevista y sin posibilidad de controlarlos.

Es posible que podamos reinterpretar los efectos que tuvo la deconstrucción en el pensamiento contemporáneo como cierta sacudida sísmica. Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas. Asimismo, sus propuestas en torno a la lógica autoinmunitaria de la democracia, el horizonte de una comunidad asentada en tesis no identitarias o la deconstrucción de la justicia, suponen un desplazamiento radical en el abordaje de conceptos que parecían intocables.

Cómo, entonces, no temblar, dado que, como él mismo afirmaba, todo terremoto y sus réplicas suponen una mutación tan perturbadora que necesariamente nos “obliga a cambiar de terreno brutalmente”.“Por consiguiente, la cuestión sería: 

¿qué no es la deconstrucción?
O, más bien, ¿qué debería no ser?”
Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”

Son pocos los filósofos que nos han legado el testimonio de su propio obituario. El caso de Derrida es prácticamente inaudito. Quizás, porque la cuestión misma del testimonio, de la muerte y de la voz del otro, siempre espectral y siempre al asedio, han marcado sus escritos desde sus inicios.

En una breve nota, delegada a su hijo para que fuera leída durante su funeral, la voz, ya de un muerto, nos sorprende e increpa con cierta ironía: “sonreídme —afirma— del mismo modo que yo os hubiese sonreído hasta el final. Preferid siempre la vida y afirmad sin cesar la supervivencia”.

Sus herencias nietzscheanas se hacían presentes incluso en el instante mismo de su muerte, y la risa, como el humor, aquella que Deleuze había definido como “el arte de los acontecimientos puros”, eran convocados para desestabilizar cualquier angustia paralizante ante la pérdida del ser amado.

El 9 de octubre se cumplen 15 años de la muerte de Derrida. Nacido en El-Biar, pequeño municipio situado en el centro de Argelia, su condición de judío pied-noir iba a estar presente durante toda su vida, como una marca indeleble que puede rastrearse en muchos de sus textos. No es casual que la diferencia, la alteridad, la hospitalidad o la potencia política del nombre fueran algunos de sus temas más recurrentes.

Es posible, incluso, que algo de esa extrañeza y de esa falta de lugar dejaran en él cierto carácter melancólico conocido solo por sus más íntimos. Y es que la deconstrucción siempre tuvo que ver con ese double bind cuasi perverso que nos genera cierta pasión hacia la estructura y la inevitable inestabilidad de la misma. Pulsión de ligadura hacia un terreno firme, ilusión de pertenencia a un territorio inamovible, el cual acaba siempre por disolverse, de manera infinita e incontrolable bajo nuestros pies.

La complejidad de su obra y escritura, la imposibilidad de categorización de su pensamiento, así como la dificultad en la traducción de sus textos, ha hecho de Derrida uno de los autores menos accesibles al gran público. Nunca terminó por sentirse cómodo ni por identificarse con ninguna corriente, escuela o etiqueta filosófica: ni postmoderno, ni postestructuralista, ni de la diferencia. Y aunque siempre fue agradecido con sus herencias filosóficas, desde Heidegger a la fenomenología, hasta el psicoanálisis e, incluso, cierto marxismo, resulta imposible situarlo en una única tradición.

Todo ello, hizo que sumara numerosos detractores y críticos, y que su reconocimiento lo encontrara fuera de las fronteras de Francia, donde nunca se terminaron de digerir y aceptar sus propuestas. Hagamos pues el intento de adentrarnos en esos complejos Holzwege derridianos, siguiendo la senda de algunas de sus frases más crípticas. Como aforismos o sentencias poéticas, quizás puedan ayudarnos a guiarnos por su pensamiento, el cual, como toda poiética, adviene siempre desde cierta imposibilidad interpretativa.

ÇA SE DÉCONSTRUIT...

