El tenor del pueblo
Diez años después de su muerte, crece el mito de Pavarotti y se demuestra que ha sido excepcional, insustituible y también indolente.
RUBÉN AMÓN
Madrid 6 SEP 2017 - 11:13 CEST
El tenor italiano Luciano Pavarotti en el Teatro Real de Madrid, en 1999.
La cercanía de Juan Diego Flórez a Pavarotti en sus últimos días trasladaba los síntomas de un proceso sucesorio. Eran amigos. Tenían una "dacha" en la misma ciudad, Pésaro. Y pertenecían a la familia de los tenores líricos, pero la perspectiva de los diez años transcurridos desde la muerte del Big Luciano demuestra que el trono sigue vacante. No por demérito de Flórez, demasiado aséptico para remplazarlo, incluso frustrado en el repertorio grande que cultivaba el maestro, sino porque Pavarotti es insustituible. No tuvo delfines, como tampoco hay antecedentes de su linaje.
Decía Pavarotti (1935-2007) que su padre, Fernando, cantaba muy bien, es verdad, pero no se dedicó a la música profesionalmente. Como estuvo a punto de sucederle a Pavarotti, pues cerca estuvo Luciano de dedicarse a la correduría de seguros. Se hubiera malogrado una de las mejores y mayores expresiones solares del canto. Pavarotti cantaba con la naturalidad de quien da los buenos días, pero sobre todo iluminaba el escenario con la prerrogativa de su timbre solar y su calidez mediterránea.
Puede que el milagro tuviera que ver con la leche de su nodriza. Pavarotti fue niño de la guerra. Y adquirió su primera revelación del ritmo con el traqueteo de las metralletas, pero le confortó el regazo del gineceo donde creció. Su madre, sus tías. Y esa nodriza cuya leche igualmente había templado las cuerdas vocales de Mirella Freni.
No es una leyenda. El tenor y la soprano nacieron en Módena. Se amamantaron de la misma manera. Y volvieron a coincidir en los grandes teatros y en los estudios de grabación. Juntos subieron a la cima de "La Bohème", una versión memorable que concibió Karajan y que proyectó a Pavarotti como símbolo comercial de Decca,
Es la razón por la que la compañía discográfica ha convertido el décimo aniversario de la muerte de Pavarotti en el pretexto de un cofre recopilatorio cuyo título, "El tenor del pueblo", tanto reconoce el origen popular de Pavarotti como su extrema popularidad. Antes de "los tres tenores" (1990). Y después de "los tres tenores".
El triunvirato que ungió la reconciliación de Luciano con Domingo -rivales irreconciliables hasta entonces- en el regreso a la vida de Carreras exploró hasta límites desconocidos el fenómeno de la ópera de masas, pero ya era Pavarotti un icono de la cultura occidental, un ídolo pop, un tipo carismático, simpático cuyo pañuelo blanco dio la bienvenida a los aficionados que nunca hubieran frecuentado un teatro de ópera.
La dimensión misionera le condujo a codearse con las estrellas del rock. Y a cantar junto a ellas, pero la dimensión comercial de Pavarotti no degradó nunca la coherencia de su carrera operística. Un tenor lírico puro, purísimo, que fue evolucionando hacia un repertorio más exigente -"Trovador", "Payasos", "Turandot"- y que cruzó su último límite aviniéndose a cantar -solo en versión de concierto y en estudio- el papel de Otello.
Puede que no haya habido un Nemorino ("Elixir de amor", Donizetti), mejor que él, ni un Cavaradossi ("Tosca", Puccini) tan superdotado, ni un intérprete tan sensible del claroscuro verdiano, pero toda hagiografía que pueda hacerse de Pavarotti requiere al mismo tiempo un reproche a su falta de ambición, a su conformismo, a su indolencia.
Ni quiso aprender una palabra de alemán, frecuentó poquísimo a Mozart ("Idomeneo") y nunca se avino a manifestarse en un repertorio tan idóneo, tan propicio, como lo hubiera sido el romanticismo francés: Werther, Romeo, Nadir, Hoffmann. Siendo enorme, Pavarotti podía haber sido aún mayor. Más en serio que en broma, decía que su papel preferido era el cantante italiano de "El caballero de la rosa": una arietta, un caché completo, tiempo para irse a cenar y regresar a tiempo de llevarse las ovaciones.