Solía reconocer Derrida que la poco afortunada palabra “deconstrucción” se le impuso en De la gramatología (1967). Sin embargo, un año antes de su publicación, concretamente el 21 de octubre de 1966, Derrida pronunciaba en la Universidad Johns Hopkins, la conferencia “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”.

La intervención de Derrida provocaría unas repercusiones inesperadas incluso para el propio autor. En una Francia marcada por el auge del estructuralismo, un joven Derrida se atrevía a cuestionar una de las ideas claves del mismo: la importancia del centro en la estructura, condición necesaria para la coherencia y la estabilidad. Por primera vez, se ponían en marcha los temblores internos que iban a desestabilizar esa supuesta estructura, la cual tenía pretensiones de ser unitaria, cerrada y sin fisura alguna.

Si el estructuralismo había defendido la subordinación de los elementos a las leyes del sistema, apelando a la totalidad y homogeneidad del mismo, Derrida daría los primeros golpes a esta arquitectura hasta hacerla tambalear. Heredero del martillo nietzscheano, su pensamiento se situaría en cierta estructura descentrada, desplazada, conmovida. Se trataba de pensar una estructura a-estructural, sin unidad interna, sin ensamblaje.

Este desplazamiento ha sido denominado por Derrida “solicitación”: solicitar, del latín sollus (todo) y de citare (estremecer), conmover los fundamentos mismos de toda estructura. Tal era la propuesta de la deconstrucción, cuyo compromiso es y ha sido siempre un compromiso con el estructuralismo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso.

Son precisamente las palabras alemanas de Abbau y de Destruktion, utilizadas ya por Heidegger, las que sirven de apoyo a Derrida para dar forma a este complejo concepto. Ni crítica ni análisis, tampoco un desmontaje azaroso o una simple destrucción.

El trabajo propuesto consistía en desedimentar, descomponer estructuras, pero siempre a través de un gesto transformador y afirmativo, de un movimiento creador y no destructivo. La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso.

Ello se deconstruye, como un síntoma, breve, discreto, a veces imperceptible e inaudible. Síntoma que, sin embargo, evidencia la falta de solidez, las grietas mismas del edificio, al tiempo que denuncia las violencias encubiertas de nuestro discurso.

NO HAY FUERA DEL TEXTO...
El trabajo minucioso de la deconstrucción es llevado a cabo, en un primer momento de su obra, en los textos mismos de la historia de la filosofía. Así, por ejemplo, las lecturas derridianas de Platón, Aristóteles, Rousseau o Freud, entre otros, someten a estos autores al estilete deconstructivo. La lectura deconstructiva demuestra que existen ciertos conceptos, como “escritura”, “suplemento”, “fármaco”, “huella”, utilizados por estos mismos autores, que suponen un indicio de que algo no marcha; algo, indecidible y escurridizo, se escapa siempre a esa lógica oposicional que ha caracterizado el pensamiento metafísico.

De este modo, afirma Derrida, un texto no es nunca un campo homogéneo al cual podamos acceder de forma directa. Y hasta en los textos metafísicos más tradicionales operan ya fuerzas de trabajo que no son sino fuerzas de deconstrucción del propio texto, a través de las cuales el sentido se desangra, se disemina y fluye de manera casi incontrolada. La ausencia de un significado trascendental que venga a sustentar un sentido cerrado del texto filosófico, lleva a Derrida a afirmar que “no hay un fuera del texto”, señalando con ello la imposibilidad de establecer un más allá significativo que pudiera tener lugar fuera de la lengua y de la escritura.

El texto (se) decontruye y produce efectos: es un campo de fuerzas heterogéneas que al mismo tiempo que le dan forma, lo fisuran desde dentro, impidiendo cualquier tipo de homogeneidad. Dichas fisuras, dichas grietas, son aquellas “marcas” que Derrida denomina la estrategia —la experiencia— de la indecidibilidad: conceptos sin conceptos, falsas unidades de simulacro, efectos de juego, términos con valores múltiples, contradictorios y ambiguos que desbaratan toda lógica oposicional, minando con su potencia el discurso de toda metafísica de la presencia.

La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar.

LA DIFFÉRANCE INFINITA ES FINITA
La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar. Logofalocéntrica, fonocéntrica, eurocéntrica, la metafísica de la presencia ha querido así erigirse en el único discurso posible, en la única forma de pensamiento.

Situándose, por el contrario, en las esquinas de cada concepto, la deconstrucción opera como un “efecto palanca”, allí donde la grieta ocultada y forcluída comienza a desestabilizar el edificio. Tal es el efecto de esos conceptos indecidibles, aquellos que ya no podemos situar en un extremo de la oposición, esos que trabajan de manera oblicua, dislocando, desde dentro, el pensamiento: ni presentes ni ausentes, ni vivos ni muertos, socavan y asedian toda posible ontología.

Entre ellos, ese extraño “neologismo” que introduce Derrida en 1963, esto es, la différance. La “marca muda” de una “a” indica, en un primer momento, que estamos ante un concepto filosófico que solo puede ser percibido en la escritura, dado que para la lengua francesa no hay posibilidad de distinguir fonéticamente entre “différence” y “différance”.

Pero, más allá del juego escritural, la trayectoria marcada por la différance comprende, a la vez, un movimiento de dislocación espacial y temporal. Diferir, por un lado, sería el rodeo, el retraso, la reserva en la presencia que introduce un hiato y desviación en la misma. Aquello que Derrida llamó el devenir-espacio del tiempo y devenir-tiempo del espacio. Por otro, diferir no deja de ser la producción de las diferencias.

Y es aquí donde se abre la posibilidad de la alteridad más radical: la différance sería, por un lado, la discordia “activa” (conflictualidad que introduce la alteridad), movimiento de las fuerzas diferentes y de las diferencias de fuerzas, en un sentido nietzscheano del término. Diferir como el desvío de todo lo familiar desconocido; deriva imprevisible, Umweg como différance pura en el corazón de todo oikos que se presenta como inviolable. Rodeo que guarda y produce; demora como producción de plusvalía, de efectos diferenciales o fuerzas activas productivas.

Difiriente-diferente, entraña cierta posibilidad de lo imposible, allí donde el pensamiento se disloca y tiene lugar. Tal es la fuerza reactiva de esta inaprensible e inapropiable différance. Oscilación silenciosa que nos lleva a pensar otras maneras de indecidibilidad y, en definitiva, otras formas de pensar. Pues pensar de otra manera la lógica de la posibilidad que rige la conceptualidad filosófica supone el riesgo, siempre, de dar un extraño paso fuera de la filosofía; un paso fuera o un paso de más, un paso (no) más allá como ese movimiento que, al igual que el deseo, desplaza las líneas y los contornos.

Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas.

TOUT AUTRE EST TOUT AUTRE...
Psyché. Invention de l'autre (1987) señala, para muchos estudiosos de la obra de Derrida, el punto de inflexión o tránsito entre un primer Derrida, todavía inserto en los juegos postestructuralistas, el texto y la escritura, y el último, más ético-político, incluso, más austero. Sin embargo, si el eje de dicho compromiso ético-político no es otro que la idea de una alteridad infagocitable e inanticipable, resulta más que complicado separar sus primeras obras de las últimas.

Ya en sus inicios mismos, encontramos esbozada la idea del otro como aquello que asedia y desbarata toda ipseidad, toda comunidad de iguales. La propia “différance” llevaba ya en su seno una alteridad inaprensible; por no hablar de su concepto de “iterabilidad”, que no repetición de una presencia o de una singularidad, señalando con ella la producción de diferencias en cada vuelta de repetición. Dicha alteridad anida en el seno de toda deconstrucción, toma forma ética y reclamo político cuando el otro adviene, cuando nos encontrarnos con aquel que es totalmente diferente a nosotros y que, cual arribante absoluto, nos demanda una respuesta que no esperábamos.

La alteridad radical, de un otro que siempre es completamente otro para nosotros, que marca la desemejanza y la disimilitud, introduce la heterogeneidad y el pólemos allí donde tiene lugar lo político. La irrupción del otro siempre pone en juego mi propia seguridad, mi identidad, rompiendo todo horizonte interpretativo, toda posible respuesta anticipada.

La herencia de Lévinas se hace manifiesta en una deconstrucción como pensamiento de lo político, en el que la hospitalidad infinita e inconmensurable define la responsabilidad. Aquella responsabilidad también indecidible y sin cierre, entregada hasta lo imposible mismo. Esa que, como la democracia y la justicia, abre un horizonte de incalculabilidad, una economía del sin retorno y que, por ello mismo, siempre estará por venir.

En una de sus últimas conferencias, publicada póstumamente, Derrida se preguntaba sobre “¿Cómo no temblar?”. Su infancia en Argelia y el recuerdo de los bombardeos vividos, así como el efecto de la quimioterapia en su cuerpo ya enfermo, le servían de contexto para teorizar sobre el efecto de ciertos estremecimientos que nos atraviesan, que nos suceden de manera imprevista y sin posibilidad de controlarlos.

Es posible que podamos reinterpretar los efectos que tuvo la deconstrucción en el pensamiento contemporáneo como cierta sacudida sísmica. Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas.

Asimismo, sus propuestas en torno a la lógica autoinmunitaria de la democracia, el horizonte de una comunidad asentada en tesis no identitarias o la deconstrucción de la justicia, suponen un desplazamiento radical en el abordaje de conceptos que parecían intocables. Cómo, entonces, no temblar, dado que, como él mismo afirmaba, todo terremoto y sus réplicas suponen una mutación tan perturbadora que necesariamente nos “obliga a cambiar de terreno brutalmente”.

“Por consiguiente, la cuestión sería: ¿qué no es la deconstrucción?
O, más bien, ¿qué debería no ser?”
Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”

Son pocos los filósofos que nos han legado el testimonio de su propio obituario. El caso de Derrida es prácticamente inaudito. Quizás, porque la cuestión misma del testimonio, de la muerte y de la voz del otro, siempre espectral y siempre al asedio, han marcado sus escritos desde sus inicios.

En una breve nota, delegada a su hijo para que fuera leída durante su funeral, la voz, ya de un muerto, nos sorprende e increpa con cierta ironía: “sonreídme —afirma— del mismo modo que yo os hubiese sonreído hasta el final. Preferid siempre la vida y afirmad sin cesar la supervivencia”.

Sus herencias nietzscheanas se hacían presentes incluso en el instante mismo de su muerte, y la risa, como el humor, aquella que Deleuze había definido como “el arte de los acontecimientos puros”, eran convocados para desestabilizar cualquier angustia paralizante ante la pérdida del ser amado.

El 9 de octubre se cumplen 15 años de la muerte de Derrida. Nacido en El-Biar, pequeño municipio situado en el centro de Argelia, su condición de judío pied-noir iba a estar presente durante toda su vida, como una marca indeleble que puede rastrearse en muchos de sus textos.

No es casual que la diferencia, la alteridad, la hospitalidad o la potencia política del nombre fueran algunos de sus temas más recurrentes. Es posible, incluso, que algo de esa extrañeza y de esa falta de lugar dejaran en él cierto carácter melancólico conocido solo por sus más íntimos. Y es que la deconstrucción siempre tuvo que ver con ese double bind cuasi perverso que nos genera cierta pasión hacia la estructura y la inevitable inestabilidad de la misma.

Pulsión de ligadura hacia un terreno firme, ilusión de pertenencia a un territorio inamovible, el cual acaba siempre por disolverse, de manera infinita e incontrolable bajo nuestros pies.

La complejidad de su obra y escritura, la imposibilidad de categorización de su pensamiento, así como la dificultad en la traducción de sus textos, ha hecho de Derrida uno de los autores menos accesibles al gran público. Nunca terminó por sentirse cómodo ni por identificarse con ninguna corriente, escuela o etiqueta filosófica: ni postmoderno, ni postestructuralista, ni de la diferencia. Y aunque siempre fue agradecido con sus herencias filosóficas, desde Heidegger a la fenomenología, hasta el psicoanálisis e, incluso, cierto marxismo, resulta imposible situarlo en una única tradición.

Todo ello, hizo que sumara numerosos detractores y críticos, y que su reconocimiento lo encontrara fuera de las fronteras de Francia, donde nunca se terminaron de digerir y aceptar sus propuestas. Hagamos pues el intento de adentrarnos en esos complejos Holzwege derridianos, siguiendo la senda de algunas de sus frases más crípticas. Como aforismos o sentencias poéticas, quizás puedan ayudarnos a guiarnos por su pensamiento, el cual, como toda poiética, adviene siempre desde cierta imposibilidad interpretativa.

ÇA SE DÉCONSTRUIT...
Solía reconocer Derrida que la poco afortunada palabra “deconstrucción” se le impuso en De la gramatología (1967). Sin embargo, un año antes de su publicación, concretamente el 21 de octubre de 1966, Derrida pronunciaba en la Universidad Johns Hopkins, la conferencia “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”.

La intervención de Derrida provocaría unas repercusiones inesperadas incluso para el propio autor. En una Francia marcada por el auge del estructuralismo, un joven Derrida se atrevía a cuestionar una de las ideas claves del mismo: la importancia del centro en la estructura, condición necesaria para la coherencia y la estabilidad.

Por primera vez, se ponían en marcha los temblores internos que iban a desestabilizar esa supuesta estructura, la cual tenía pretensiones de ser unitaria, cerrada y sin fisura alguna. Si el estructuralismo había defendido la subordinación de los elementos a las leyes del sistema, apelando a la totalidad y homogeneidad del mismo, Derrida daría los primeros golpes a esta arquitectura hasta hacerla tambalear. Heredero del martillo nietzscheano, su pensamiento se situaría en cierta estructura descentrada, desplazada, conmovida.

Se trataba de pensar una estructura a-estructural, sin unidad interna, sin ensamblaje. Este desplazamiento ha sido denominado por Derrida “solicitación”: solicitar, del latín sollus (todo) y de citare (estremecer), conmover los fundamentos mismos de toda estructura. Tal era la propuesta de la deconstrucción, cuyo compromiso es y ha sido siempre un compromiso con el estructuralismo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso.

Son precisamente las palabras alemanas de Abbau y de Destruktion, utilizadas ya por Heidegger, las que sirven de apoyo a Derrida para dar forma a este complejo concepto. Ni crítica ni análisis, tampoco un desmontaje azaroso o una simple destrucción. El trabajo propuesto consistía en desedimentar, descomponer estructuras, pero siempre a través de un gesto transformador y afirmativo, de un movimiento creador y no destructivo.

La deconstrucción piensa “la genealogía estructurada” de los conceptos filosóficos, analizando sus condiciones de posibilidad, buscando en ellos lo que silencian, lo que ocultan, aquello que excluyen y rechazan, lo que normalizan a su paso. Ello se deconstruye, como un síntoma, breve, discreto, a veces imperceptible e inaudible. Síntoma que, sin embargo, evidencia la falta de solidez, las grietas mismas del edificio, al tiempo que denuncia las violencias encubiertas de nuestro discurso.

NO HAY FUERA DEL TEXTO...
El trabajo minucioso de la deconstrucción es llevado a cabo, en un primer momento de su obra, en los textos mismos de la historia de la filosofía. Así, por ejemplo, las lecturas derridianas de Platón, Aristóteles, Rousseau o Freud, entre otros, someten a estos autores al estilete deconstructivo. La lectura deconstructiva demuestra que existen ciertos conceptos, como “escritura”, “suplemento”, “fármaco”, “huella”, utilizados por estos mismos autores, que suponen un indicio de que algo no marcha; algo, indecidible y escurridizo, se escapa siempre a esa lógica oposicional que ha caracterizado el pensamiento metafísico.

De este modo, afirma Derrida, un texto no es nunca un campo homogéneo al cual podamos acceder de forma directa. Y hasta en los textos metafísicos más tradicionales operan ya fuerzas de trabajo que no son sino fuerzas de deconstrucción del propio texto, a través de las cuales el sentido se desangra, se disemina y fluye de manera casi incontrolada. La ausencia de un significado trascendental que venga a sustentar un sentido cerrado del texto filosófico, lleva a Derrida a afirmar que “no hay un fuera del texto”, señalando con ello la imposibilidad de establecer un más allá significativo que pudiera tener lugar fuera de la lengua y de la escritura.

El texto (se) decontruye y produce efectos: es un campo de fuerzas heterogéneas que al mismo tiempo que le dan forma, lo fisuran desde dentro, impidiendo cualquier tipo de homogeneidad. Dichas fisuras, dichas grietas, son aquellas “marcas” que Derrida denomina la estrategia —la experiencia— de la indecidibilidad: conceptos sin conceptos, falsas unidades de simulacro, efectos de juego, términos con valores múltiples, contradictorios y ambiguos que desbaratan toda lógica oposicional, minando con su potencia el discurso de toda metafísica de la presencia.

La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar.

LA DIFFÉRANCE INFINITA ES FINITA
La historia del pensamiento occidental es la historia de una violencia fundadora: negación y olvido de la alteridad, sumisión de un término frente al otro en la cadena oposicional (lengua-escritura, presencia-ausencia, dentro-fuera, alma-cuerpo, masculino-femenino, etc.), pulsión arquitecturizante empeñada en dar coherencia al pensar. Logofalocéntrica, fonocéntrica, eurocéntrica, la metafísica de la presencia ha querido así erigirse en el único discurso posible, en la única forma de pensamiento. Situándose, por el contrario, en las esquinas de cada concepto, la deconstrucción opera como un “efecto palanca”, allí donde la grieta ocultada y forcluída comienza a desestabilizar el edificio.

Tal es el efecto de esos conceptos indecidibles, aquellos que ya no podemos situar en un extremo de la oposición, esos que trabajan de manera oblicua, dislocando, desde dentro, el pensamiento: ni presentes ni ausentes, ni vivos ni muertos, socavan y asedian toda posible ontología. Entre ellos, ese extraño “neologismo” que introduce Derrida en 1963, esto es, la différance. La “marca muda” de una “a” indica, en un primer momento, que estamos ante un concepto filosófico que solo puede ser percibido en la escritura, dado que para la lengua francesa no hay posibilidad de distinguir fonéticamente entre “différence” y “différance”.

Pero, más allá del juego escritural, la trayectoria marcada por la différance comprende, a la vez, un movimiento de dislocación espacial y temporal. Diferir, por un lado, sería el rodeo, el retraso, la reserva en la presencia que introduce un hiato y desviación en la misma. Aquello que Derrida llamó el devenir-espacio del tiempo y devenir-tiempo del espacio. Por otro, diferir no deja de ser la producción de las diferencias. 

Y es aquí donde se abre la posibilidad de la alteridad más radical: la différance sería, por un lado, la discordia “activa” (conflictualidad que introduce la alteridad), movimiento de las fuerzas diferentes y de las diferencias de fuerzas, en un sentido nietzscheano del término. Diferir como el desvío de todo lo familiar desconocido; deriva imprevisible, Umweg como différance pura en el corazón de todo oikos que se presenta como inviolable. Rodeo que guarda y produce; demora como producción de plusvalía, de efectos diferenciales o fuerzas activas productivas.

Difiriente-diferente, entraña cierta posibilidad de lo imposible, allí donde el pensamiento se disloca y tiene lugar. Tal es la fuerza reactiva de esta inaprensible e inapropiable différance. Oscilación silenciosa que nos lleva a pensar otras maneras de indecidibilidad y, en definitiva, otras formas de pensar. Pues pensar de otra manera la lógica de la posibilidad que rige la conceptualidad filosófica supone el riesgo, siempre, de dar un extraño paso fuera de la filosofía; un paso fuera o un paso de más, un paso (no) más allá como ese movimiento que, al igual que el deseo, desplaza las líneas y los contornos.

Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas.

TOUT AUTRE EST TOUT AUTRE...
Psyché. Invention de l'autre (1987) señala, para muchos estudiosos de la obra de Derrida, el punto de inflexión o tránsito entre un primer Derrida, todavía inserto en los juegos postestructuralistas, el texto y la escritura, y el último, más ético-político, incluso, más austero. Sin embargo, si el eje de dicho compromiso ético-político no es otro que la idea de una alteridad infagocitable e inanticipable, resulta más que complicado separar sus primeras obras de las últimas.

Ya en sus inicios mismos, encontramos esbozada la idea del otro como aquello que asedia y desbarata toda ipseidad, toda comunidad de iguales. La propia “différance” llevaba ya en su seno una alteridad inaprensible; por no hablar de su concepto de “iterabilidad”, que no repetición de una presencia o de una singularidad, señalando con ella la producción de diferencias en cada vuelta de repetición. Dicha alteridad anida en el seno de toda deconstrucción, toma forma ética y reclamo político cuando el otro adviene, cuando nos encontrarnos con aquel que es totalmente diferente a nosotros y que, cual arribante absoluto, nos demanda una respuesta que no esperábamos.

La alteridad radical, de un otro que siempre es completamente otro para nosotros, que marca la desemejanza y la disimilitud, introduce la heterogeneidad y el pólemos allí donde tiene lugar lo político. La irrupción del otro siempre pone en juego mi propia seguridad, mi identidad, rompiendo todo horizonte interpretativo, toda posible respuesta anticipada. La herencia de Lévinas se hace manifiesta en una deconstrucción como pensamiento de lo político, en el que la hospitalidad infinita e inconmensurable define la responsabilidad.

Aquella responsabilidad también indecidible y sin cierre, entregada hasta lo imposible mismo. Esa que, como la democracia y la justicia, abre un horizonte de incalculabilidad, una economía del sin retorno y que, por ello mismo, siempre estará por venir.

En una de sus últimas conferencias, publicada póstumamente, Derrida se preguntaba sobre “¿Cómo no temblar?”. Su infancia en Argelia y el recuerdo de los bombardeos vividos, así como el efecto de la quimioterapia en su cuerpo ya enfermo, le servían de contexto para teorizar sobre el efecto de ciertos estremecimientos que nos atraviesan, que nos suceden de manera imprevista y sin posibilidad de controlarlos.

Es posible que podamos reinterpretar los efectos que tuvo la deconstrucción en el pensamiento contemporáneo como cierta sacudida sísmica. Su manera de cuestionar y de llevar al límite la racionalidad occidental, jerárquica, falocéntrica y excluyente, así como la lógica de sus discursos, ha servido para transvalorar numerosas tesis feministas y filosófico-políticas. 

Asimismo, sus propuestas en torno a la lógica autoinmunitaria de la democracia, el horizonte de una comunidad asentada en tesis no identitarias o la deconstrucción de la justicia, suponen un desplazamiento radical en el abordaje de conceptos que parecían intocables. Cómo, entonces, no temblar, dado que, como él mismo afirmaba, todo terremoto y sus réplicas suponen una mutación tan perturbadora que necesariamente nos “obliga a cambiar de terreno brutalmente”.

PAÍSES BÁLTICOS: CAYETANO ACUÑA VIGIL. 03 11 24 PCAV

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